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EL DESEO DEL DEMONIO -EN EL INFIERNO Part 1

 1

Lágrimas, no sé qué significan las perezosas lágrimas, lágrimas desde la profundidad de la desesperación divina, surgen del corazón, se amontonan en los ojos, al mirar los dichosos campos otoñales, pensando en días que ya no son.

Tennyson

Alta en el cielo de una tarde cargada de tormenta, una libre y animada alondra planeaba graciosamente; su sombra, con las alas extendidas, atravesaba con rapidez la colorida campiña otoñal. Su canto atravesó el silencio primaveral del bosque, mientras el alegre grito cruzaba el aire frío; las claras notas penetraban bajo la tupida techumbre de ramas y, al llegar al blando suelo del bosque, cubierto de marga, el sonido era absorbido por la brillante alfombra de hojas caídas.

Los bosques parecieron cobrar vida, con el zumbido, el piar y el parloteo de las ocupadas criaturas de la espesura, que satisfechas reunían alimento para el próximo invierno, hasta que otro sonido se introdujo en la charla sin sentido y provocó un sofocado silencio en el calor. Una inquieta es­pera pendió sobre el bosque cuando el amenazador ruido de los perros de caza y el retumbar de los cascos de los caballos lanzaron su eco desde la distancia.

Los parloteadores pájaros volaron y las ardillas de tupidas colas se escabulleron hacia nidos seguros, cuando una figura emergió entre los árboles, quebrando ramas a medida que avanzaba hacia el claro.

—¡Adelante! —La risa de Ribald siguió al grito de caza—. ¿Dónde se ha metido esa muchacha? ¡Maldición! ¡No la pierdas de vista ahora, hombre!

Las voces excitadas se dirigieron hacia una figura inmóvil, que la galvanizó para la acción, y los gritos se hicieron más fuertes a medida que los jinetes se acercaban. Después las voces se fundieron en un sonido amenazador, al mezclarse con el jadear de los caballos.

Cuando se acercaban, Elysia pudo casi sentir el aliento caliente contra su nuca, en el momento en que recogió sus faldas y saltó rápidamente por encima de un árbol caído. Se detuvo, hizo una pausa para cobrar aliento, resoplando pesadamente, al apoyarse contra otro árbol. Podía oír el vocerío de los hombres cuando buscaban entre las matas, no muy lejos, golpeando para ver si descubrían su escondite. Se estremeció al oír el gruñido y el jadeo de los perros, y vio movimiento entre los árboles cuando los jinetes marchaban hacia ella: cada segundo se acercaban más.

Permaneció quieta, petrificada de terror, moviendo los ojos como un animal acorralado que busca escapar. De pronto vio el tronco hueco del árbol caído, la abertura oculta en parte por los densos heléchos y matas salvajes que crecían alrededor de ella. Se metió con rapidez en la fresca oscuridad que la protegía. Arrastrándose sobre los heléchos, los acomodó, y después se tendió a lo largo en el fondo podrido y húmedo. Se estremeció al sentir a su alrededor el movimiento de los diminutos habitantes del árbol. El aliento de Elysia quedó detenido dolorosamente en su garganta, al oír el retumbar de los cascos de los caballos que venían directamente hacia ella haciendo temblar el suelo bajo su cuerpo, al punto que llegó a creer que iba a morir allí, pisoteada.

—¡Maldito imbécil! ¡La has dejado escapar! —dijo una voz petulante, sobresaltando a Elysia por su proximidad.

—¡Maldición, eres tú quien me ha retrasado... creías verla en varios lugares a la vez! —se quejó otra voz.

—El primer trozo decente de muselina que veo en esta maldita comarca, y ¿que pasa? —preguntó la primera voz, llena de compasión por sí mismo—. Se me escapa. ¿Viste ese pelo maravilloso? Una verdadera zorrita... ¡y esas largas piernas! ¡Dios, no me quitarán el premio después de haberme tomado el trabajo de cazarla!

Elysia oyó el crujir de la montura cuando el jinete se agitó impaciente, y el ruido tajante de una fusta que golpeaba furiosa las manos enguantadas.

—¿Dónde están esos malditos sabuesos? ¡Ya la habríamos atrapado si los perros la hubieran olido! ¡Juraría que había visto algo aquí!

—Parece que han olfateado otra cosa por ese lado —contestó el otro hombre, cuando el distante sonido de las voces y los ladridos llegó hasta ellos.

—¡Diablos! Preferiría que fuera la muchacha! ¡Los azotaré hasta arrancarles la piel si han acorralado a una maldita liebre! Esta noche quiero que esa doncella me caliente la cama. Hace demasiado frío en este atroz lugar para dormir solo —suspiró exasperado—. Más vale que la encontremos pronto, porque estoy en las últimas; tan cansado que ni respirar puedo, y mucho menos disfrutar de la muchacha. Ojalá estuviera de vuelta en Londres... allí no tengo que salir de caza para encontrar placeres. Hay muchas encumbradas que suplican mis favores —se alabó.

—Te estás ablandando, amigo. La cacería añade pimienta a la victoria, pero es mejor que volvamos, o sólo te quedará tu vieja ama de llaves para calentarte los huesos esta noche —se burló el amigo.

—Me calentaré contra esa rapaza pelirroja. Tú puedes quedarte con el ama de llaves o con alguno de los pinches de cocina... son más de tu estilo —dijo el otro, riendo a carcajadas.

—Aún no la tienes, y ¿quién sabe? tal vez me prefiera a mí tras echarte un vistazo a ti.

