CAPITULOS 11 Y 12 DEL DESEO DEL DEMONIO
11
Ay, el complot se espesa mucho sobre nosotros.
George Villiers
La pequeña aldea de St. Fleur era como un nido en la boca de la bahía, los techos de pizarra de los cottages asomaban bajo los muros de peñascos rojos que los rodeaban, y las casitas y tiendas se apretaban unas contra otras para defenderse de los duros vientos y el oleaje que golpeaba contra la ciudad sin protección.
Elysia montaba en Ariel por el sendero de piedra en lo alto del acantilado, observando un barquito que salía hacia el mar. Los hombres tenían esperanza de lograr una buena pesca, que ayudara a alimentar a sus familias en los largos y duros meses de invierno. Huellas de humo de innumerables chimeneas se elevaban hacia el cielo, manchando el azul. Un cielo libre al fin por primera vez de nubes de tormenta y lluvia, con algo quebradizo que permanecía y prometía una helada. Elysia aspiró profundamente el aire chispeante, olfateando el aroma penetrante de los pinos y el perfume sutil de los fuegos que ardían en los hogares de la aldea.
—En verdad a esta parte de la comarca la llaman muy acertadamente Lands's End... pareciera que aquí termina la tierra —dijo Charles Lackton meditativo, mientras miraba alrededor—. ¡Es tan desolado! ¿Cómo puede nadie desear vivir aquí? —sacudió la cabeza, incrédulo.
—Probablemente nadie se haya establecido aquí en los últimos quinientos años, a excepción del hidalgo. Probablemente estos campesinos puedan remontar sus orígenes a los primeros pobladores de aquí, llamados celtas... o por lo menos hasta la época de los normandos —explicó sabiamente Elysia a Charles, que abrió mucho los ojos.
—Pero, ¿cómo sabe usted todo eso?
—Soy un intelectual —dijo ella con tono de autoelogio, un chispeo en los ojos, al ver la expresión de su admirador —¿acaso no lo sabía?— Elysia sintió como si estuviera confesando un crimen atroz, pero no era capaz de fingir ser estúpida.
—¡Pero no es posible que lo sea! ¡Vamos, es usted demasiado bonita para ser inteligente! —exclamó Charles atónito.
—Ah, ¿se supone que todo lo que debo tener es una bonita cara y un cerebro vacío, que no distingue la tiza del queso?
—Bueno, yo tampoco soy muy avispado. Sólo sé lo que necesito saber. No me serviría de nada saber más... no sabría dónde ponerlo... y ya me parece que sé demasiado tal como están las cosas. Supongo que sé lo suficiente como para pasar de un día a otro —meditó Charles.
—¿No le interesa saber algo de historia y literatura? ¿Nunca abre usted un libro? —preguntó Elysia, incrédula. Charles miró un momento, pensativo.
—No, no creo. El último libro que abrí fue en Eton, y ciertamente allí también abrí muy pocos. No me hacen ningún bien. No soy hombre de citar versos y otras tonterías a las damas, como algunos que conozco —proclamó—. ¿Y de qué sirve saber algo sobre gente que ha muerto hace siglos? No podrán decirme qué mano debo jugar... o qué chaleco debo llevar con mi casaca color pulga. Nunca he oído que nadie haya ganado en Newhall con una frase de César, o de alguno de esos filósofos griegos.
—Bueno, Charles, supongo que tiene usted razón... probablemente no le haría a usted ningún bien —asintió Elysia, resignada, aunque se sentía levemente resentida. Charles tenía acceso a todos los colegios de altos estudios, pero los despreciaba... en tanto que ella e innumerables mujeres se deleitarían con la oportunidad de ingresar en aquellos sagrados —y prohibidos— santuarios de la sabiduría.
Sonrió a Charles. Elysia no podía evitar simpatizar con él, con su infantil cara abierta y su fácil sonrisa. Con él no sentía que debía estar constantemente en guardia. Le recordaba levemente a lan. Pero lan era mayor, aunque había en él algo infantil, como en Charles. Querido lan. Si por lo menos él estuviera aquí, pensó Elysia tristemente, mirando hacia la gran extensión de mar que se tendía hacia el horizonte, uniéndose hasta formar uno con el cielo.
Charles siguió en silencio. Es tan deliciosa, pensó, al sentir una oleada de celos primitivos contra lord Trevegne. Era la mujer más hermosa que había visto. Cuando estaba con ella se sentía amordazado, aunque ella fuera menor que él. Su ardiente mirada se detuvo en la curva de la boca de ella, en las largas pestañas oscuras que velaban sus ojos verdes. ¡Caramba, hasta había sentido deseos de escribir un poema a su belleza! ¡El, que se había mofado de tantos idealistas y chiflados! Siguió contemplándola, aturdido, mientras componía un poema en su mente... los versos parecían brotar mágicos del amplio vacío. ¡Sí, sí! Era fantástico, pensó con orgullo. Byron quedaría atrozmente celoso de esto. En realidad no era tan difícil. Verdaderamente no entendía por qué se hacía tanto alboroto por nada... cualquier tonto podía pensar algo llamativo. ¡Ahora, si por lo menos lo recordara cuando volviera a su cuarto, para poder escribirlo! También tenía que conseguir papel, una pluma y tinta, y entonces...
—Charles... Charles... —dijo Elysia con suavidad, agitando los dedos ante la mirada un poco fija de sus ojos—. ¿Pasa algo?
—Oh, perdón —murmuró Charles, bastante agitado.
—¿Quiere que sigamos cabalgando? —preguntó Elysia, ocultando una sonrisa y haciendo girar a Ariel para dirigirse hacia el camino, mirando por encima del hombro para ver a Charles, que azuzaba su caballo para alcanzarla. Lanzó una carcajada de puro deleite. Era maravilloso estar viva y sin preocupaciones. Por el momento sólo iba a pensar en los claros cielos azules y en la diversión de tener un hombre joven enamoradizo de ella. No quería pensar en lo desesperado de su matrimonio... o en lo que podría hacer en este sentido.
Elysia hizo saltar a Ariel sobre un muro de piedra bajo y se dirigió hacia un bosquecillo, sintiendo el ruido del caballo de Charles siguiéndola.
Ella se perdió de vista al entrar entre los árboles, y las sombras juguetearon en el estrecho sendero, mientras avanzaba, agachándose y esquivando, girando para evitar las ramas bajas.
De pronto Elysia oyó el retumbar de un disparo... el sonido sacudió la quietud del bosque, y después sintió un dolor desgarrador en el costado y contuvo el aliento al ver la sangre que manchaba el terciopelo verde de su traje. Una rama que se extendía sobre el sendero la golpeó y la derribó del lomo de Ariel, cortándole el aliento al caer contra el mullido suelo del bosque... las hojas muertas amortiguaron su caída.
Elysia permaneció inmóvil mientras la oscuridad daba vueltas a su alrededor, y luchó penosamente para recobrar el aliento. La tierra parecía vibrar ensordecedora y la hacía pedazos.
Charles desmontó en segundos y corrió hacia la figura potrada, que yacía mareada en el suelo. Su cara había perdido todo color cuando se arrodilló junto a Elysia y vio la sangre roja que manaba de su costado.
—¡Dios mío! ¡Le han disparado! —murmuró, sin atreverse a tocarla. Parece muerta, pensó miserablemente, preguntándose qué podía hacer cuando los párpados de ella se agitaron un poco, se entreabrieron y Elysia lo miró con ojos confusos.
—Charles... —dijo Elysia, sin aliento.
—Sí, aquí estoy —tomó la floja mano de ella... fría como el hielo, y la frotó cariñosamente en sus grandes palmas cálidas. Ella no podía morir. No debe hacerlo, pensó desesperado, sintiendo un nudo de náuseas revolverse en su estómago.
Elysia miró los asustados ojos azules de Charles, donde toda expresión divertida había desaparecido. Ahora respiraba mejor. Tenía que mandar a Charles en busca de Alex... él sabría lo que había que hacer. Alex, sí, Alex lo sabría.
—Oiga, Charles, debe ir en busca de Alex —afirmó tranquila, llena de confianza ante su decisión.
—¡Pero no puedo dejarla aquí sola! —exclamó Charles horrorizado.
—Es necesario. No hay otra solución, y no puedo volver a montar. Charles.
El volvió a mirarla, con la indecisión pintada en el rostro. Se incorporó, tras haber tomado de mala gana una decisión.
—Está bien, iré, pero esto no me gusta nada. Dejarla aquí sin que la atiendan está en contra de todo lo que me parece razonable... ¿y qué pensara lord Trevegne al ver que la he dejado sola y herida? No es propio de caballeros —movió negativamente la cabeza, desconcertado—. Correré como el viento, lady Elysia. No tardaré, se lo prometo —volvió a mirarla, con ojos angustiados—. ¿Puedo hacer algo para que esté más cómoda antes de irme?
—No, estoy bien —logró murmurar Elysia, mientras la sacudía un estremecimiento. El suelo estaba frío y húmedo por las lluvias, y los bosques eran frescos al amparo de los árboles.
Charles se quitó rápidamente la casaca y la colocó sobre los temblorosos hombros de Elysia antes de dirigirse corriendo hacia su caballo, montarlo y desaparecer al galope entre los árboles evitando apenas golpearse contra las ramas bajas.
Elysia mostró una sonrisa como una mueca y esperó que su salvador no tuviera también que ser salvado. Cerró los ojos. El sol, asomando entre las ramas de arriba, encontró un camino y derramó su luz cegadora sobre su cara y sus ojos. Se movió para probar las piernas y se mordió el labio al sentir un agudo pinchazo en el tobillo. Debía de haberse enganchado en el estribo cuando cayó del lomo de Ariel. ¿Ariel? ¿Dónde estaba?
Elysia volvió la cabeza, preocupada, y se apaciguó al ver al animal de pie, nervioso, a unos metros de distancia, relinchando suavemente, mientras miraba a su ama, echada en el suelo.
—Tranquilo, muchacho, todo está bien, amigo —canturreó Elysia con una voz suave que apaciguó y tranquilizó a la gran bestia. Agachó la cabeza y, satisfecho, empezó a mordisquear la hierba.
Elysia no tenía sensación del paso del tiempo mientras sentía que el cálido sol golpeaba su cara, hasta que desapareció el brillo bajo los párpados... como si una sombra se hubiera interpuesto ante el sol. Lentamente Elysia abrió los ojos, y los clavó en una cara inclinada sobre ella... una cara conocida, en cuya cabeza el sol creaba un halo.
Era raro no sentirse distinta. Siempre había creído que, al morir, iba a hundirse en la oscuridad, que todo dolor desaparecería. Uno simplemente iba a flotar... pero seguía sintiendo dolor, y el duro e incómodo suelo bajo su espalda. Pero, ¿cómo podía estar viva y ver lo que estaba viendo? Elysia gimió incrédula, y murmuró, casi incoherente:
—No me siento morir, y sin embargo debo de estarlo, puesto que vuelvo a verte otra vez —sus palabras fueron interrumpidas por un sollozo que surgió de lo más profundo—. ¡Oh, lan, mi querido lan! ¡En la muerte volvemos a encontramos!
—Mi preciosa —murmuró una voz consoladora— no estás muerta. Y yo no estoy muerto. Tócame, tantea. Tengo calor... y vivo —tomó una de las frías manos temblorosas de ella y llevó los dedos a su cuello tostado, donde ella pudo sentir el loco palpitar del pulso.
Los ojos de Elysia se llenaron de lágrimas, que desbordaron y corrieron por sus pálidas mejillas.
—¿lan? —preguntó dudosa, temiendo que él desapareciera si alzaba un poco más la voz.
—Sí, aquí estoy, Elysia, mi adorada hermana. ¿Pero qué haces tú aquí?... Y, lo que es más importante, ¿estás gravemente herida? —recorrió con los ojos la figura de ella, examinándola, y el azul de sus ojos se oscureció hasta la negrura al ver la mancha de sangre en el costado de ella. Sus labios se apretaron y Elysia gimió suavemente, cuando los delicados dedos de él tantearon con habilidad la herida.
—No creo que la bala siga alojada... debe haber atravesado solamente tu costado. Por suerte no ha dañado órganos internos, pero has perdido sangre. Te caíste de Ariel, ¿verdad? Eso no fue bueno. Procuraré detener la hemorragia... te dolerá, pero tengo que llevarte a un médico, Elysia. No puedo dejarte aquí —hablaba con voz de mando. Distraída, Elysia, percibió la nueva nota de autoridad en la voz de su hermano, e hizo una mueca cuando él apretó su pañuelo contra la herida. Se ha convertido en un hombre en los últimos años, pensó ella con orgullo, en medio de una niebla de dolor, al ver los anchos hombros de él y su cara más de hombre, donde se habían marcado arrugas de experiencia.