—¡Maldita si va a hacerlo! —dijo el otro, tragando el anzuelo—. Apuesto mi yunta de caballos negros a que me suplicará que la lleve a Londres antes de que haya terminado la noche.

Elysia oyó las risas y después tembló al sentir las frágiles paredes de su santuario sacudirse, cuando los jinetes espolearon los caballos para que pasaran sobre el tronco caído y se perdieron entre los árboles, hacia donde estaba el excitado ladrido de los sabuesos.

Elysia esperó, casi sin respirar, mientras oía los cascos que se alejaban. Sin aliento, espió entre el encaje entretejido de la fronda y no vio nada en el claro. Al menos se habían ido.

Lentamente, como un animal perseguido, se arrastró fuera de la seguridad de su agujero e hizo una pausa, como olfateando el aire para percibir al enemigo, lista para huir ante la primera señal de peligro. Mientras se abría camino entre los árboles, sintió las lágrimas de rabia y miedo que llenaban sus ojos.

Sus labios temblaron al pensar en sí misma como en un animal perseguido por placer. No era de extrañar que las aldeanas tuvieran las hijas menores prendidas de sus faldas cuando los salvajes, los fantasiosos caballeros de Londres realizaban irregulares visitas a sus propiedades en la comarca. Ataviados con sus casacas finamente cortadas y sus corbatas de encaje, las joyas brillando en sus largos de­dos blancos, exigían y esperaban cualquier cosa que se les ocurriera, causando estragos los pocos días que residían en sus casas solariegas. Abusaban de sus derechos de señores castigando a los arrendatarios y seduciendo a sus hijas. Desde la doncella de calidad hasta la lechera; ninguna cara bonita estaba a salvo de su lujuria.

Y ahora ella, Elysia Demarice, hija de padres aristócratas, se veía humillada y reducida a esconderse como una bestia asustada que teme por su vida. Tenía que sufrir la indignidad de ser perseguida por jóvenes arrogantes de Lon­dres, que buscaban satisfacer sus deseos carnales. Si aún estuviera bajo la protección de la casa de su padre, no se atreverían a acercársele: ella era su igual, en nombre y posición. Tener belleza es un inconveniente cuando no se cuenta con la protección de la familia.

Pero un ultraje mucho mayor, pensó Elysia, había sido la perfidia de su tía. La había mandado aquí, al extremo norte de la propiedad, sabiendo perfectamente que el joven lord Tanner estaba de visita con un grupo de mal afamados amigos. La posibilidad de que sus senderos se cruzaran, cuando Elysia inocentemente buscaba bellotas, probablemente se había agitado en el fondo de la mente de la tía Agatha, como un gusano en una manzana podrida.

La tía Agatha parecía experimentar un placer sádico en verla reducida al nivel más bajo de existencia. ¿Qué pecado había cometido ella? ¿A qué dioses había disgustado para merecer tal destino?, se preguntaba Elysia desalentada. ¡Si pudiera atrasar el reloj y volver a los días felices! Los días dichosos, la inocencia de la infancia... estas eran las cosas con las que soñaba.

Elysia aminoró la marcha, sintiéndose segura al bordear un campo donde un rebaño de perezosas ovejas estaba pastando, sin advertir las pajas y el barro que se pegaban al borde de su vestido. Avanzó por el sendero de piedra, con la mente demasiado preocupada por otras cosas para ver las oscuras nubes de tormenta que se juntaban hacia el norte, o para sentir que el viento iba adquiriendo fuerza y agitando las hojas coloridas del otoño que pendían de los árboles.

El viento enredó el pelo que enmarcaba su cara poniendo un salvaje desorden en sus rizos, y dio color a sus pálidas y blancas mejillas. Elysia se arrebujó más en el chal que le cubría los hombros, a medida que el frío aumentaba y penetraba en su ligero vestido de lana.

Saltando ágilmente, como una gata, sobre las piedras mojadas y resbaladizas que servían de puente al burbujeante arroyuelo, Elysia aterrizó con pie firme en el lado opuesto. Miró hacia la enorme casa a lo lejos. Un bosquecillo de toscos robles la ocultaba en parte a la vista, pero conocía de memoria cada línea de su amenazadora silueta. Recordaba cada piedra gris y fea de los muros, cada ventana cerrada y puerta trancada... todo estaba indeleblemente grabado en su mente.

Elysia hubiera deseado pasar de largo frente a la vieja casa, dejarla atrás sin una mirada de reconocimiento: pero no podía hacerlo. Vivía en Graystone Manor, la casa de su tía, desde la muerte de sus padres.

¡Cuan distinta había sido su vida antes de aquel día aciago! Nunca olvidaría la imagen del nuevo faetón de su padre, al volcarse en una aguda curva del camino, cerca de su hogar. Los caballos, llenos de pánico, corrieron enloquecidos por el camino, arrastrando el coche dado vuelta, con sus desvalidos padres atrapados dentro.

Su muerte había dejado a Elysia sola

en el mundo

. Sin tutor, no había podido ocuparse de los asuntos de su propiedad, cuando el ejército de abogados y comerciantes cayó sobre ella, como cuervos que huelen la muerte.

Su padre. Charles Demarice, dichosamente ignorante de su destino, no había hecho testamento. Con su muerte desapareció lo último de la renta de la que habían vivido día a día: dinero ganado en el juego. Esto, añadido a la herencia dejada a su padre por su abuela, les había permitido vivir cómoda, aunque no ostentosamente. Y Elysia había descubierto, con desesperación, que todo lo que quedaba de aquella herencia gradualmente reducida eran las deudas que debía pagar.

Su hogar tenía que ser vendido, junto con los muebles y el establo de caballos. Iba a ser difícil dejar Rose Arbor, la casa solariega que había conocido desde que nació: pero la idea de separarse de su querido potrillo Ariel era más de lo que podía soportar.

Ella y su hermano, lan, habían aprendido a montar a caballo a edad temprana, y Elysia sabía montar y jinetear su caballo con una habilidad que pocos hombres igualaban. Su propio padre y el "Amable" Jims, caballerizo de la familia, que parecía capaz de leer en la mente de un caballo, y tenía una mano tan suave como la de un niño para manejar las riendas, le había enseñado. Montar a caballo era toda la existencia de Elysia, el aliento de la vida para ella, y galopaba como un espíritu libre y salvaje de los médanos. Ariel era un pura sangre árabe, lustroso y blanco, y sus esbeltas patas apenas tocaban el suelo cuando corría en la niebla de la mañana, montado dichosamente a horcajadas por Elysia.

Elysia sabía que había provocado muchos comentarios entre los aldeanos con sus escapadas. Había oído los chismorreos a su alrededor, pero le habían importando poco: de hecho le había divertido oír lo que decían, especialmente la matriarca de la aldea, la viuda MacPherson.

—No es natural la forma en que monta ese caballo. ¡No me creeréis, pero debéis saber que habla con la bestia, ay, y por todo lo sagrado, el animal la entiende! —había delirado—. Veo oscuras nubes en el horizonte. Esa muchacha es una pagana —pero Elysia se había limitado a reír al oír los discursos de la viuda ante un auditorio de gente ávida y atenta, con los ojos muy abiertos.

La viuda MacPherson había prevenido a los aldeanos con sus oscuros presagios durante los años que los Demarice habían vivido en la casa solariega cerca de la aldea. Y los aldeanos empezaron a creer en las profecías cuando el her­mano de Elysia, oficial de la Marina británica, se perdió en el mar un día después de la trágica muerte de sus padres. Los aldeanos se acurrucaron tras las puertas cerradas cuando Elysia salió a galopar enloquecida a través de la aldea, la medianoche del día en que se enteró de las noticias, con el largo cabello flameante tras ella, Ariel como un relámpago blanco de luz contra la oscuridad de la noche.

Había sido la última vez que Elysia había montado a Ariel. Durante la semana, una parienta a la que no conocía llegó a Rose Arbor, presentándose como media hermana de su madre. Elysia recordaba vagamente haber oído decir a su madre que había vivido con una hermanastra cuando era adolescente. Era todo lo que le había dicho. Es mejor olvidar el pasado, había dicho su madre tristemente; una expresión de dolor había oscurecido sus ojos azules, y era la única vez que Elysia la había visto tan desdichada.

Agatha Penwick, una mujer alta y flaca, en la cincuentena, se había ocupado de Rose Arbor y de todos los asuntos económicos con autoritaria eficiencia. Su cara fea, consumida, con su nariz larga y estrecha y unos ojos pequeños y descoloridos, tenía una apariencia especulativa y calculadora al inspeccionar la casa; había calculado el valor de todo, hasta el último penique.

—Soy la única parienta viva de tu madre, y creo que tu padre no tenía a nadie que pudiera tomar la responsabilidad de educarte ahora —había dicho fríamente, sin calidez o conmiseración en la voz por las pérdidas sufridas por Elysia Demarice—. El dinero, si queda algo después de pagar las deudas de tus padres, servirá para pagarme por darte un hogar como Dios manda.

Agatha había procedido después a subastar las posesiones de la familia, complaciendo a los deudores y abogados de los Demarice. Todos habían quedado satisfechos con el resultado, excepto Elysia, cuyos deseos habían sido rudamente rechazados como tonterías sentimentales.

A Elysia se le había destrozado el corazón cuando Agatha, fríamente, despidió a todos los fieles de los Demarice, algunos de los cuales hacía treinta años que servían en la familia.

—Tendrán que encontrar otro trabajo. No tengo sitio para ellos. Y, además, ya no son jóvenes. No me sirven —contestó tajante ante el ruego de Elysia de que los llevara a Graystone Manor.

Elysia había procurado tranquilizarlos; prometió encontrarles nuevos contratos en cuanto pudiera. Pero dudaba que los criados más viejos pudieran encontrar nuevos patrones... o que quisieran hacerlo. Estaban dispuestos a retirarse... sólo se habían quedado con los Demarice por lealtad y amor.

La noche antes de dejar Rose Arbor, Bridget, la vieja niñera, había estado cepillando el largo y sedoso pelo de Elysia, como lo había hecho todas las noches desde que ella era una niña pequeña, con una llorosa sonrisa en la cara arrugada mientras trataba de consolar a su joven ama.

—Cuídese, señorita Elysia, y no agite esa linda cabecita por mí. Si me necesita... bueno, ya sabe donde encontrarme, y aunque la casa de mi sobrina no es muy grande, y está lejos, en Gales, usted será siempre bienvenida. Esperemos, y verá que volveremos a estar juntos, chiquita, como antes, y algún día cuidaré a sus pequeños como lo hice con usted y con lan; Dios lo tenga en su gloria.

Elysia había sonreído, había estado de acuerdo, pero de alguna manera sabía que nada volvería ya a ser como antes.

Sus ojos aún se llenaban de lágrimas al recordar a Ariel. La tía lo había mandado a Londres para que fuera vendido a buen precio, cosa que no se hubiera conseguido en los condados del norte. Elysia había suplicado con lágrimas a su tía que le permitiera conservarlo, pero esta había rechazado con desprecio sus súplicas, diciendo que tendría escaso tiempo para montar a caballo o jugar en el lugar adonde iba.