—Ian, ya ha ido alguien a buscar ayuda —dijo, cuando él terminaba el vendaje.
—¡Se ha ido! ¿Y te dejó aquí? ¿Sola y herida? —exclamó con una ira que igualaba la primera reacción de Charles.
—No había otra solución. Charles no podía llevarme de vuelta a casa solo. Alguien mandará un coche a buscarme.
—Está bien, Elysia, pero debes contarme qué ha pasado. ¿Y qué haces aquí en Comwail? ¿Están aquí papá y mamá? —preguntó, y una expresión de alegría iluminó momentáneamente sus ojos al pensar en ver a sus padres.
Elysia suspiró profundamente y, mirándolo a los ojos, se preparó para la nueva tarea que le provocaba un dolor mucho más intenso que el de la herida.
—Ian...
—Sí... —dijo él, y frunció el entrecejo, intuitivamente prevenido por el tono de ella.
—Ian, papá y mamá han muerto —Elysia tomó entre sus pequeñas manos la gran mano de él y la sostuvo con firmeza, mientras proseguía entrecortada—: Murieron en un accidente. El nuevo faetón de papá volcó... no, Ian, por favor —dijo apresurada al ver el espasmo de dolor y horror que sacudía las facciones de él—. Murieron instantáneamente. No sufrieron... se fueron juntos, Ian. Es como lo hubieran deseado. Además, Ian —añadió Elysia— nunca supieron que se te había dado por desaparecido y declarado muerto. Creían que seguías luchando gallardamente en el mar. Esto, al menos, debemos agradecerlo.
Las manos de Elysia estaban doloridas por la presión de la gran mano de Ian, que las oprimía. La cabeza rojiza de él estaba inclinada, y ella sintió la humedad de sus lágrimas caer sobre las manos unidas.
—¿Cuándo? —logró preguntar él al fin con voz ronca.
—Hace más de dos años —contestó Elysia, observando los esfuerzos de él por reponerse.
—Es mejor que te eches y te quedes quieta —dijo él, cuando ella procuró incorporarse sobre los codos. Una expresión meditabunda cerró su cara al apartarse de ella. Elysia no podía permitir que el dolor lo desgarrara, como le había pasado a ella.
—No, me hace bien hablar... aparta mi mente de esto. Ian miró a Elysia curiosamente.
—¿Qué estás haciendo aquí? No recuerdo que tuviéramos ningún conocido en Cornwall. ¿Estás visitando a alguien?
Elysia se preguntó como podría explicar su residencia en Westerly y todo lo que había pasado en los últimos dos anos.
—Te las has arreglado muy bien —prosiguió él, sin percibir el silencio de ella, y después preguntó agudamente—: ¿Una acompañante? ¿Quién te acompaña en Rose Arbor? Tenemos una penosa falta de parientes, si la memoria no me falla. Tienes una acompañante, ¿verdad. Elysia? —preguntó con desconfianza, enterado de la tendencia de ella a la independencia y la rebeldía.
—Rose Arbor tuvo que venderse, Ian —dio ella bruscamente, detestando tener que volver a herirlo—. Todo se ha perdido. Todo lo que hemos conocido ya no existe... no tenemos nada.
—¡Perdido! —exclamó lan, incrédulo—. ¿Cómo?
¿Qué ha pasado?
—Estábamos en deuda. Todo tuvo que venderse para pagar a los acreedores.
—¿Y tú, Elysia? ¿Qué ha sido de tí? ¿Supongo que no habrás tenido que buscar trabajo? —preguntó con orgullo ultrajado y arrogancia, al pensar que su hermana había quedado sin un centavo y despojada. Después pareció advertir por primera vez la elegancia de ella, y las ropas a la moda que llevaba. Una expresión de incredulidad apareció en sus ojos y dijo sombrío—: ¿Algún hombre... se ha convertido en tu protector?
Elysia le clavó los ojos, sin comprender por un momento y después, cuando entendió lo que insinuaba, se ruborizó en una roja oleada de vergüenza, y dijo, llena de reproche:
—Ian, ¿como es posible que creas que puedo caer tan bajo? —y lo miró como un animal herido a quien han dado un golpe cruel.
Ian se inclinó hacia adelante y besó la mejilla de su hermana, mientras explicaba tristemente:
—He visto muchas cosas que atormentan y desgarran el corazón desde que me fui de casa para que algo me impresione o para quedar sorprendido por lo que pasa. La humanidad ha convertido este mundo en un infierno vivo. Guerra, muerte, destrucción. Nunca creí poder ver jamás tanta crueldad como he visto —dijo, y el dolor del recuerdo ensombreció sus ojos.
—Ian, esto te parecerá una locura, pero: ¿cómo es que no estás muerto? Recibimos una carta del Ministerio diciendo que te habían matado. Llegó el día después de la muerte de papá y mamá.
—¡Oh, pobrecita! ¡Lo que debes de haber pasado sin nadie para consolarte! Pero lo cierto es que de verdad creyeron que yo estaba muerto. Habíamos iniciado una batalla con dos grandes navios de Napoleón. Mi barco era inferior en categoría, en cañones, en tripulación. No teníamos ninguna posibilidad, pero hicimos un valeroso esfuerzo, hasta que nos hirió la descarga de unos grandes cañones como espero no volver a ver. Nos hundimos como un plomo... con toda la popa en llamas. Algunos de la tripulación fueron recogidos por los franceses... destinados a las cárceles; otros, heridos, no tenían posibilidad de salvarse... y se ahogaron. Yo tuve suerte porque me aferré a un trozo del casco, que me ocultó y pude alejarme. Estaba decidido a no terminar en una prisión francesa... de las que rara vez se sale vivo. Estuve a flote varios días... he perdido la cuenta en aquel mar interminable. Casi no pude creerlo cuando vi un punto en la distancia. Creí que era un espejismo, o peor aún, que me había vuelto loco, hasta que percibí que era una isla. Era algún lugar en el Mediterráneo, y tardé dos años en atravesar Europa y regresar a Inglaterra. Estuve enfermo varios meses... y eso me demoró. Y después el "Boney's Pinest" ayudó a tenerme oculto. Viajaba sólo de noche, para no tropezar con sus tropas. Mi francés me sirvió de mucho... nunca le he estado tan agradecido al constante machacar de verbos del viejo Jacques, cuando era nuestro tutor —añadió riendo.
—Cuando llegué a Londres tenía un conocimiento bastante bueno de los movimientos de las tropas napoleónicas y de sus posiciones en el Continente. El ministro quedó muy sorprendido... y contento... de tener una charla conmigo. Sólo hacía tres meses que había regresado y, debido a algunas de las informaciones vitales a las que había tenido acceso, el departamento me necesitaba para que las completara. Pensé que era mejor terminar el asunto antes de dirigirme hacia el norte para veros a ti, a papá y a mamá. Comprendí que un mensaje diciendo que estaba vivo después de tanto tiempo podía perturbar mucho si yo no estaba presente para probarlo. Por lo tanto decidí esperar hasta poder ir personalmente. No necesitaba preocuparme, porque las alegres noticias habrían sido mandadas a desconocidos —dijo con amargura.
—Oh, Ian —dijo Elysia con suavidad, los ojos llenos de compasión.
—¿Dónde diablos están? —preguntó Ian con voz ronca, mirando por encima del hombro hacia el paisaje vacío—. ¿Dónde ha ido ese hombre, cómo se llama?
—Charles.
—¿Y dónde ha ido ese Charles? —dijo lan con un juramento que logró contener a medias en un gruñido—. Ya debería haber vuelto de la aldea hace rato.
—No ha ido a la aldea... —Elysia aspiró profundamente—. Ha ido a Westerly.
—¿Westerly? ¿Para qué demonios ha ido allí? Está varias millas fuera del camino. ¿Estás parando allí?
—En cierto modo, sí.
—¿De qué modo? ¿Eres institutriz o algo semejante?... No, no es posible. El marqués no tiene hijos... de hecho ni siquiera está casado. No deberías alojarte allí, Elysia. Es un hombre de mala reputación. No te confiaré a él, querida. Tendremos que encontrar otro sitio para que te alojes —dijo, mirándola intrigado—. ¿Cómo es posible que estés ahí? Supongo que no estarás allí sola...
—Ian, temo que tendrás que confiarme a él. ¿Sabes? Estoy casada con el marqués —dijo Elysia con gravedad. Ian pareció incrédulo, y por un momento quedó sin habla.
—¿Casada? —repitió, como si no pudiera creerlo—. Por Dios, Elysia, ¿cómo ha podido ocurrir esto? Me siento en medio de un torbellino. ¡Hay tantas cosas acerca de las que estoy a oscuras! Yo no...
Ian ladeó la cabeza, escuchando con atención; después, tomando la mano de Elysia, dijo:
—Oye, Elysia, llegan jinetes y oigo un carruaje a lo lejos... pronto llegarán a recogerte. Dios sabe que no quiero dejarte, pero debo hacerlo... no hables, tengo prisa. Esto es de la mayor importancia. No debes hablar de mí con nadie. Estoy aquí en una misión, y sena desastroso que me descubrieran, de manera que debes olvidar que has hablado conmigo. Pero quiero saber de tu salud de todos modos. ¿Hay alguna manera de que pueda mandarte un mensaje o verte?
—Jims dirige las caballerizas. Es el caballerizo principal —recordó Elysia súbitamente.
—¿Jims? ¿Jims está aquí? —dijo Ian lleno de excitación—. Esto es maravilloso. Me pondré en contacto con él. Pero ahora debo irme... el tiempo apremia. Si supieras hasta qué punto me duele dejarte —dijo, mirando el pálido rostro de ella—. Tengo ganas de quedarme —dijo, vacilando en levantarse.
—No, debes partir, yo me sentiré bien si viene Alex. Por favor, Ian, debes creerme —suplicó Elysia.
—Bueno, lo haré, querida, pero me siento como un cerdo. Y te prometo descubrir a la persona que te ha herido. Probablemente sea algún ratero o un vagabundo de estos lugares —la besó en la mejilla y luego el sol dio de lleno en los ojos de ella cuando él se apartó, cegándola momentáneamente. Cuando Elysia miró alrededor él se había ido... y fue como si nunca hubiera estado presente.
Elysia oyó el furioso redoble de los cascos de un caballo que galopaba a todo lo que daba, y después sintió que la levantaban unos brazos vigorosos y cálidos y que la sostenían segura... aunque con una curiosa suavidad. Sintió el caliente aliento en su mejilla y abrió los ojos y contempló la cara preocupada de Alex, los ojos dorados entornados en medio de la preocupación.
—Milady, parece que te has metido en otra aventura
—dijo él con voz burlona pese a la salvaje expresión de sus ojos.
—Nuevamente he provocado inconvenientes, milord
—logró decir con viveza Elysia, antes de desmayarse.
Elysia pasó los días siguientes en cama, bajo los cuidados maternales de Dany. Era una tirana en el cuarto de los enfermos, y estaba encantada ahora que tenía dos pacientes a quienes atender. Peter estaba aún convaleciente, aunque mejoraba rápidamente, con el poder de recuperación de los jóvenes y fuertes. Ya estaba creando alborotos, en medio de su aburrimiento e impaciencia, con cualquiera que entrara en su cuarto, especialmente entre las doncellas jóvenes.
Elysia recibió ramos de flores y cestas de fruta, con mensajes de Blackmore Hall y de los invitados con los que había cenado. Todos se preocupaban solícitos por su salud, con excepción de lady Woodley.
Elysia empezaba a cansarse de estar encerrada, y se sentía cada vez más inquieta a medida que las largas horas transcurrían con lentitud. Sólo tenía una herida superficial, que se curaba rápidamente, y el tobillo le dolía ahora menos, aunque había quedado casi rígida y magullada por los moretones y la tensión muscular. También estaba preocupada por Ian. ¡Descubrir que él estaba sano y bien era un milagro! Ya no estaba sola... tenía otra vez a su hermano. Pero ahora, no poder verlo ni hablar con él era una agonía. Elysia había recibido unas palabras de Jims, por medio del muchacho de las caballerizas, vía el lacayo de abajo, vía la doncella de arriba, y finalmente vía Lucy... diciendo que había visto a Ian y que todo estaba bien.
Alex dividía su tiempo entre los cuartos de los dos enfermos, a los cuales prestaba igual atención. Acercaba una silla a la cama de ella, le leía y charlaba, haciéndola reír alegremente y olvidar su aburrimiento, y de este modo Alex representaba el papel de un marido cariñoso y devoto. Podía ser encantador cuando quería, y era un actor muy capaz, pensaba ella secamente. ¡ Si por lo menos pudiera saber cuáles eran de verdad sus sentimientos! Había parecido preocupado cuando la encontró herida y dolorida en los páramos, tenía que reconocerlo. En el viaje de regreso a Westerly la había tenido en sus brazos, sin dejar que nadie la tocara, hasta que Dany la había atendido. Estaba furioso y deseaba encontrar al tonto que accidentalmente la había herido... pero no se encontraron huellas de nadie. Elysia había sentido un momentáneo estremecimiento de miedo, pensando que podían descubrir a Ian y creer que él era el vagabundo en cuestión.