El único consuelo de Elysia había sido que el "Amable" Jims se había ido a Londres, en busca de un nuevo empleo, y se iba a ocupar personalmente de Ariel hasta que lo vendieran. Sabía que Jims iba a cuidar a Ariel, que, con excepción de ella y de Jims, no dejaba que nadie se le acercara. Elysia había estado preocupada por esto, temiendo que, como caballo de un solo amo, no sirviera para nadie más, y sólo anhelaba que quien lo comprara fuera cariñoso con él y le diera la oportunidad de adaptarse a un nuevo amo. Era esperar demasiado suponer que Jims pudiera quedarse con él como entrenador. Pero Elysia sabía que nunca dejaría de preocuparse por Ariel; y jamás iba a olvidarlo.

Graystone Manor era tan sombría y gris como su nom­bre, pensó Elysia, cuando marchaban por el sendero circu­lar de la austera entrada a la casa. Se sentía deprimida tras el día de viaje, en silencio, junto a su tía.

Eso había sucedido dos años atrás. Los pensamientos de Elysia volvieron al presente al verse nuevamente de pie, mirando aquella casa gris que nunca iba a cambiar.

Con un profundo suspiro caminó firmemente subiendo la cuesta, atravesó el bosquecillo de robles, fuerte e invencible frente a los vientos y las lluvias que lo habían castigado año tras año, sólo para que pareciera más inquebrantable cada primavera. ¡Si ella tuviera un poco de aquella fuerza y perdurabilidad!, pensó, con creciente desesperación, mientras bordeaba un lado de la casa. Elysia se dirigió a la entrada de servicio y empujó con cuidado la pesada puerta de madera, para no llamar la atención. Subió lentamente por las escaleras de atrás hacia el primer rellano, después cruzó una estrecha puerta hacia otras escaleras ocultas tras la puerta: los peldaños sin alfombra llevaban a los departamentos de los criados, donde ella tenía un cuarto, separado por otra escalera más estrecha, cuyos peldaños llevaban a la buhardilla. Allí Elysia disponía de una cama, un sillón desechado de cretona borrosa, una alfombrilla gastada y una pequeña cómoda para guardar sus escasas pertenencias. Sus pocos y pobres vestidos colgaban de una vara fijada en el rincón, y parecían reprenderla por su triste apariencia.

Elysia miró fijamente sus ropas, con disgusto. Colgaban flojas, como los harapos que eran; los codos estaban recomendados una y otra vez, los puños gastados y descoloridos. La angustiaba recordar el perfumado y pequeño armario lleno de vestidos de brillantes colores de raso y de terciopelo que había usado en otro tiempo; los zapatos haciendo juego asomaban con picardía bajo la hilera de vestidos. Elysia se volvió y sus pies, pesadamente calzados con zuecos de madera, golpearon ruidosamente el suelo; eran unos zapatos prácticos, que la habían llevado por los campos empapados y los prados llenos de barro, rechazando la humedad como las chinelas de delgadas suelas de raso y cuero no habrían podido hacerlo.

Elysia se estremeció con su vestido mojado, que ahora se pegaba a su piel helada. Había empezado a desabotonar el corpiño cuando oyó un golpe en la puerta. Miró en silencio cómo desde afuera hacían girar hábilmente el picaporte, pero el cerrojo que ella había puesto mantenía alejado al inesperado visitante. Volvieron a golpear con más impaciencia esta vez.

—¡Eh, contesta! ¡Sabemos que estás ahí! ¡Hay un mensaje de la patrona!

Elysia abrió la puerta de mala gana, temerosa de la escena que iba a seguir, y se enfrentó al tosco criado plantado con insolencia ante ella, una sonrisa de burla en sus gruesos labios.

—Bueno, esto está mejor —dijo el hombre, mientras sus ojos se clavaban en las sonrosadas mejillas y los despeinados bucles rojo-dorados.

—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Elysia fríamente.

—Eh, vamos, eso no es portarse como una

amiga

. Sabes que las cosas podrían ser mucho más fáciles si fueras amable conmigo —extendió su gran mano callosa, con las uñas sucias y quebradas, para tocar un botón que Elysia en su prisa no había podido volver a abrochar.

Ella le dio un golpe para apartar la mano, y le lanzó una mirada furiosa:

—¡No se atreva a tocarme!

El se limitó a reír, pero sus ojos eran tan fríos y mortíferos como los dé una serpiente que ve alejarse la presa sin darle tiempo a saltar.

—La delicada dama, ¿eh? Creía que ya habías perdido los aires... pero no, sigues creyendo que eres demasiado para la gente como yo. Bueno, ya veremos, preciosa—hizo una mueca desagradable, mirando con suspicacia la cara de Elysia—. Todavía te tendré, linda, y puedes preguntar a cualquiera de las doncellas si no las trato bien... bien de verdad.

Movió el cerrojo de la puerta con un dedo desdeñoso.

—Y no creas que va a alejarme un poquito de metal.

—Debería usted ser azotado, y si continúa con estos insultos yo...

—Tú... ¿qué? —dijo él con voz desagradable—. Vete a contárselo a tu tía. ¡ Ja, eso tendría gracia! Si ella se interesa tanto por tu bienestar, ¿por qué estás aquí trabajando más que una fregona? No, no me asusta la patrona en ese sentido —sonrió triunfante, sabiendo que Elysia no podía negar sus acusaciones.

—No, es probable que no interviniera —asintió Elysia con suavidad— pero yo haré un agujero en esa dura piel que usted tiene, si alguna vez se atreve a tocarme

—Elysia entrecerró los ojos y sonrió levemente al proseguir, con tranquilidad—. Soy hábil tiradora... la verdad es que rara vez fallo cuando apunto entre los ojos de algún gusano.

Su amenaza no era vana, porque tenía la pistola de su padre limpiamente guardada bajo el colchón; originariamente conservada como recuerdo, servía ahora para un propósito muy diferente.

La mueca sonriente del criado se desvaneció, y miró a la muchacha que estaba ante él —amenazándolo— con una nueva y cuidadosa expresión en sus escurridizos ojos.

—Me parece que podrías hacerlo. He oído que la gente de calidad hace cosas raras. ¿Por qué quieres pegarme un tiro, cuando lo único que te ofrezco es divertirte un poquito? —gimoteó para aplacarla, encogiendo los pesados hombros, mirándola siempre con una expresión astuta, furtiva.

—¿Cuál es el mensaje de mi tía? —preguntó una vez más Elysia, sintiéndose segura.

—Quiere que bajes al salón —dijo él torvamente. Después descendió los peldaños de madera, con ira mal contenida.

Elysia lo siguió preguntándose qué querría de ella esta vez su tía: ¿quejarse de que los suelos no estaban bastante limpios; o que era necesario lavar las ventanas, o que la ropa blanca debía ser aireada? Inevitablemente habría algún pequeño detalle que Elysia no había visto, pero que no había escapado al ojo crítico de su tía.

Atravesó el vestíbulo de entrada, siempre en sombras, porque los paneles de madera oscura absorbían toda la luz que se colaba por las dos estrechas ventanas. Elysia llamo a la puerta, después entró al salón, y se plantó en un silencio aparentemente respetuoso ante la fría mirada de su tía.

—Veo que has estado fuera —miró a Elysia de manera desagradable—. Supongo que te habrás olvidado de las bellotas. Te pedí que recogieras algunas, pero siempre piensas primero en darte los gustos. Fuiste al campo del norte a echar una mirada, ¿verdad? —los ojos sin brillo de la tía Agatha se iluminaron al anticipar la respuesta.

Elysia se mordió el labio, procurando contener su rabia y el odio que sentía crecer en su interior contra aquella mujer cruel.

—Lamento haber olvidado las bellotas —contestó al fin, brevemente. Sabía que su tía esperaba oír otra cosa, pero no iba a decir nada que pudiera satisfacer aquella curiosidad retorcida.

—¡Te has olvidado, ah! ¡Se diría al verte que pensabas en todo menos en eso! —silbó Agatha, notando la suciedad y las manchas en el vestido de Elysia—. Me parece que te has deslizado en mi casa como una fregona cualquiera tras una noche de revolcarse en el heno. Bueno, señorita, tal vez no haya estado usted todo el tiempo "recogiendo flores" —dijo Agatha con avieso sentido, mirando las últimas flores silvestres que habían brotado y que Elysia había metido en el bolsillo de su corto delantal—. Tal vez te hayan desflorado a tí. ¿Acaso algún muchacho del establo te ha robado algunos dulces besos bajo los árboles? —añadió crudamente con una expresión de malignidad en los ojos.

Sus crueles frases hicieron estremecerse a Elysia, y sus hombros se agobiaron casi inconscientemente, derrotados. Había padecido humillación e indignidad, es­taba helada hasta los huesos, y tan cansada de todo eso, que ya no sabía cuánto tiempo podría soportarlo. Supuso que su tía había terminado con ella, que la había llamado sólo para cerciorarse del daño que podía haber causado su maligno encargo. Lo único que Elysia deseaba ahora era calentarse ante el fuego en la gran cocina, y beber una taza de té fuerte y caliente. Pero Agatha puso la mano en la muñeca de Elysia cuando esta se volvió para alejarse.

—Quiero hablar contigo.

—Sí, tía Agatha, pero antes quisiera cambiarme de ropa y beber una taza de...

—Después —interrumpió Agatha, con rudeza—. Puedes quedarte con esa ropa húmeda hasta que yo haya terminado. Es lo que mereces por mofarte de mis deseos.

Y castigarme por haber vuelto intacta, pensó Elysia secamente mientras miraba el pardusco salón con su papel gris y verde, el sofá de raso a rayas color oliva, los sillones y la alfombra de un verde pardusco. Las heladas mesas de mármol y los severos retratos de familia se reflejaban una y otra vez en el espejo con marco dorado y muy ornamentado de la chimenea, donde ardía un pequeño fuego que enviaba un aura de calor que atrajo de inmediato a Elysia, haciéndola acercarse sin proponérselo.

—Siéntate ahí —dijo imperiosa la tía, señalando una de las sillas de duro respaldo cerca de la ventana. Elysia se sentó lentamente, procurando acomodarse en el duro asiento. Se estremeció al sentir una ráfaga helada que se deslizaba por el marco de la ventana.

La tía Agatha se acomodó con cuidado sobre los cojines de raso del sofá que estaba situado ante el fuego, aprovechando todo el calor de las agitadas llamas. Agatha echó hacia atrás una mecha imaginaria. Elysia nunca había visto que una mecha escapara del apretado rodete en la nuca de su tía. Tampoco había visto nunca la cara de su tía iluminada por la alegría, el humor o el amor. Toda su apariencia era severa.

Durante los dos años que Elysia había pasado en Graystone Manor, la tía Agatha nunca había dicho una palabra amable —ni a ella ni a nadie—, pero ella parecía el blanco de la enemistad de su tía, más que los otros. Agatha no había adquirido una sobrina al llevar a Elysia a su casa, sino una doncella para todo trabajo, con la ventaja de no tener que pagarle un salario por sus tareas.