Elysia tironeó distraída el borde de encaje de su vestido, e incapaz de soportar más hizo una mueca hacia las burlonas caras silenciosas del biombo de laca que la acompañaba.
—No pueden contestar su mueca, pero yo sí puedo —dijo una voz divertida desde la puerta.
Sorprendida, Elysia miró al joven que estaba ante ella, riendo; en su cara se veían aún las huellas de su reciente enfermedad, y le hizo una mueca grotesca.
—Asustará usted a esas caras pintadas en el biombo si continúa —rió Elysia.
—Sospecho que está usted tan aburrida como yo al tener que estar acostada —dijo él, dejándose caer agradecido en un mullido sillón ante el caliente fuego.
—¿Ya puede usted estar levantado y andando?
—Si me quedo un minuto más en esa condenada cama me quedaré pegado a ella —afirmó él con pasión—. Soy su cuñado, ¿sabe? Peter Trevegne.
—Lo supuse. No acostumbro a invitar a desconocidos a mi salón —aunque no lo hubiese reconocido enseguida como al joven que habían bajado aquel día del carruaje, habría sabido quién era... porque se parecía mucho a Alex, con aquella mata de pelo negro como alas de cuervo y facciones de halcón. Aunque los ojos eran de un suave azul... y amistosos.
—¡Espero que no! Y espero no seguir siendo para usted un desconocido —dijo él, y sus ojos parpadearon, flirteadores.
—No creo que deje de serlo... es usted demasiado recto para dejar que eso pase —replicó Elysia, con picardía.
—¡Dios me valga! Alex dijo que no era usted un ratoncito asustado —rió él, con placer.
—¡En verdad no lo soy! Pero debo disculparme por ser un total fracaso como dueña de casa. Aunque este es su hogar, tengo que atenderlo y satisfacer sus necesidades... no al contrario.
—¡Por favor, no lo haga! Ya he visto bastante como para que me dure dos vidas, con Dany echándome en la garganta ese condenado brebaje de brujas, y las doncellas murmurando y riéndose de mí como un nido de gorriones... y todo el tiempo teniendo que guardarme mi curiosidad —dijo Peter, con tono apenado.
—¿Acerca de mí? Como usted puede ver no hay nada de curioso en mí.
—El hecho de que sea usted mi cuñada es bastante para provocar asombro. Si alguien me hubiera dicho hace un mes que Alex iba a estar ahora casado, hubiera sospechado que esa persona tenía pájaros en el cerebro. Si no conociera tan bien a mi hermano, sospecharía que usted ha dado el golpe del siglo... pero me inclino a creer, ahora que la he visto, que no ha tenido usted jamás posibilidad de escapar de Alex... él se apodera de lo que desea. Le daría el consejo, en caso de suponer que pudiera servirle para algo, que no cruce espadas con Alex —previno Peter— y al verla a usted comprendo que no será así. Y yo sé... he estado al borde del límite cada vez que he tenido una confrontación con Alex.
—Su aviso llega demasiado tarde, ya me he quemado los dedos... pero no me dejaré tiranizar —dijo ella enfáticamente a Peter con una expresión dura en sus ojos verdes.
—Alex tiene razón: posee usted carácter. Ciertamente va a estar ocupado —rió, divertido ante la idea de que Alex encontrara dificultades.
Pero Elysia no rió: Alex no iba a querer perder tiempo con ella. Tenía ahora a la preciosa viuda para mantenerse ocupado. Lo había visto desde su ventana cabalgando con lady Woodley, la mujer que había afirmado, llena de confianza, que él volvería con ella.
—Es raro que no la haya visto nunca en Londres —dijo Peter, cuando se oyeron otras voces en el vestíbulo y se abrió la puerta del salón para dejar paso a Charles y a Jean Claude D'Aubergere. El conde traía un gran ramo de rosas amarillas que ofreció a Elysia, inclinándose profundamente sobre su mano, que rozó levemente con los labios.
—¡ Verla a usted tan enferma! Mataría al demonio que se ha atrevido a hacerle esto,mon petit ange —exclamó con voz palpitante, sus ojos oscuros mirando acariciantes los blancos hombros que surgían tentadores del encaje alrededor del cuello de la bata de seda verde.
—Es usted muy amable en venir a visitarme, conde, y gracias por las preciosas rosas —Elysia acercó las fragantes flores y aspiró su perfumada belleza.
—¿Cómo estás, Peter? —preguntó finalmente Charles apartando de mala gana los ojos de la figura reclinada de Elysia.
—Podría estar muerto y no lo habrías notado —se quejó Peter con resignación, observando la expresión de enamoramiento de Charles.
Charles se ruborizó y le lanzó una mirada significativa.
—Estás fastidiado porque el conde no te ha traído flores ati.
El conde pareció estupefacto y lanzó una mirada apologética a Peter.
—Me siento muy turbado... ignoraba que esta fuera la costumbre... pido perdón.
Peter frunció el entrecejo enojado cuando Charles lanzó una carcajada y, reprimiendo una sonrisa, Elysia explicó al apenado conde que simplemente estaban bromeando.
El mentón del conde se elevó aún más y miró desde lo alto de su fina nariz aristocrática a los dos jóvenes ingleses sentados en elegantes asientos de brocado, las largas piernas estiradas con descuido, y sus labios se apretaron.
—En mi país no es cortés burlarse de un invitado —recordó, con voz dura y ofendida.
Peter tuvo la gracia de mostrarse levemente avergonzado.
—Discúlpeme, conde, pero no fue dicho para ofenderlo —lanzó una mirada apaciguadora a Charles, que se movía incómodo—. El no siempre piensa antes de hablar.
—Eso me parece algo que tú y Charles tenéis en común, Peter —dijo Alex, que entraba en el salón, todavía con ropa de montar. Miró alrededor, hacia todas las cartas que se volvían, y después sonrió de lado.
—He dejado a mi mujer desatendida y descansando por un momento y ¿qué encuentro al volver? Mi mujer rodeada por todos sus admiradores... ¡y ciertamente has conseguido bastantes!
—No tantos como tú, milord, supongo —replicó Elysia. En verdad él parecía un poco desconcertado al verla rodeada de visitas. Ella casi imaginó que él estaba celoso... pero eso era absurdo. ¿Acaso no acababa de llegar de cabalgar con la demasiado atractiva viuda? Si él podía disfrutar de la compañía de otros, entonces ella también lo haría... pese al obvio desagrado que provocaba.
Elysia le lanzó una mirada entre las pestañas bajas. ¡Estaba tan apuesto con los pantalones de montar y las botas altas, mientras escuchaba cortésmente al conde! El conde podía ser un moreno buen mozo... su perfil recordaba a un dios griego, sus ojos ardían cuando la miraban, sus labios eran sensuales, pero prefería el físico frío y bello de Alex. El exudaba poder y fuerza con cada movimiento de su gran cuerpo musculoso. El conde parecía desvanecerse en la insignificancia a su lado; hasta parecía afeminado, con sus blandas manos blancas y sus gestos teatrales.
—Bueno, he perdido. Hoy debía ser el encuentro... y yo hubiera ganado con mi pájaro, ¿eh. Charles? —declaró Peter inesperadamente.
—Es el gallo mayor y más mezquino que he visto. Hubiera apostado a él toda mi renta.
—Nunca he perdido tanto tiempo con una cosa —dijo Peter con disgusto —y todo para nada... preparamos esta pelea contra el de Peterson... había que poner de una vez por todas fin a sus infernales compadradas.
—Ignoraba que la gente entrenara a gallos para las peleas —comentó Elysia—. Creía que se encontraba uno y se lo lanzaba libre en el cuadrilátero.
—Peter le lanzó una mirada ofendida y resopló con fuerza.
—Es una suerte que usted no apueste, o se quedaría pronto con los bolsillos vacíos. Es una ciencia... un arte... eso de educar y entrenar a un buen gallo —prosiguió como si hablara con un niño—. Suele estar en su mejor momento a eso de los dos años, cuando se inicia un programa severo de entrenamiento para ponerlo en condiciones. Entrené a mi gallo durante seis semanas, haciéndolo pelear con varios pájaros para que practicara.
—¿Y no lo lastimaron?
—No, sus espuelas están cubiertas, claro está —contestó Peter exasperado—. ¿No sabe usted nada, Elysia? Sólo llevan espolones en la verdadera pelea.
—¿Qué son espolones? —Elysia rió, y pareció confusa—. Temo que esto sea totalmente incomprensible para mí.
—Un espolón, querida —explicó Alex, divertido— empieza por ser una espuela. Está hecho de plata y tiene unas dos pulgadas de largo, y se curva de la misma manera que el estilete de un cirujano... y de manera igualmente mortal.
—¡Es perfectamente atroz! —protestó Elysia—. Es cruel e inhumano. Y a ustedes, claro, les gusta este... deporte, aunque no se me ocurre nombrarlo con una palabra más apropiada.
—La verdad es que a mí me parece más bien desagradable. No es en modo alguno algo que me divierta —comentó Alex, con voz cansada.
—Bueno, a mí no me gusta en lo más mínimo, y me parece despreciable... aunque no amo especialmente a los gallos.
—No presentaría un pajaro que no fuera capaz de defenderse —dijo Peter, inmutable en la defensa de su depone—. Me he tomado mucho trabajo y esfuerzo para entrenarlo. Me he ocupado yo de todas sus necesidades... incluso me he levantado temprano para ayudar a prepararle la comida. ¡Y también lo he hecho sudar en una cesta de paja antes de alimentarlo! Después, al atardecer, hay que sacarlo de la cesta, lamerle los ojos y la cabeza con la lengua —continuó, entusiasmándose con el tema, hasta que fue interrumpido por las exclamaciones sofocadas de desagrado de los otros.
—¡Dios me valga! ¡Espero que no hayas lamido a ese maldito pajaro! —exclamó Alex, atónito.
—Claro que no —exclamó Peter indignado—. ¿Por qué me tomas... por una corneja con plumas de pavo real? No soy como Tom Noddy, tengo uno de los muchachos de las caballerizas para que lo haga, lógicamente.
—Ah,je ne suis pas dupe certe fois —dijo el conde burlón—. Vous plaisantez.
—No, mucho me temo, conde, que esta vez Peter habla en serio. No bromea, y nunca me sorprende a los extremos a que puede llegar cuando se mete en algo —dijo Alex con resignación.
—Mon Dieu —murmuró el conde, sacudiendo con sorpresa su cabeza rizada y castaña—. ¡Ay, ustedes, los ingleses! Pero debo dejarla —se disculpó, lanzando una mirada nostálgica a Elysia—. Espero disfrutar del placer de su compañía pronto, cuando esté usted completamente recuperada —le besó la mano, pero sus oscuros ojos estaban fijos en la boca de ella—. Je suis
enchanté
.
—Gracias por las preciosas rosas, monsieur le comte —agradeció Elysia graciosamente, soltando la mano del apretón de la del conde, cuando notó que los ojos de Alex se estrechaban mientras esperaba para acompañar al francés a
la puerta.
—Un tipo raro —comentó Peter cuando la puerta se cerró tras el conde y Alex—. No entiendo todo ese parloteo en francés. El tipo tampoco tiene sentido del humor. —Peter se puso de pie de mala gana y se dirigió a la puerta—. Es mejor también que me vaya, me estoy enmoheciendo —miró
a Charles—. ¿Vienes?
—Un momento—contestó Charles vacilante, mirando
nervioso alrededor.
Peter se detuvo ante la puerta.
—¿Sabe, Elysia? Es usted una persona estupenda. No creía poderme entender con nadie que se casara con Alex. La sangre se me agitaba ante la idea de quién podría ser. No conocía a una mujer a quien hubiera querido llamar cuñada, Dios me valga. Pero usted es de pura raza —murmuró con timidez, porque no tenía costumbre de mostrar sus sentimientos, y salió rápidamente del cuarto.
Charles tosió, se aclaró la garganta, y nerviosamente pasó su peso de uno a otro pie. Extrajo un pedacito de papel de la casaca y lo dejó caer en el regazo de Elysia. Su color era subido cuando dijo, vacilando:
—No me gusta mucho inclinar la rodilla ante los poetas y gente similar... no soy un erudito... nadie puede acusarme de eso, pero... —se detuvo, no sabiendo cómo seguir—. Tenía que escribir eso para usted. No me pregunte de dónde provienen las palabras, porque no lo sé. Es algo que nunca me ha sucedido antes —parecía desconcertado ante la experiencia.