Elysia había entrado al salón confundida y sorprendida. La habían educado como a un ama: la protegida y bien guardada hija de padres aristocráticos que habían satisfecho todas sus necesidades, y había sido enseñada por sus profesores para usar su intelecto. Verse reducida a los más bajos menesteres y en la casa de su propia tía había sido un golpe severo. No era que fuera perezosa, porque siempre había estado ansiosa por ayudar y era atlética, aunque no fuera este un comportamiento apropiado para una muchacha de su clase.

En caso de haber sido de familia pobre, habría ayudado con alegría a sus padres de cualquier manera posible; aunque ello hubiera representado ponerse de rodillas para fregar suelos. Hubiera sido un sacrificio que habría soportado orgullosamente, para ayudar a su familia. Nunca habría sen­tido degradación o humillación.

Pero aquí, en Graystone Manor, Agatha no tenía necesidad de someterla a aquella situación. Su propia tía la había obligado a convertirse en una fregona, no disfrutaba siquiera de la libertad de los criados menores, no tenía ninguna posición en la casa, existía en una árida tierra de nadie, separada de todos y de todo. Los otros criados, sabiendo que era de calidad, y sobrina de la patrona, se mostraban reservados, aislándola de su círculo. Sabían que Agatha no iba a levantar un dedo para ayudar a Elysia y por esto delegaban en ella más trabajo del que podían hacer tres doncellas. Elysia sentía que estaba en una especie de taller penitenciario: nunca podía tener un momento libre, ni pensamiento o tiempo que le perteneciera. Estaba siempre ocupada limpiando la casa, lustrando la antigua madera con cera, frotando suelos hasta que quedaban inmaculados, aireando los dormitorios, remendando la ropa blanca, hasta que gotas de transpiración caían de su frente y el sudor empapaba su vestido.

Y Agatha estaba siempre tras ella vigilando, dirigiendo, ordenando, aunque personalmente jamás levantaba un dedo. A veces imaginaba que a Agatha le habría gustado tener un látigo para hacerlo chasquear sobre su cabeza, cuando es­taba agachada haciendo algún trabajo interminable.

Elysia recordaba amargamente que había detestado la idea de convertirse en un peso y una molestia para su tía, y ahora sabía hasta qué punto esta suposición había sido incorrecta. La casa de tía Agatha era dirigida con austeridad, sin excesos de ningún tipo, y la pequeña cantidad de comida de Elysia, comparada con el abrumador trabajo que ejecutaba, compensaba sobradamente cualquier esfuerzo que representara ella en el presupuesto familiar... o para la deuda que tenía con la tía Agatha.

Y todo esto sucedía en un momento de la vida de Elysia en el que necesitaba amor y comprensión como nunca an­tes, cuando había quedado huérfana, separada de todo lo que había amado y conocido. ¡Hambrienta, con sólo recuerdos para calmar el dolor dentro de sí, cuando sólo ansiaba ávidamente una sonrisa amistosa o una palabra amable. Y en cambio recibía odio e insultos de los que la rodeaban.

Elysia sentía constantemente los ojos descoloridos de Agatha vigilándola. Provocaba a Elysia, la acorralaba para que hiciera alguna tontería, y después parecía sentir satisfacción personal en castigarla por esto. Sabía que la tía Agatha esperaba con paciencia que ella cediera... pero no iba a hacerlo. Lucharía... ya que no exteriormente, en una batalla verbal, sí en el silencio de su mente y de su corazón. Todavía le quedaba cierto vestigio de orgullo.

Al final del día, cuando las provocaciones de Agatha se volvían insoportables, y tenía el cuerpo dolorido de cansancio, Elysia subía las escaleras que llevaban a su cuartito en la buhardilla... un cuarto frío y desnudo bajo los aleros. ¡Cuántas veces había mirado por las ventanas hacia el distante horizonte, deseando tantas cosas que nunca podrían ser, recordando tiempos lejanos en los que había sido inocente de la existencia de la crueldad y la malignidad, de la desolación y del pesar!

Sus sueños eran su único consuelo cuando se acostaba por la noche. Se ponía un delgado camisón y se deslizaba entre las frías sábanas de la cama, temblando. Después se quedaba dormida oyendo a los ratones que se deslizaban a lo largo de las paredes.

De vez en cuando podía escapar fuera de la casa cuando Agatha la mandaba con algún encargo a la aldea o a las granjas vecinas en busca de numerosas cosas que su tía había descubierto de pronto que necesitaba. Elysia tenía que ocultar la excitación y el placer de sus ojos y fingir que cansadamente aceptaba otra tarea. Si Agatha llegaba a darse cuenta cuan ansiosamente esperaba esas excursiones, le hubiera prohibido poner los pies fuera de la casa: tan decidida es­taba a negarle a Elysia cualquier placer.

Elysia se precipitaba fuera, más allá de los sofocantes muros de Graystone Manor, y coma entre los árboles hacia el arroyito murmurador de agua clara y chispeante. Se echaba allí y disfrutaba de los perezosos días del verano bajo los árboles, mirando a través de las tupidas ramas verdes hacia los trozos de curiosa forma del cielo, a veces salpicado de vaporosas nubes blancas. Pero incluso en los fríos días de invierno disfrutaba de su pequeña escapada hacia la libertad; olvidaba las circunstancias que la habían puesto a merced de la tía Agatha, y recordaba las caras sonrientes, que eran ahora insustanciales, como fantasmas.

¿Cómo era posible no comparar la silenciosa y sombría Graystone Manor con la casa más pequeña de sus padres resonante de risas, alegría, amor? ¡Sus padres habían estado tan llenos de amor y del aliento de la vida...! ¡ Charles Demarice, alto y erguido, esbelto como un hombre de veinte años, las canas asomando ya en su pelo que una vez había sido negro como el cuervo; sus extraños ojos verdes, siempre tan brillantes y profundos, pese a sus cincuenta años... el dulce recuerdo de la graciosa figura de su madre, coronada por su espléndido pelo rubio rojizo, que brillaba con la luz del sol sobre sus vivaces ojos azules, cuando recogía flores en el jardín!

Si al menos estuvieran aún con ella, pensaba Elysia desanimada; pero se habían ido, al igual que lan.

Elysia miró por la ventana del salón, sin escuchar las pa­labras de Agatha, preguntándose cómo se las había arreglado para soportar aquellos últimos dos años de su vida... no, no era vida, lo que hacía era existir bajo el techo de la tía Agatha. El porqué de la animosidad de Agatha hacia ella era una pregunta que seguía sin respuesta. Sentía que la tía Agatha la había detestado antes de conocerla, de manera que no podía tratarse de algo personal. La única explicación posible era que había sucedido algo que había provocado una ruptura entre Agatha y su propia familia, ocurrida en la época en que su madre había vivido en Graystone Manor con Agatha. El rechazo de su ma­dre de discutir aquella época de su vida, y el silencio similar de su padre, le hacían suponer que había ocurrido algo desagradable; pero no tema idea de qué, y probablemente nunca iba a saberlo.

Los pensamientos perdidos de Elysia volvieron al presente, al helado salón y a la voz chimante de Agatha, tan fría como la ráfaga que se colaba por la ventana.

—...y entonces, naturalmente, quedé sorprendida esta tarde al encontrar al caballero Masters, cuando iba a la aldea, y por lo que tuvo que contarme —estaba diciendo su tía.

¡El caballero Masters! La mera idea de él hizo estremecer a Elysia. Nunca había conocido un hombre más repulsivo que aquel hidalgo, y esperaba ardientemente no tener que volver a verlo. Había sido presentada a aquel viudo de edad madura y a sus tres hijas hacía unos quince días, cuando los Masters habían sido invitados a cenar una noche en Graystone Manor.

Había sido más que una sorpresa cuando Agatha le dijo que había invitados a cenar aquella noche y que ella, Elysia, iba a estar en la fiesta.

Elysia generalmente comía sola en un rincón de la cocina, o, como prefería, en una bandeja en la intimidad de su cuarto, lejos de los ojos curiosos y de los chismes de los criados. Y no era que la hora de las comidas fuera de anhelar, con deliciosos platos calientes para despertar el apetito; sólo servían para mantener el cuerpo activo otro día interminable. Agatha la había reprendido una noche cuando se había demorado unos minutos, previniéndola que, si continuaba llegando tarde para las comidas, tendría que pasarse sin ellas. Elysia se contuvo de decir a su tía que perder una comida no era una verdadera desdicha, al pensar en la comida poco apetitosa y mal preparada, y la pequeña cantidad que representaba su porción: Una delgada rebanada de tosco pan moreno —la harina blanca era costosa para darla a los criados— y unas verduras aguadas recocidas, con un pedazo de carne o pescado ocasionales, que terminaban una y otra vez en pasteles hasta que desaparecían del todo. El desayuno era aún más escaso: té y un amasijo de avena sin sabor, generalmente grumoso y frió. El almuerzo consistía en pan y queso. Pero en verano, cuando la fruta de la huerta estaba madura y dulce, Elysia recogía en secreto cantidades de frutos madurados al sol y los escondía en su cuarto. Cuando el hambre rumoreaba en su estómago en medio de la noche, impidiéndole dormir, se regalaba con aquella deliciosa fruta robada.

Agatha parecía desusadamente excitada con la visita de los Masters. Ordenó a la cocinera que preparara variedad de bocadillos y pasteles. Cerdo, cordero y carne vacuna fueron enviados desde una granja vecina, junto con raras verduras y frutas que sobrepasaban de lejos los magros productos de la huerta de Agatha.

La mejor porcelana y la platería fueron lustradas y frotadas hasta que adquirieron brillo y reflejos entre la bella cristalería. Fragantes aromas que llenaban de agua la boca se deslizaban por la casa, trayendo recuerdos de platos sabrosos que Elysia hacía años que no probaba.

Pero había una sensación de intranquilidad en toda la casa, como si algo no anduviera del todo bien.

Elysia estaba intrigada con la invitación, mientras se bañaba en una tina de agua caliente, lavándose la mugre y el polvo de un día de trabajo. Ella misma había calentado y traído el agua para su baño por las largas escaleras; pero valía la pena el esfuerzo realizado y descansar ahora en agua jabonosa, con los tensos músculos aplacados por el calor.

Su sorpresa por estar incluida en la fiesta sólo fue excedida al encontrar un vestido de noche hermosamente confeccionado, nuevo, colgado en la vara en un rincón del cuarto. Los otros vestidos, en contraste, parecían parientes pobres.

Sólo Agatha podía haber comprado aquel vestido. ¿Por qué? ¿Qué motivo tenía su tía para actuar de esta manera? Agatha no era el tipo de persona que hace algo sin un propósito. ¿Por qué había decidido súbitamente incluir a Elysia en una comida con invitados? ¿Sería acaso otro plan sádico, para ponerla en ridículo?