Elysia desdobló el papel y leyó los versos rápidamente garabateados:
Verdes, verdes ojos, como la hierba verdes, pelo rojo dorado con brillo de sol, suave, suave piel, cremosa como azucares, nuestros corazones cantarines latirán a un tiempo.
Miró al joven que estaba ante ella incómodo, esperando con ansiedad su reacción.
—Charles... esto es lo más bondadoso y comprensivo que alguien haya hecho por mí, lo guardaré siempre. Gracias, querido Charles —Elysia se puso de pie en un impulso y besó la colorada mejilla en el momento en que se abrió la puerta del salón para dejar pasar a Alex, que se detuvo bruscamente ante el abrazo aparente de Elysia y Charles.
Charles se inclinó y rápidamente se retiró de la habitación ante el entrecejo fruncido del marqués. Su corazón cantaba en el momento de cerrar la puerta, y marchó dichosamente por el salón, con una amplia sonrisa en la cara —ignorando las miradas de las rientes doncellas que atisbaban.
—Bueno, bueno, no sabía que regalaras con tanta facilidad tus besos... ¿o es sólo a mí a quien no quieres otorgarlos? —preguntó Alex sarcástico—. Creo recordar que una vez dijiste que eras muy escogida en tus gustos. Ignoraba que te gustaran los jóvenes novatos y superficiales que acaban de salir del colegio.
Acortó la distancia entre ellos con un rápido movimiento hasta plantarse ante Elysia.
—Tenía la impresión que te gustaban los besos de un hombre, y sus caricias.
Alex tendió el brazo y la estrechó con fuerza contra él.
—Creía que respondías cuando este hombre ponía sangre en tus venas, cuando tu respiración era entrecortada y agitada. ¿Acaso no sentiste calor cuando él cubrió tu cuerpo niveo con sus besos? —murmuró torvamente, besuqueando el cuello y las orejas de ella, sus labios acariciando lentamente la garganta. Los brazos de Alex se apretaron alrededor de Elysia, la atrajo más hacia sí, hiriendo su costado aún no curado.
Elysia se estremeció cuando los labios de él separaron los suyos y él la besó profunda y apasionadamente, su boca sujetando posesiva la de ella como si no pudiera soportar dejarla. Después, bruscamente, la levantó y la llevó a su cuarto, donde la colocó suavemente sobre la cama en la que ella sólo había estado antes una vez. Elysia cerró los ojos y esperó. Quería esto... aunque sólo fuera deseo y no amor, de parte de él. Tomaría lo que pudiera... ¡al diablo con el orgullo!
Elysia sintió que las duras manos de él recorrían su cuerpo, le quitaban la bata y el peinador impacientes, hasta que ambos quedaron echados juntos, desnudos, enredados el uno en el otro. Alex daba suaves besos en la boca que se entregaba, murmurando palabras de amante en sus oídos:
—¿De verdad necesitas los besos de otro? —preguntó, y sus labios se endurecieron al volver a besarla, mientras sus dedos se hundían en el pelo de ella, forzando con vigor sus labios sobre los de ella a medida que la besaba. Ella luchó en busca de aliento.
—Fue sólo gratitud —habló Elysia sin aliento—. Ha escrito un precioso poema para mí. Fue muy delicado y sólo me mostré agradecida.
—¡Charles ha escrito un poema! En verdad debes de ser una hechicera... que tiende sus encantos como una tela de araña sobre los mortales no desconfiados. Bueno, te daré algo más que palabras escritas en un papel a cambio de tus hechizos.
Elysia se entregó completamente a su ardiente manera de hacer el amor. Devolviendo beso por beso, acariciándolo hasta que él gimió de placer y deseo, tomándola rápida, urgentemente, hasta que ambos quedaron echados, anhelantes. Siempre unidos, los cuerpos entrelazados con la oreja de ella contra el pecho de él, pudo oír el rápido latido de su corazón.
—Dicen que soy un diablo salido del infierno... pero tú, milady, estás destinada al paraíso. Los antiguos griegos buscaban el Eliseo, pero yo lo he encontrado, y lo tengo entre mis brazos —murmuró Alex con voz densa, mientras sus labios aún la besaban, ávidos—. Llévame allí de nuevo, Elysia —murmuró.
Elysia sonrió tristemente. El cielo y el infierno... ambos compartían un poco de ambas cosas.
12
La crueldad tiene corazón humano y los celos rostro humano, el terror la humana forma divina, y el secreto el ropaje humano.
Blake
—¡Lady Trevegne, despierte, por favor, lady Trevegne!
Elysia murmuró protestando, y se acurrucó más bajo las mantas, subiéndolas hasta los hombros. Pero la enloquecedora e insistente voz persistió, como un zumbido en su oído.
—Por favor, señora, tiene que venir —la voz suplicó llorosa, hasta que finalmente Elysia sintió que la sacudían de su sueño. Se volvió de espaldas y miró hacia la sombría penumbra encima de su cama.
—¿Qué pasa? —preguntó adormilada.
—Soy yo, señora —dijo una débil vocecita junto a la cama.
Elysia extendió la mano para retirar las cortinas de la cama y vio ante sí una figurita vagamente discernible a la luz del fuego.
—¿Quién es?
—Soy la doncella de arriba, Annie... yo... ayudo a veces a Lucy.
—¿Annie?—Elysia bostezó, soñolienta—. Sí, bueno... —bostezó otra vez y suspiró—. ¿Qué deseas a estas horas? Debe de ser más de medianoche.
—Son más de las dos, señora —contestó con rapidez Annie.
—¡Más de las dos! —Elysia se sentó, sacudiéndose el sueño que aún tenía—. Pero, ¿qué sucede?
—Tengo una nota para usted. Me han dicho que le diga que es cuestión de vida o muerte —murmuró la muchacha, tendiendo el papel con un crujido.
Elysia lo tomó con cuidado, y miró desconfiada a la joven criada.
—¿De quién es?
—Ooooh... no debo decirlo. Hay que tener en cuenta que es secreto y además... he dado mi palabra de honor y la cumplo.
Elysia echó hacia atrás las abultadas mantas, se deslizó de mala gana fuera del calor de la cama, y metió los pies en las chinelas cuando sus plantas tocaron el suelo. Se acercó al fuego, abrió la nota, y sus ojos recorrieron rápidamente el contenido, mientras la luz del hogar proyectaba sombras en su rostro.
—Saca mi capa del armario, Annie. La oscura con capucha de piel... pronto. Tenemos que darnos prisa. Annie... ¿qué pasa? ¿Me oyes?
Elysia se envolvió en la tupida capa y se echó la capucha sobre el pelo.
—¿Hay detrás alguna escalera que nos deje cerca de los establos, Annie? —preguntó Elysia a la muchacha.
—Oh, sí. Están las escaleras del costado... las de servicio.
—Llévame rápidamente... y en silencio. Nadie debe saber adonde vamos —previno a la doncella mientras se precipitaba fuera del cuarto; el borde de su capa, como una oleada de viento, pasó sobre la mesa y arrojó flotando la hoja de papel en el medio del cuarto.
Elysia siguió a la doncella, que se escurría por corredores oscurecidos que parecían interminables, hasta que finalmente se detuvo ante una puerta sencilla y estrecha; la vacilante llama de la vela que llevaba en la mano era la única
guía.
—Por aquí, señora. Pero tenga cuidado, porque es muy
empinada. Los establos quedan directamente enfrente.
—Gracias, Annie. Y ahora recuerda: llamaré dos veces —explicó— para que me hagas entrar. No sé cuánto tiempo
tardaré.
—Oh, señora —exclamó Annie con voz asustada—.
No me gusta mucho eso de quedarme aquí en la oscuridad.
—Nada te puede pasar aquí en la casa, Annie.
—Bueno, uno nunca sabe lo que pasa de noche... puede venir algún franchute... que quiera degollarnos —hizo una pausa temerosa—. Después de hacemos algo peor con el cuerpo, si usted me entiende —siguió de pie meneando la cabeza mientras contraía los hombros y cruzaba los delgados brazos a su alrededor, como protegiéndose.
—Si te quedas inmóvil como un ratón... sin agitarte... estarás a salvo. Siéntate y espérame —dijo Elysia con autoridad, ansiosa por partir, mientras conducía firmemente a la tímida muchacha a una silla cerca de la puerta. La chica se sentó allí, en el borde, temblando tanto como la vacilante llama de la vela.
Elysia llegó sin contratiempos a las caballerizas y entró por una puerta lateral que no se percibía desde las ventanas de la casa. Notó el fuerte olor de los caballos y del heno mientras avanzaba en silencio ante los compartimientos, y el ocasional relincho de un caballo que la saludaba acompañaba el paso de su capa, cuando se abría camino hacia una débil luz en un rincón de los establos.
—¡Ian!
—Chist —previno Jims, llevándose un dedo a los labios—. No conviene que todo el establo se despierte ahora, ¿no le parece, señorita Elysia?
—Ian, ¿qué te ha pasado? —preguntó Elysia, arrodillándose junto a su hermano sobre la paja y tomando con cuidado la golpeada cara de él entre sus manos.
—Supongo que no me creerás si te digo que choqué de bruces contra un árbol —dijo él débilmente, bromeando.
—No, y más bien me parece... por el aspecto que tienes y el olor, que se trata de alguna pelea en una taberna —afirmó Elysia indignada, frunciendo la nariz con desagrado. Mojó un poco de algodón en agua y lo aplicó con cuidado contra el ojo hinchado de su hermano, sosteniéndolo con firmeza pese a que él hizo una mueca ante el contacto.
—No sé por qué Jims ha tenido que llamarte por esto. No estás con un atuendo como para estar fuera de la cama. Ya me ocuparé de ti, Jims —dijo él enfadado, con los dientes apretados.
—Vamos, vamos, niño Ian —dijo Jims para aplacarlo, en modo alguno intimidado ante la promesa de castigo de Ian—. ¿Cómo quiere que supiera que realmente no estaba malherido? Al verlo cubierto de sangre y demás... parecía usted medio muerto. La señorita Elysia nunca me hubiera perdonado si no la llamo si usted se hubiese muerto por algo —meneó la cabeza preocupado, contrayendo los labios pensativo—. Me parece que estos lugares no son muy seguros para los Demarice.
—Jims ha hecho bien en llamarme, pero no hablemos de lo que pudo haber sido. Lo importante es saber qué te ha pasado, Ian. Dudo mucho que un árbol te haya dado un golpe en un ojo —dijo ella secamente, limpiando parte de la sangre y la mugre que cubrían la cara de su hermano.
—Tuvo usted una buena escapada, niño Ian —comentó Jims.
—De eso me doy cuenta —gruñó él.
—Al menos ya empiezas a tener otra vez aspecto humano —dijo Elysia, que estaba en cuclillas, tendiendo los trapos sucios a Jims—. ¿Te duele algo en otra parte?
—Mi orgullo ha sufrido un golpe mortal, junto con unos buenos puñetazos en el estómago —dijo él, mientras ella tanteaba con suavidad el cuerpo de él.
—Apostaría a que hizo usted algún daño antes que lo derribaran —dijo Jims con una risita, deleitándose ante la idea de algunas narices rotas y dientes que faltaban.
—No tanto como me hubiera gustado... pero te aseguro que recordarán el contacto de mis puños —añadió el torvamente— y tendrán que curarse algunos moretones antes de que termine la noche.
—Usted siempre ha sabido dar un puñetazo cuando convenía —añadió Jims con orgullo, mientras enjuagaba los trapos sucios en el balde de agua.
—Bueno, lo cierto es que han trabajado con prontitud esta noche —admitió Ian con tristeza— ¡me llenaron de polvo la casaca bastante bien por cierto!
—¿Era más de uno? —preguntó Elysia ultrajada ante la idea de que una banda de salteadores hubiera atacado a su hermano.
—Eran un par de tipos fornidos, de puños duros, a los que no invité para un té a la tarde, mi dulce hermana.
—Oh, Ian, habla en serio. Casi te han roto los sesos, tienes la cara hecha una pulpa, y te quedas ahí tan tranquilo, largando bromas que no me parecen nada divertidas —dijo Elysia furiosa, al borde de las lágrimas.
—Lo siento, querida... sólo quería aliviar la tensión. A veces una broma, sea cual sea su mérito, ayuda.
—No, soy yo quien te pide perdón por reprenderte —dijo Elysia, contrita— ¡pero si supieras hasta qué punto he estado preocupada! No puedo presentarte a mi marido o amigos. Andas por la comarca durante la noche con individuos poco recomendables, capaces de matarte... ¡disfrazado. Dios sabe de qué! Sé que estás metido en algo... ¿puedo acaso ayudarte?
—Hay tanto en juego en este disfraz que no puedo arriesgar nada —dijo él lanzando a Elysia y a Jims una mirada dura—. El futuro de Inglaterra puede estar en el tapete.
—Oh —murmuró Elysia, angustiada.
—Eso es mucho más importante que cualquiera de nosotros en este momento —explicó él— y además no estoy aquí con mi verdadera identidad. La gente me conoce como David Friday.
—¡David Friday! —exclamó Elysia—. ¡Pero no es posible que seas... la persona de quien me habló Louisa Blackmore!
—Louisa Blackmore... ¿ha hablado de mí? —preguntó Ian vacilante.
—Sí, lo ha hecho —contestó Elysia, mirando su cara enrojecida con ojos comprensivos—. La verdad es que está bastante enamorada de ti.
—¿Lo... está? ¿Louisa me quiere un poco? —preguntó él, con un brillo en sus ojos azules.
—Más que un poco. Me parece que la has impresionado bastante, según creo —Elysia lo miró, atónita—. ¿Por qué llevas un hombre falso?
—Cuando no se sabe quién es el enemigo... o qué información posee... entonces hay que tomar todas las precauciones para salvaguardarse a uno mismo y a nuestra misión. Mi nombre ha sido mencionado en el Ministerio, y, como se dice, las paredes oyen. Tal vez exageramos, pero ninguna precaución es demasiado grande, si asegura el éxito.
—Comprendo... y parece muy peligroso —dijo Elysia pensativa, mientras contemplaba el rostro lleno de golpes.
—Sí, estos hombres tratan rudamente a los entrometidos. No me gustaría que te acercaras a una milla de ellos, Elysia... por eso no me gusta que estés metida en esto, aunque sea remotamente.
—¿Cómo han descubierto tu identidad?
—Todavía no saben quién soy realmente, o ya me habrían pescado... para causarme algo más que unos pocos moretones.
Elysia se estremeció ante la horrible idea de lo que podría haber pasado; se apoderó de una de las grandes manos de él y la estrechó con fuerza, como si no quisiera soltarlo jamás. Ian sonrió, comprendiendo que ella debía de estar asustada, y le estrujó la mano para tranquilizarla.
—Creen que soy un marinero sin importancia... deshonorablemente expulsado de la Marina Real, y demasiado aficionado a la botella para que se pueda confiar en mí —lan olfateó con desdén sus ropas, que apestaban a whisky barato—. Tomé la precaución de beber ampliamente esa bebida horrible antes de acercarme demasiado... para el caso de que pudiera verme... cosa que, como ves, ha ocurrido —terminó con disgusto ante sí mismo.
—¿Acercarte a qué? —preguntó Elysia ansiosa.
—Acercarme a un mal círculo de contrabando.
—¿Aquí? Creía que la mayoría de esas historias eran habladurías... ¿y qué pueden importarte unos barriles de coñac y varios metros de terciopelo, siendo como eres un oficial de la Marina?
—Estos hombres no contrabandean sólo esos cargamentos... contrabandean espías franceses, que roban y compran informaciones secretas... cosa que cuesta mucho a nuestro país y a nuestra gente.
—¡Traición! —murmuró Elysia—. Pero seguramente ningún inglés se atrevería a traicionar a su país. ¿Estás seguro de lo que dices?
—Sí —contestó Ian sombríamente—. Hay hombres que descenderán hasta lo más bajo por sus propios intereses. Son capaces de vender su alma por algunos soberanos de oro.
¿Quién pude ser tan traidor como para vender a su país?, pensó Elysia, y un pliegue marcó su frente.
—El caballero Blackmore —dijo lan, respondiendo al pensamiento de ella.
—¿El caballero? ¡Oh, no! Eso es imposible. Vamos... él es... un pavo real hinchado —exclamó Elysia, incrédula.
—Un pavo real ciertamente, pero bajo el brillante plumaje hay un hombre ávido, hambriento de poder... acurrucado como una serpiente lista para atacar si alguien interfiere con sus planes. Representa el papel del anfitrión rico y generoso, pero hace morir de hambre a sus arrendatarios; presenta una cara benigna y afable a sus invitados, pero tiraniza en la comarca, con las más crueles amenazas.
Elysia quedó anonadada, la incredulidad retratada en su rostro. ¿El hidalgo Blackmore? ¿Un traidor, un contrabandista? Pero actuaba como un bufón, un fanfarrón evidente, empapado de orgullo, servil y sumiso ante sus amigos influyentes, y ella jamás hubiera supuesto que pudiera ser peligroso. Elysia recordaba sin embargo cómo había maltratado a Louisa, y a veces el caballero le recordaba a un conejo —saltando por todas partes, torciendo la nariz ante la cosa más pequeña, consciente de cada movimiento en el cuarto, casi como a la expectativa de algún peligro, como si estuviera alerta.
Había sido engañada, cegada por el brillo de su vestimenta, y no había visto al hombre real pero debajo del resplandor, un resplandor que estaba manchado.
—Tenemos que prender a esa banda de contrabandistas traidores antes que tengan éxito con sus planes —prosiguió Ian con voz dura. Elysia lo observaba mientras él hablaba. Había cambiado más de lo que ella se había dado cuenta, porque era un hombre con un propósito: un hombre decidido, que podía ser un enemigo despiadado.
—No quiero meterte en esto, Elysia, pero tú podrías proporcionarme información. Podrías ser mis ojos y oídos. Tienes acceso a Blackmore Hall, cosa que no me ocurre a mí. Debes estar atenta a todos los recién llegados... cualquiera que no hayas visto antes. Y también quiero que vigiles al caballero, y a aquellos con quienes él mantenga conversaciones privadas, aunque dudo que lo haga tan obviamente. Pero nunca podemos dejar de lado lo obvio, que es a veces la mejor manera de ocultar algo. La persona que me interesa especialmente, en lo que se refiere a sus movimientos, es el conde d'Aubergere.
—¿Qué tiene él que ver en esto? —preguntó Elysia sorprendida.
—El es el espía.
—¡Oh,no!
—¿Lo conoces? —preguntó Ian agudamente, y el interés ardió en sus ojos, aunque el izquierdo empezaba a cerrarse por la hinchazón.
—Sí, lo conozco —contestó Elysia con tristeza—. Y no puedo creer que esté complicado. Sé que es francés, pero odia a Napoleón. Sus propiedades han sido confiscadas, y si ahora está sin un centavo se debe a Napoleón. ¿Cómo es posible que sea un agente?
—Lo es —replicó Ian con firmeza—. Tiene en este momento papeles secretos del gobierno que ha robado del Ministerio. Procurará pasarlos a Francia. Tenemos pruebas de que sirve a Napoleón. Y miente cuando dice que sus propiedades han sido confiscadas, si es que alguna vez las poseyó... probablemente ni siquiera sea conde. Y si realmente es lo que dice ser, cosa que dudo seriamente, entonces es como muchos de sus compatriotas, que tratan de recuperar sus propiedades sometiéndose a Napoleón.
Elysia suspiró pesadamente. ¿Nadie era lo que parecía ser? ¿Estaban todos jugando al engaño... haciendo un juego continuo de charadas? Incluso ella ocultaba a los otros sus verdaderos sentimientos. ¡Cuan fácil había sido que sus labios dejaran escapar mentiras!
—El conde ha escondido cuidadosamente los documentos... si oyes o ves algo debes decírselo a Jims, y él me lo comunicará. Hay barcos vigilando las travesías a Francia, pero no podemos dejar que nos vean y huyan. Tenemos motivos para creer que esperan un navio de guerra francés para que los transporte... la información es de gran importancia. Ocurrirá en los próximos días. El sábado será la primera noche sin luna, y no se arriesgarán al cruce en las pocas noches que faltan, cuando todo sea claro y brillante bajo la luna llena, Ian se incorporó, y ayudando a Elysia a ponerse de pie le dio un cariñoso estrujón.
—Tendrás que limitarte a escuchar y observar... nada de averiguar. No quiero que corras ningún peligro. Jims me informará sobre tu salud...
—Pero ya estoy prácticamente curada, Ian —interrumpió Elysia.
—Aún estás débil, no quiero correr riesgos con tu seguridad, y sé que la sangre se te calienta a veces, Elysia, por eso te pido que tengas cuidado —previno lan—, esto no es un juego. Esa gente es peligrosa, y no vacilarán en quitarte del camino si los molestas. Por eso Jims debe saber todo lo que hagas, y tú le informarás... ¿me entiendes, Elysia?
—Sí, Ian —prometió Elysia de mala gana— tendré cuidado.
Ian pareció satisfecho con la respuesta de ella, pero insistió:
—Ahora entenderás, más que nunca, por qué mi identidad debe ser un secreto. Nadie debe conocer mi existencia, ni mi misión, porque no sabemos con certeza quiénes son nuestros amigos. Y ahora vete, antes de que te mueras de frío. Me siento como una persona horrible al informarte, por poco que sea, de este asunto... sólo Dios sabe cuánto me gustaría que estuvieras de regreso en el norte, fuera de esta situación —añadió Ian, preocupado.
—No te preocupes por mí, Ian, estaré bien, y ya tienes demasiadas cosas de qué preocuparte para añadir a estas mi seguridad —dijo Elysia con confianza—. Además, no se atreverán a hacer daño a una marquesa. Estaré totalmente a salvo. Pero, ¿qué pasará con Louisa?
—añadió suavemente—. Simpatizo mucho con ella, y estoy segura que no está metida en esto.
—Claro que no lo está... ¡vamos, es tan inocente como un bebé! —lan parecía abrumado—. Ella también me preocupa pero, ¿qué puedo hacer? —Sacudió la cabeza, derrotado—. Resultará herida pase lo que pase, porque sólo hay una salida para esto, y su nombre quedará manchado.
—Ian lanzó una mirada a Elysia, que estaba de pie ante él, muy quieta—. Cuídala, ¿quieres? Necesitará alguien a quien dirigirse, alguien que la proteja y... —se interrumpió, incapaz de proseguir, despreciando el papel que iba a tener que representar— ...no deseará mi presencia...
—Me ocuparé de ella, lan, pero creo que piensas mal de Louisa. Ella lo entenderá cuando sepa toda la verdad... y no te odiará.
—Vete ahora, querida —murmuró Ian, resignado al camino que debía seguir, e incapaz de creer en las palabras de consuelo de Elysia.
Ella le dio un rápido beso, y colocándose la capucha salió en silencio de las caballerizas, con Jims, que insistió en acompañarla hasta que estuviera de vuelta y segura en la casa.
—Jims —suplicó ella cuando estaban ante la puerta del costado de la casa— cuida de él. El necesita tu ayuda más que yo.
—Vamos, señorita Elysia, me pide usted que vigile al niño lan, y él me pide que la vigile a usted, y ambos saben que ninguno de los dos va a hacer lo que yo les diga. Ustedes siempre harán lo que se les ocurra, ambos son tercos, y nada podrá hacerse para detenerlos —se quejó Jims.
—Pobre Jims, siempre hemos sido un clavo para ti, ¿verdad? —preguntó Elysia contrita.
—Bueno, eso no lo niego totalmente —dijo Jims haciendo una mueca, porque no deseaba que las cosas fueran de otro modo—. Usted sabe que no me agrada la gente sin espíritu, domada, como... tantos, que también están llenos de malignidad y que conozco.
—Por duro que sea, Jims, no pierdas de vista a Ian, ¿quieres? —murmuró ella, antes de desaparecer por la estrecha puerta.
Elysia se estremeció y se quitó la capa, echándola sobre la cama, y se quedó de pie ante el fuego, en busca de calor, y la luz proyectó la silueta de su esbelto cuerpo bajo el delgado camisón de hilo, mientras se frotaba las manos.
Annie la había hecho pasar al oírla golpear, con una alegría que apenas pudo ocultar al ver a Elysia... la cara pálida y los ojos redondos como lunetas tras la espera solitaria en la oscuridad del corredor. Annie se marchó alegremente hacia su propia cama, tras aferrarse al brazo de Elysia como un torniquete, cuando regresaron en silencio.
Elysia se contrajo y apretó los brazos intentando contener su temblor, más por los nervios que por el frío, sospechaba, mientras contemplaba fijamente y pensativa las llamas. De verdad no comprendía cómo podía ser de alguna utilidad a Ian. Ni siquiera sabía por dónde empezar... ni lo que debía escuchar o vigilar. Ahora que sabía la verdad, cualquier acción, por inocente que fuera, iba a parecerle sospechosa. ¿Y qué iba a ser de Louisa? ¿Cómo recibiría la revelación de Ian? No le gustaba pensar que Ian tenía razón al suponer que ella iba a despreciarlo y apartarse de su amistad. Si al menos...