Todas estas preguntas se repetían en la mente de Elysia, cuando bajaba las escaleras, consciente de las curiosas miradas de los criados. Podía comprender la curiosidad de estos. ¿Acaso no había sido una de ellos hasta esa tarde?

El recuerdo que tenía Elysia de la velada era vivo, persistía en su mente como la prolongación diurna de una horrible pesadilla. Las imágenes se distorsionaban, se volvían grotescas, las escenas se movían en su mente como si estuviera hipnotizada.

¿Cómo olvidar la imagen de su tía con un vestido de noche color mostaza, que convertía su cara en una máscara mortuoria? Sus largos brazos se habían tendido para dar la bienvenida al caballero Masters y a sus hijas:

Hope, Delight y Charmian. Elysia había procurado conversar cortésmente con ellas, pero ellas habían formado un grupo aparte y habían charlado entre sí, excluyéndola: o bien le habían hecho preguntas personales, ridiculizando sus respuestas con risas y burlas cuando se había aventurado a dar una opinión. Hubiera deseado que el padre fuera igualmente desdeñoso, pero él había actuado de otro modo. Elysia había sentido sus ojos saltones y bovinos observando sus menores gestos.

Se sentía incómoda con el ligero vestido de muselina que le había comprado Agatha. Era en verdad hermoso, pero el escote parecía indecente en una muchacha soltera, con los hombros desnudos sobre el delicado encaje que apenas cubría la suave curva de sus senos. Era uno de los nuevos vestidos Imperio que se habían convertido en el furor de la moda londinense: un estilo popularizado por la mujer de Napoleón, la emperatriz Josefina.

Las hermanas Masters iban también ataviadas con este nuevo estilo Imperio, que ajustaba levemente los senos an­tes de caer en líneas rectas y suaves hasta el suelo. Pero mientras el vestido de Elysia parecía flotar a su alrededor, sugiriendo las curvas que tapaba, las Masters daban la sensación de salchichas rellenas. Las hermanas habían tenido la desgracia de heredar la figura del caballero, que era grande y robusto, y tenían los mismos ojos pardos y redondos del padre.

Cada vez que respiraba, Elysia sentía los ojos del ca­ballero clavados en sus pechos cuando estos se levantaban y caían bajo la muselina verde pálido del vestido. Había sentido que los ojos de él recorrían lenta y apreciativamente su cuerpo cuando los presentaron, y cuando ella lo miró, percibió un resplandor ávido y lujurioso. Elysia apartó los ojos turbada, y vio entonces una expresión satisfecha y contenta en la cara de su tía al ver la obvia admiración del caballero.

Después de la comida pasaron al salón para oír a De­light, que cantaba con una voz mal estudiada y nasal, acompañada por su inexperiencia en el pianoforte. Hope y Charmian sofocaban risitas y cuchicheos mientras escuchaban el canto de su hermana y su ejecución, pero esta terminó por fin de cantar, tras desafinar todas las notas posibles.

Elysia estaba sentada al lado del caballero Masters, en un sofá: su tía, al entrar en el salón, había elegido el sillón junto a la ventana. El caballero estaba demasiado cerca para que Elysia se sintiera cómoda, su rodilla y su muslo oprimían íntimamente los de ella, y continuamente se acercaba más para murmurar algún comentario tonto en su oído, mientras aspiraba la fragancia de ella y regodeaba sus ojos en la blanca piel de alabastro que revelaba el pronunciado escote.

Pero seguía intrigada acerca de los motivos de haber sido invitada a la fiesta; no veía ninguno. A menos que su tía quisiera recordarle que ella ya no formaba parte de aquel mundo; que, como criada, ya no tenía lugar en una sociedad elegante. Era muy propio de su tía ofrecerle una velada de placer, un vestido nuevo, y al día siguiente volver a reducirla a su situación de criada.

Dio unas tranquilas buenas noches a su tía y se apresuró a llegar al refugio de su cuarto. Al día siguiente fue como si la noche anterior no hubiera existido, y los días de Elysia transcurrieron como siempre. El vestido nuevo desapareció tan misteriosamente como había venido.

—¡Estoy hablando, señorita! —la voz de la tía Agatha interrumpió los recuerdos que tenía Elysia de la velada con los Masters—. ¡Siempre soñando cosas que no debe pensar una chica decente, lo juraría! Bueno, ahora puedes escucharme y alegrarte de que me haya interesado por tu bienestar; no es que lo merezcas, pero eres hija de mi querida hermanastra, y tengo que cumplir con ella estableciéndote como se debe.

El tono de Agatha parecía saborear algo y había una atenta expresión en sus ojos mientras una manchita de vivo color asomaba en cada pómulo.

—No entiendo. —Elysia habló entrecortadamente, intrigada por la extraña afirmación de su tía—. ¿Me ha encontrado usted algún trabajo?

—Oh, sí, en realidad así es. Uno que te parecerá muy interesante... y beneficioso —graznó la tía—. ¿Recuerdas que dije que me había encontrado con el caballero Masters cuando iba a la aldea?

—¿Y qué tiene él que ver con eso? —preguntó Elysia, pensando que tal vez había juzgado mal a la tía Agatha, después de todo. Tuvo una idea súbita y preguntó ansiosamente—. No será un trabajo con ese caballero, ¿ver­dad?

—Oh, no, mi querida Elysia —la tía emitió unas alegres y sofocadas risitas, mostrando la única sugerencia de buen humor que Elysia había visto en su cara—. No se trata de una situación baja entre los domésticos del caballero lo que he aceptado por cuenta tuya, sino... —hizo una dramática pausa, y algo así como un brillo iluminó sus ojos— ...la envidiada posición de esposa del caballero Masters.


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