Elysia se volvió, sobresaltada en sus pensamientos por el crujido de una silla. Alex estaba tranquilamente sentado en un rincón del cuarto de ella, y Elysia no lo había visto unos minutos antes, cuando entró. ¿Cuánto tiempo había estado él allí?
—¿Dónde has estado? —preguntó él finalmente, con voz tranquila y mortal, que era una amenaza.
Ella no pudo hablar. La voz se le heló en la garganta y no pudo apartar la mirada de los ojos dorados que parecían arder dentro de su mente y leer sus pensamientos.
—Vamos, ¿no tienes nada que contarme? Creo tener cierto derecho a saber... después de todo soy tu marido. ¿O ya lo has olvidado? Tal vez no creas que tengo derecho a saber dónde se escabulle mi mujer, en medio de la noche... una llamada tan importante que ha desafiado un viento helado, y casi se ha ido arrastrando a cumplir con una cita clandestina.
Se puso de pie y lentamente avanzó hacia ella, como una
pantera
que está a punto de lanzarse sobre su presa. Elysia sintió la violencia apenas contenida de su cuerpo cuando él se detuvo ante ella, cerrando cualquier camino de escape que ella hubiera planeado, mientras la miraba con desprecio.
—¿Valía la pena el esfuerzo? —se burló, y sus labios se curvaron con disgusto, mientras sus ojos recorrían insultantes la figura de ella, el color de sus mejillas, debido al calor del fuego, y el brillo de sus ojos, debido a la sorpresa, con síntomas de pasión—. ¿Acaso tu amante te ha estrechado entre sus brazos y calentado tu cuerpo estremecido con el calor del suyo?
Se apartó violentamente de ella, como si no pudiera soportar mirarla, y empezó a pasear de un lado a otro junto al ardiente fuego, que parecía alimentar su furia. Alex hizo una pausa y miró a Elysia.
—¿Y bien? ¿No tienes excusas plausibles, ni mentiras almibaradas para tratar de engañarme? —demandó—. ¿O vas a quedarte ahí y reconocer descaradamente que has ido a encontrarte con un amante? Habla.
—No tengo mentiras ni excusas. No tengo nada que decir. Puedes creer lo que quieras... aunque te prevengo que las apariencias pueden engañar... y lo que parece ser la verdad no siempre lo es —dijo Elysia tranquilamente, incapaz de defenderse con la verdad para no quebrar la solemne promesa hecha a lan. Alex tendría que aprender a confiar en ella... o creerla infiel.
—¿Me estás amenazando? —preguntó él incrédulo—. Bueno, ha dicho usted la verdad, señora, porque no es lo que la gente cree... una doncella joven e inocente... ¡dulce y gentil, y tan honorable! —rió cruelmente—. Eva en persona debe de haberte amamantado. La mentira y la intriga son en ü algo natural. Eres como todas las mujeres... anhelas la excitación de los besos robados...y de los maridos robados. Te has burlado de todos los sentimientos decentes. Tu falsedad y ocultamiento casi ha cerrado mis ojos ante tus verdaderos colores —se apartó de ella, con una expresión de odio contra sí mismo en el rostro ante su propia duplicidad y después, bruscamente, le tendió una delgada hoja de papel—. No creo conocer a este Ian... quizás alguno de tus amantes allá en el norte... ¿o en realidad ibas a Londres a encontrarte con él, y toda esa historia acerca de una tía cruel y maligna y de que ibas en busca de trabajo eran otras mentiras. ¡Hasta es probable que participaras en el plan de Sir Jason, creyéndome un pichón fácil de atrapar! Debo felicitarla, señora, porque ha representado usted el papel de la doncella inocente como si hubiera nacido para él.
—Deberías saber mejor que nadie que eres el primero y único hombre con el cual he tenido intimidad —dijo finalmente Elysia, defendiéndose.
Las manos de Alex se cerraron con fuerza, y un músculo palpitó a un lado de la mejilla, como si ya no pudiera contener la ardiente rabia que había en su interior. Se apartó de Elysia que estaba allí de pie, acusándolo con sus ojos, como de un crimen. Las venas de su cuello sobresalían tensas mientras miraba alrededor del cuarto, hasta topar con la muñequita de porcelana que estaba tentadora sentada, con su sonrisa pintada, recordándole las tretas femeninas y la traición que nunca debía haber olvidado. Quiso deshacerla, convertirla en nada. Extendió la mano y, pese al grito desesperado de ella, tomó la figurita que personificaba todo lo que había llegado a detestar. La arrojó desde la mesa al suelo, donde quedó rota... con la cara hecha trizas.
Elysía pasó ante él y se dejó caer de rodillas, sin tener en cuenta los puntiagudos trozos de porcelana; se inclinó sobre su muñeca y recogió un pedazo de la cabeza... tenía un bucle rubio y pedazos de la cara colgaban de ella. Se dejó hundir más en el suelo, y su cuerpo escudó a la muñeca rota de manera protectora, mientras unos sollozos angustiados surgían de lo profundo de su ser, sacudiendo su cuerpo de manera incontrolada.
Alex quedó como deslumbrado, atónito ante su propia falta de control, hasta que el llanto de Elysia lo despertó de su inmovilidad. Quedó mirando como atontado a la mujer arrodillada que se sacudía con cada sollozo desgarrador. Inclinándose puso las manos sobre los hombros de ella para levantarla, pero ella se apartó de su contacto como si la quemara, y se acurrucó alejándose de él, como un perro castigado.
Alex lanzó por lo bajo un juramento antes de rodearla con sus brazos y levantarla del suelo; la sostuvo con firmeza, aunque ella luchaba por escapar.
—Tranquila, Elysia. Por Dios, no te he pegado. No tienes motivo para alejarte de mí.
Elysia cedió entonces, y se abandonó floja a los brazos que seguían sosteniéndola con fuerza. El la puso con suavidad sobre la colcha de raso, echando hacia atrás su pelo con dedos curiosamente rígidos.
—Elysia, mírame —ordenó, pero los ojos de ella seguían mirando sin ver... no veían nada fuera de los propios y torturados pensamientos. Su cara estaba mortalmente pálida, los ojos rojos e hinchados por el llanto, cuando se inclinó y soltó un trozo de la muñeca rota, el pedazo que mantenía atrapado en un apretón mortal.
—Te odio —murmuró finalmente Elysia con voz sin emoción, mientras él le curaba los arañazos de las manos con un pañuelo, mojado en una garrafa de agua que había junto a la mesita de noche.
Alex se incorporó y dijo fríamente.
—Es un sentimiento recíproco, señora —y con esto dejó la habitación. Elysia sintió la puerta que se cerraba entre ambos cuartos... una puerta que separaba algo más que los dormitorios contiguos. Se incorporó, reclinada a medias, apoyada en los codos, y miró los trozos en el suelo. Yacían ahí, rotos por una mano imperiosa, todos sus sueños y esperanzas, todas las ilusiones... las creencias duramente destrozadas en un segundo por una ira al rojo vivo.
¿Qué podía importarle? Si era sincera consigo misma debía reconocer que ya sentía la erosión y corrupción de sus ideales —simplemente no había querido reconocerlo ante sí misma— probablemente porque era lo único a lo que podía aferrarse. Pero incluso las falsas creencias mueren con dificultad. Lo único que deseaba era ser mimada y amada, querida y protegida, tener una familia a su alrededor. Si perdía la fe en estos sueños, entonces, ¿qué le quedaba en realidad? Prefería morir antes que ver sus sueños hechos trizas.
¿Qué había hecho que fuera tan malo como para recibir este cruel golpe? Elysia lanzó una sofocada risita de desesperación. Haberse enamorado de este demonio... merecía cualquier cosa que el destino quisiera depararle.
13 Y14 Y 15 DEL DESEO DEL DEMONIO
13
Latet anguis in herba.
¡Una serpiente amenaza entre la hierba!
Virgilio
Elysia pasó los dedos sobre el libro encuadernado en cuero fino que sostenía sobre las rodillas, y los intrincados diseños le resultaron toscos al tacto. Alex había vuelto a salir... a alguna parte cabalgando con lady Woodley. No era un secreto: Alex quería que ella supiera exactamente dónde iba y con quién, y casi se deleitaba al hacerlo. Aparentemente no estaba afectado por los helados silencios de ella y los evidentes anzuelos que le tendía.
Se preguntaba cuántas veces se veía él con la viuda. ¿Acaso tenían citas secretas en algún lugar conocido sólo por ellos? El había vuelto a ella, tal como lady Woodley había anunciado. Elysia no podía soportar pensar en la sonrisa triunfal que debía tener la viuda al contemplar seductoramente los Jurados ojos de Alex. Bueno, que se quedara con él... Elysia lo despreciaba y detestaba por lo que había hecho. No, esto era mentira. No podía engañarse a sí misma. Todavía estaba atrapada por él. Contra todo lo que razonablemente pensaba, estaba aún enamorada de Alex... más que nunca, al extremo de arder de deseo. La hería atrozmente ser mirada con desprecio y odio por el hombre que amaba... que la trataba con más desprecio que a la criada más insignificante del lavadero.
Pero, ¿realmente podía echarle la culpa? Las pruebas no habían estado a su favor... de hecho eran condenatorias. De todos modos: ¿qué podía haber hecho? Había dado su palabra de honor, y no podía quebrarla. Era un promesa que podía ser de largo alcance y tener trágicos efectos sobre todos si ella la quebraba... especialmente para Ian.
No, su problema tendría que resolverse solo y quizás... algún día... Alex conocería la verdad acerca de aquella noche. Pero, hasta ese momento, la cosa no estaba en sus manos. De todos modos, la agonía y suspenso de esperar a lo largo de los interminables días siguientes era casi insoportable. No parecía que pudiera ocurrir nada que aclarara el malentendido que existía entre ellos, y Elysia sólo podía contemplar desesperada que el abismo entre ella y Alex se ensanchaba.
¡Si al menos ocurriera algo! Pero toda su alerta vigilancia y lo que escuchaba le proporcionaba escasa información que Jims transmitía a Ian. El hidalgo no buscaba encuentros privados con el conde, por lo menos no cuando ella estaba presente. Mantenían una relación cordial y normal entre sí cuando estaban entre amigos.
A Elysia le resultaba difícil creer que el caballero fuera un contrabandista —y un traidor— cuando lo veía entretener a sus invitados con historias divertidas, sonriendo benignamente, como un santo benévolo. Y el conde... ¡cuan fácilmente había aceptado ella sus halagos y sus tristes historias de nostalgia! El la seguía buscando, la rodeaba con sus atenciones más ardientemente que nunca, mientras los obvios coqueteos de Alex con lady Woodley mantenían los chismes de los invitados, y parecía que él hacía oídos sordos y ojos ciegos a los flirteos del francés.
Todos estaban viviendo al borde del precipicio, pensó una noche Elysia, mientras las carcajadas resonaban en el Salón de los Banquetes, en una de las muchas historias con que el caballero entretenía a sus invitados. Su risa apagaba las otras voces. Ante la mirada un poco cínica de Elysia, aquello era como los últimos días de Pompeya... gente que inconscientemente esperaba su última destrucción. Y sólo ella conocía que la condenación se acercaba.
¿Y cuál iba a ser el resultado final, el último acto de esta charada antes de que cayera el telón? El caballero y el conde juzgados por traición, Louisa y la señora Blackmore en desgracia... ¿qué podrían hacer? ¿Dónde iban a ir que los comentarios no hubieran llegado?
La señora Blackmore. ¿Cómo podría sobrevivir al golpe? Era evidente para todos que se apoyaba totalmente en el caballero... que dependía de todos sus gestos y palabras. Permanecía sentada en un rincón del opulento salón, como un tímido ratoncito en medio de un cuarto lleno de lustrosos gatos, espiando con cautela a cada uno, con el chai apretado sobre los delgados hombros. Hiciera lo que hiciera, Elysia no lograba que mantuviera una conversación, o que siguiera las bromas más triviales; pero nadie lograba hacerlo tampoco. De modo que, al cabo de un rato, todos la ignoraban y su misma existencia era olvidada.
Parecía profetice que se preparaba una tempestad, pensó Elysia al contemplar las amenazadoras nubes negras que se juntaban en el oeste. Había habido cielo claro y mar calmo un par de días... una calma inquietante que pendía en el aire como un hacha sobre una cabeza.
—Se prepara una tormenta tremenda —comentó Peter lacónicamente, siguiendo a Elysia. El lejano redoble del trueno resonó como previniendo, mientras ellos esperaban en silencio, mirando las pesadas nubes cargadas de lluvia que se agrandaban malignas con sus bordes de encaje oscuro—. Por eso prefiero Londres durante los meses de invierno —dijo Peter cuando unos relámpagos chispearon ominosos a la distancia—. Pero todavía falta tiempo para que estalle. Naturalmente —añadió viendo la expresión grave de Elysia— esa tormenta no tiene ni la sombra de una posibilidad de derrotar a la que se está preparando aquí. Se podría cortar el aire con un cuchillo hasta tal punto es espeso. ¿Qué diablos le ha hecho usted a Alex para enfurecerlo de este modo? Nunca lo he visto tan rudo y desdeñoso.
—Tuvimos un malentendido... una diferencia de opinión —contestó Elysia evasiva, poniendo poca preocupación en la voz.
—¡Una diferencia! No me gustaría estar presente cuando ustedes dos tengan una verdadera disputa, si este es el ejemplo de una "diferencia de opinión" —afirmó Peter, incrédulo—. Cuando usted entra en una habitación en la que está él, es como agitar un trapo rojo ante un toro furioso. Alex tiene una expresión más sombría que el trueno. Tengo miedo de parpadear cuando está conmigo... por miedo a que me corte la cabeza. Y usted... usted se ha mostrado tan alejada del mundo y tan rara como una monja en un convento. Naturalmente, no son asuntos míos —prosiguió, pese a la expresión severa del rostro de Elysia— y no pienso remover el avispero preguntando a Alex... pero ¿qué ha pasado para que los dos estén a punto de degollarse mutuamente?
—Un malentendido —repitió Elysia, casi como hablando consigo misma—. Un malentendido que no tengo libertad de explicar... y, hasta que no lo haga, no hay esperanza de reconciliación —explicó con voz seca.
Peter le echó el brazo sobre los hombros y sonrió comprensivo. Este era en verdad un nuevo papel para él: el de sabio y entendido consejero. De pronto se sintió más viejo que Elysia, aunque sólo le llevaba dos años, pensó con desmayo, mientras decía, alentador:
—Alex es un diablo muy orgulloso... demasiado en verdad, tanto como Lucifer... y está habituado a salirse con la suya... a tener siempre la última palabra... y desde luego no está acostumbrado a que se le enfrente una mujer —rió—. Usted le ha devuelto palabra por palabra. El es tan voluntarioso y decidido en sus cosas que va contra sus entrañas tener que aceptar la independencia de usted. ¡ Caramba, no puedo creer a mis ojos ante algunas de las cosas que usted ha hecho!
—También estoy acostumbrada a salirme con la mía... y no acepto buenamente, ni cedo con blandura ante su arrogante e impositiva autoridad.
—¡Bueno, ha logrado usted más de lo que yo jamás he podido! Y desde luego he tenido varios encuentros con mi gran hermano, y probablemente ese sea el problema. Está tan acostumbrado a desempeñar conmigo el papel de hermano mayor, de ser para mí a la vez padre y madre, que de forma natural asume el mando de todo, y de todos. Hay en él algo de dictador, y por eso estoy atónito ante lo que usted ha conseguido de él. ¡Caramba, vaya si me ha tirado de las orejas!
—Eso se debe a que a él ya no parece importarle lo que yo haga... si es que alguna vez le ha importado. Probablemente ha sido su ego el que se sintió golpeteado ante mi terquedad, no la preocupación por mi seguridad o bienestar —Elysia luchó para decir esto serenamente, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
—¡Que no le importa! —exclamó Peter incrédulo—. Eso es absurdo. Está loco por usted. Tiene una naturaleza salvaje, y de alguna manera usted ha logrado... como ninguna otra mujer jamás... provocar en ella una chispa. Y créame que se ha encendido hasta convertirse en algo grande. El fuego está ahí, Elysia, ardiendo bajo ese frío exterior. El no ha adquirido la reputación de ser... —hizo una delicada pausa y el rubor se extendió sobre sus pómulos prominentes—... un demonio de amante por ser un pescado frío.
—Si arde es por lady Woodley, no por mí.
—¡Todos los infiernos! —juró Peter.
—¿Cómo dice? —Elysia pareció sorprendida.
—He dicho "todos los infiernos" y es exactamente lo que he querido decir —replicó Peter sin arrepentirse— y usted no está ofendida... la conozco bastante bien como para darme cuenta de que no se desmayará ante un lenguaje que no sea de caballeros... dentro de lo razonable, claro está —añadió con humildad.
—¿Y por qué no cree usted que Alex no anda tras la viuda? Ha pasado junto a ella bastante tiempo en los últimos días.
—Una treta. Para ponerla a usted celosa. Lo ha hecho para picarla, eso es todo. Alex no soporta a los Blackmore, ni ese palacio que llaman casa solariega. Va allí para evitar quedarse a solas con usted... está demasiado enloquecido, creo, para confiar en sí mismo si se queda a su lado. Y está usando a Mariana. Si la hubiera querido de mujer se habría casado con ella en Londres... donde tuvo muchas oportunidades de hacerlo. Y se alegró también de terminar con ella... no le gusta que las mujeres se vuelvan demasiado posesivas, ¿sabe usted?
—Tal vez ha cambiado de idea... y se ha dado cuenta que cometió un error al casarse conmigo —dijo Elysia, sabiendo por qué él sentía hacia ella lo que sentía... y sabiendo también que aquello era mentira.
—No, imposible. Alex no comete esos errores. Sabe lo que quiere —dijo Peter con firmeza—. De todos modos, ¿quién puede pensar que ha cometido una equivocación cuando la tiene a usted? Hay que tener un cerebro muy obtuso para suponer eso. Y los buenos matrimonios entre los Trevegne son tormentosos, es la sangre árabe que llevamos o por lo menos lo que dicen —añadió él diabólicamente, sabiendo que iba a llamarle la atención.
—¿La sangre árabe? ¿Está usted bromeando, Peter? ¿Un inglés con sangre árabe en las venas? —preguntó Elysia escéptica—. ¿Y reconocida? Yo imaginaría que eso era un secreto de familia... algo sobre lo que se murmura... el esqueleto en el armario. De todos modos la mayoría de las familias tienen uno o dos escondidos. Lógicamente comprendo que es deseable poder saber quiénes son nuestros antepasados desde hace centenares de años, pero no es ventajoso remontarse hasta los árabes... por civilizada que haya sido la antigua raza... ya que en Londres son considerados paganos por la mejor sociedad. De hecho, todo extranjero está outré hoy en día.
—Ah, pero olvida usted que a la sociedad le gusta el misterio y lo romántico. Nosotros ya tenemos, o por lo menos Alex tiene, mala reputación, y se ha hablado de nosotros. ¿No comprende usted hasta qué punto puede ser sabrosa la historia si se rumorea que hubo una antepasada que era una princesa árabe? Eso deleitaría y estimularía la fantasía de la gente.
—¿Y es un mero rumor? —inquirió Elysia, atrapada en la intrigante historia de Peter.
—No, tal como son las cosas es la pura verdad; y eso, mi querida cuñada, realmente impresionaría a la gente bien, si lo supieran con certeza... les gusta sólo porque se añade a la leyenda de los Trevegne. Quedarían asustados y sin habla... lo que no estaría del todo mal... si conocieran toda la historia de nuestra más bien aventurera familia.
—Bueno, yaque ha logrado usted despertar mi interés, es justo que me cuente la historia. Después de todo se me puede decir, ya que también soy una Trevegne, ¿verdad?
—Hum. Supongo que sí, pero debe usted jurar por su honor no decir una palabra sobre nuestra sangre impura —murmuró él.
—Lo prometo —dijo Elysia con solemnidad, y un chispazo de buen humor reemplazó las lágrimas que había tenido en sus ojos.
Peter sonrió aprobando, la condujo hasta un sillón, donde la hizo sentarse cómodamente, mientras él ocupaba la alfombrilla junto al fuego, tendía las largas piernas ante el calor, y le hacía una mueca encantadora.
—Tenemos un pasado bastante sabroso, ¿sabe?
—Sí, he oído hablar del filibustero.
—Oh, ese fue todo un personaje —dijo Peter con orgullo—. No me molestaría volver a esos días de aventura... llenos de duelos a espada y arriesgados rescates de hermosas damas— dijo soñando en voz alta, mientras se imaginaba con una daga y un sombrero tricornio—. Ese antepasado nuestro fue un gran aventurero. Debió de dar varias veces la vuelta al mundo en sus viajes... estableciendo el modelo para las generaciones venideras.
—¿Incluida el pirata que decoró el Gran Salón con sus botines? —bromeó Elysia.
—Dio un bonito ejemplo, ¿eh?
—¿Un bonito ejemplo para qué, me pregunto?
—Bueno, puede decirse que abrió nuevos horizontes, alentó nuestro deseo de conocer otros pueblos viajando lejos y a tierras distantes— prosiguió Peter dramáticamente, disfrutando de su papel de narrador—. Así hasta el primer Alexander, llamado como mi hermano, claro está—dijo con una mueca.
—Naturalmente no esperaba menos —concedió Elysia.
—Estaba en una exploración cuando se vio envuelto en una batalla con un navio árabe de esclavos, que vivía de los beneficios de la venta de aquellos pobres diablos... y que llevaba un pasajero muy especial por el cual se podía discutir... y un cargamento también muy valioso... la hija de un jeque de uno de los reinos increíblemente ricos del desierto. He oído que viven como reyes en esas tiendas... al extremo que avergonzarían al principe de Gales, rodeados de oro, joyas, ricas telas. Los traficantes de esclavos habían secuestrado a la hija de uno de los reyes del desierto, iban a pedir el rescate y después venderla al mejor postor sin duda. Me temo que su destino ya había sido sellado, hasta que se presentó mi pendenciero antepasado, la reclamó, y quedó tan prendado del pelo oscuro y los ojos dorados color desierto de ella, que la trajo a su patria como su prometida. De este modo se explican los ojos dorados que asoman de vez en cuando en alguna generación... —terminó Peter satisfecho, sintiéndose como un narrador de la corte en el antiguo Bagdad.
—Es toda una historia Peter, pero dudo que la realidad haya sido tan romántica como usted la presenta. Su antepasado era un pirata que se apoderaba de lo que quería, sin tomar en cuenta los sentimientos de la muchacha... que probablemente estaba loca de miedo. ¡Primero fue secuestrada por traficantes de esclavos, y después por un pirata inglés de una tierra que probablemente jamás había oído nombrar, y condenada a no ver nunca más a su familia!
—Es posible... se suponía que él era bastante sinvergüenza... pero de todos modos la dama en cuestión tuvo ocho hijos varones y tres o cuatro hijas, y vivió hasta muy vieja aquí, en Westerly, rodeada de numerosos nietos y su marido convertido en su devoto esclavo, ya que sus días de vagabundeo habían terminado.
—Los bribones deben de abundar en la familia —comentó Elysia ácidamente, entre dientes.
—¿Está usted descubriendo en este momento hasta qué punto puede ser bribón mi hermano? —preguntó Peter, que había oído las palabras murmuradas.
—Lo supe desde que nos conocimos —afirmó Elysia, exasperada.
—¡Oh! En ese caso es raro que no lo haya evitado usted como a la peste —comentó él, preguntándose si lo que el Comodín había dicho había sido realmente la verdad. Debe de haber sido una escena loca, pensó divertido —estas dos personas tan orgullosas y de sangre caliente queriendo degollarse mutuamente.
No sabía qué estaba tramando Alex, pero sino no tenía cuidado iba a perder a Elysia, y esto sería verdaderamente lamentable. ¡Que el diablo se lo llevara! ¿Porqué demonios fingía ser el ardiente enamorado de Mariana? Parecía muy contento de haberse librado de ella en Londres... aunque fueran meras habladurías pero, de algún modo, él lo creía. Alex simplemente intentaba poner celosa a Elysia... y eso significaba que de verdad estaba enamorado de ella. De otro modo no se preocuparía... no era su estilo hacerlo. Pero algo faltaba aquí; y si Alex no tenía cuidado la cosa iba a estallarle en la cara. El no confiaba en aquella gatita de Mariana.
¡Que se lo lleve el diablo! pensó, mientras el ceno de Elysia se fruncía palpitante entre las arqueadas cejas, al contemplar el fuego. Sin duda se preguntaba qué estaba haciendo Alex con Mariana.
Elysia se irguió bruscamente y recogió el libro que había estado tratando de leer.
—¡Saldré a montar, no soporta esto más tiempo! —dijo desafiante, y salió corriendo de la habitación en medio de la agitación de sus vaporosas faldas rosadas, que flotaron tras ella.
Peter empezó a protestar, después se encogió de hombros cuando la puerta se cerró de golpe sin darle tiempo a decir una palabra. Lentamente se puso de pie y se dirigió a la ventana, maldiciendo en silencio a su hermano. Miró hacia afuera observando pensativo la blanca niebla vaporosa que empezaba a girar alrededor de las rocas, ocultando el mar en una cortina que todo lo envolvía. Niebla... ¡Dios, que día tan feo! Esperaba que Elysia lo viera y tuviera el buen sentido de volver. Pero ella se encontraba en un estado de ánimo inquieto, en el que nada le importaba, y era capaz de hacer cualquier cosa... era mejor asegurarse de que no se lanzara de cabeza... como solía hacerlo. ¡Era tan terca en su manera de ser... montada siempre en Ariel, aquel fantástico caballo de ella, y salía a cabalgar todas las tardes, sin tener en cuenta el clima! No era raro que ella y Alex se sacaran chispas al encontrarse. Peter movió negativamente la cabeza mientras se servía una buena canüdad de coñac antes de desafiar el frío y la ira de Elysia.
Elysia colocó el grueso volumen entre los otros libros del estante, tomando mentalmente nota de su lugar. Tenía que releerlo. Su mente había estado tan preocupada con otros pensamientos que no recordaba la mitad de lo que había leído esa mañana.
—Querida, al fin estamos solos. ¿Tendremos que estar siempre rodeados por ojos y oídos no deseados? —se quejó con voz petulante.
Elysia quedó petrificada cuando se cerró la puerta de la biblioteca y oyó el crujido de unas faldas en la habitación.
—Oh, Alex, ¿por qué aquí? ¡Ya sabes cuánto detesto los libros! Y aquí tienes una cantidad desusada.
—Querías estar sola, ¿verdad, Mariana? —contestó Alex con voz grave.
—Claro y este es el motivo.
Se produjo un silencio en la habitación. Elysia no se atrevió a moverse. Desde su posición en el altillo de la estantería tenía una vista panorámica de la habitación pero quedó rígida, contra el rincón de la galena, la cabeza contra el frío cristal de la ventana. Oyó un largo y profundo suspiro, y después siguió una risa baja, seductora. Elysia apretó sus nudillos contra la boca, mordiéndolos para controlar el grito de agonía que sentía crecer en ella.
—Te he echado de menos, mi amor —murmuró Mariana suavemente, en un murmullo que llegó hasta Elysia en medio del silencio—. Te haré pagar caro haber dejado Londres... y casarte con esa criatura.
—Estoy más que dispuesto a pagar el precio que exijas
—contestó Alex perezosamente, y su voz produjo una oleada de dolor y anhelo en Elysia al escuchar.
—Hum, tendré que pensar en algo diabólicamente hábil, porque será la única manera de calmar mis sentimientos heridos. Has sido muy brutal, y la verdad es que no debería tener nada que ver contigo, Alex.
—Si eso es lo que deseas —dijo Alex fríamente, con voz aburrida—. Es asunto tuyo.
—Sabes que no puedo estar separada de ti... bésame
—ordenó_20ella con voz ronca.
El silencio que siguió fue bastante respuesta para Elysia, demostrándole que su marido se sometía al deseo de la lady Mariana.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —Mariana finalmente rompió el silencio, con la voz llena de un odio que no ocultaba.
—Nada.
—¿Nada? Pero... ¿qué será de nosotros? —preguntó Mariana, y la ira agudizó su voz, que se elevó penetrante en la quietud de la habitación, como una lanza.
—Seguiremos como antes... no es necesario alterar nada... estaremos en Londres y ella —hizo una pausa como si pensara en Elysia lo irritara— se quedará aquí. Muy simple, ma cherie.
—¿Quieres decir que ella no te acompañará a Londres la semana que viene? —preguntó Mariana esperanzada, recobrando su buen humor.
—Exactamente.
—Bueno, supongo que así tendrá que ser, aunque puede decidir seguirte. Y puede provocar molestias... dificultades en este caso —añadió, porque nunca quedaba satisfecha hasta provocar dudas, asegurándose de que su contrincante quedara fuera de combate.
—No vendrá. Daré órdenes de que debe quedarse en St. Fleur. Si sabe que no es bienvenida, dudo que quiera incluirse. De todos modos creo que podrá "divertirse" aquí, no tenemos por qué preocuparnos por ella —dijo él fríamente, y su tono impactó a Elysia como un golpe bajo.
—Recuerdo haberte dicho que no hay que hacer nada como venganza... porque hayamos tenido un desacuerdo insignificante. Si hubieras hecho lo que te dije ya estaríamos casados... y yo llevaría esas esmeraldas... no esa ramera pelirroja. Todavía las deseo, Alex. Quítaselas. Conozco un experto joyero que les pondrá otro engarce... algo más moderno —suspiró Mariana—. ¿No puedes librarte de ella?
—No pienso llegar al asesinato, querida —la risa de Alex cortó como un cuchillo el apagado dolor que palpitaba en las sienes de Elysia—. ¿Y cómo van tus plantes de casarte con el duque? Sin duda no has olvidado ese deseo de toda tu vida —y resonó cruel al añadir—: ¿O no tendiste bastante largo el anzuelo, y tu noble pez se escabulló del gancho?
—¡Oh, qué horrible... eres tan cruel, Alex! —reprochó Mariana—. Espero que la noticia de mi compromiso aparezca en los diarios dentro de dos semanas. Lin está muy ansioso, es la verdad, por casarse conmigo. Siempre me llama su duquesa.
—Bien por él... demuestra que es un hombre. Me pregunto si tiene algo de sangre roja después de todo —comentó Alex secamente, aparentemente impertérrito ante la tentativa de ella de ponerlo celoso—. ¿Salimos? Creo que va a estallar la tormenta... además, parece que viene niebla.
—Esta es la tormenta más inhóspita del mundo... oh, ¿por qué has tenido que nacer en Cornwall? ¿Por qué no tienes un hermoso castillo en Somerset o Sussex? —se quejó Mariana, y su voz se debilitó a medida que iban hacia la puerta.
—Como Linville... supongo, pero naturalmente tú no necesitas... —el resto de las palabras se perdió tras la puerta cerrada.
Elysia permaneció indecisa, sin poder pensar o actuar coherentemente. El volvía a Londres... solo. Ella debía quedarse aquí en Cornwall... y él volvería a la vida que había llevado antes, a la mujer que antes había amado... y que aún amaba.
Supo ahora, sin lugar a dudas, que lo había perdido. Ya no podía engañarse a sí misma. Peter había estado equivocado, muy equivocado. Este no era un juego de celos, para picarla. Iba a dejarla, rió Elysia, sofocando un sollozo. ¡Cómo se hubiera deleitado una vez ante la idea, cuando creía odiarlo! Ahora... ahora sólo sentía tristeza... como si algo hubiera muerto dentro de ella. Ella era como un pimpollo que había empezado a abrirse y a florecer a medias por los primeros cálidos rayos del sol y por alguna gota benéfica de la lluvia, y que ahora iba a secarse y morir de abandono.
Con los ojos cegados por las lágrimas, Elysia se alejó de la casa. Ya se había puesto su traje de montar y se dirigió enseguida a los establos. Nadie se atrevió a detenerla cuando ordenó que ensillaran a Ariel, con una cara helada, sin expresión. Jims no estaba a la vista por ninguna parte, y pese a las preocupadas miradas que el muchacho caballerizo lanzaba al cielo, Elysia salió al galope de los establos, desdeñando las nubes.
Galopó por el camino desafiando al cielo a que se abriera sobre ella. No se sentía con ánimo de afrontar ninguna interferencia... aunque fuera divina. El muchacho quedó atrás hasta convertirse en un punto en la lejanía mientras Ariel galopaba por el camino. Elysia seguía aumentando la distancia, hasta que vio otro caballo que se acercaba a la carrera a través de los páramos, desde Blackmore Hall, con intenciones de interceptarla. Cuando el jinete se acercó, Elysia reconoció la librea de uno de los caballerizos del hidalgo. El llegó al trote y frenó, deteniéndose ante ella.
—¿Es usted lady Trevegne? —preguntó, extrayendo una nota sellada del bolsillo.
—Sí.
—Le mandan esto de la casa solariega —dijo tendiendo la nota, y sin esperar respuesta se volvió y se marchó por el camino por donde había venido, pese a que Elysia le gritó que esperara. Elysia rompió el sello. Probablemente era de Louisa, y leyó las escasas palabras nítidamente impresas en el papel; sus manos empezaron a temblar mientras las palabras danzaban grotescas ante sus atónitos ojos.
Elysia estaba pálida cuando miró... hacia donde el caballerizo de Westerly era una mancha borrosa... no podía esperarlo.
Alex había sido herido. Decían que debía ir inmediatamente. El pasado estaba olvidado cuando Elysia apresuró a Ariel, más rápido de lo que jamás había corrido, por la extensión de páramos hasta la casa solariega... dejando el sendero, las ramas peligrosas y olvidando los baches en medio de su pánico. También estaba olvidada la última conversación entre Mariana y Alex, la que ella nunca debió haber oído.
Lo único que interesaba a Elysia era llegar a tiempo junto a Alex... toda la amargura y la rabia habían desaparecido cuando pensaba en él, herido, dolorido. Que él no quisiera su solicitud no la arredraba, y pensaba instalarse junto a él... sin tener nada en cuenta. Tras llegar al sendero bordeado de árboles que llevaba hacia Blackmore Hall Elysia hizo girar a Ariel, dirigiéndose hacia la casa de verano... una pagoda construida en un bosquecillo de pinos a cierta distancia de la casa. La usaban para comidas y paseos campestres en los cálidos meses de primavera, pero ahora estaba abandonada, y su aspecto era frío bajo el cielo que se oscurecía en lo alto.
¿Qué estaba haciendo allí Alex? No quería reconocer ante sí misma que Alex y Mariana no habían podido resistir la tentación de detenerse allí un rato... para estar solos y no ser molestados antes de unirse a los otros. Su amor era tan grande que debían aprovechar al máximo cada momento robado.
Elysia rechazó todos estos pensamientos perturbadores al desmontar y correr hacia la pagoda, donde empujó la puerta roja con sus cabezas de dragones tallados en muecas amenazadoras, y entró en la habitación octogonal. Miró a su alrededor hacia los asientos de terciopelo rojo, acolchados, y los grandes almohadones de raso con sus borlas balanceándose indistintamente... todos estaban vacíos: ¡Alex no estaba allí!
Deben de haberlo sacado, pensó locamente, y se volvió para irse en el momento que otra figura entraba silenciosa por la puerta abierta.
—¡Señora Blackmore! —exclamó Elysia con alivio, corriendo hacia ella en el instante en que la señora Blackmore cerraba la puerta—. ¡Gracias a Dios, me siento tan aliviada al verla! ¿Dónde está Alex? La nota decía que él estaba aquí y que viniera lo más pronto posible. ¿Está... malherido?
—Está bien dentro de lo que puede esperarse —replicó tranquila la señora Blackmore—. Lo hemos sacado de aquí.
—Sí, ya sé, ¿pero dónde está? ¿En la casa? —preguntó Elysia, queriendo pasar ante la señora Blackmore, pero esta tendió la mano y la agarró de la muñeca. Su apretón era desusadamente fuerte en una mujer tan pequeña, percibió Elysia mientras daba un tirón de impaciencia—. Por favor, señora Blackmore, déjeme pasar.
—No. No hemos llevado a lord Trevegne a la casa
—soltó la muñeca de Elysia y se dirigió a un panel de seda en la pared. Tanteando en una pequeña rosa tallada, la hizo girar. El panel se abrió revelando una gruesa y pesada puerta de hierro. Elysia contempló azorada mientras la señora Blackmore extraía una gran llave de su bolso y la introducía suavemente en la enmohecida cerradura, que se abrió silenciosa. La señora Blackmore abrió la puerta, mostrando una empinada escalera cuyos peldaños se perdían en la oscuridad.
—¡No pueden haberlo llevado ahí! —dijo Elysia sin aliento, adelantándose hacia la amenazante abertura—. ¿Cómo es posible que lo hayan bajado por esas escaleras? —miró confusa a la señora Blackmore—. No entiendo esto. Si él está herido, entonces... —la voz de Elysia se interrumpió mientras miraba hacia la oscuridad.
—Querida, ¿de verdad piensa usted bajar ahí? —preguntó la señora Blackmore mirando vacilante hacia la oscuridad con un estremecimiento de su cuerpecito. Meneó la rizada cabeza castaña, tristemente—. No es una visión muy agradable previno a Elysia, acariciándole comprensivamente la mano.
—Tengo que verlo... ¿entiende? —exclamó Elysia al borde de las lágrimas, pasando ante la mujercita, que parecía nerviosa, incapaz de decidirse.
Elysia quedó de pie en el dintel de la puerta, mirando hacia las sombras negras como la tinta de allá abajo.
—¿No hay aquí una luz, señora Black...? —empezó a preguntar, cuando sintió un mortífero golpe en la nuca y cayó mientras un grito se desprendía de su garganta.
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