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EL DESEO DEL DEMONIO Part 2

 2 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

2

¿Podré olvidar la desastrosa noche que para siempre entregó a la tumba la mejor parte de mi alma?

Gray

¿Bueno,

no

puedes hablar? ¿No vas a dar las gracias a tu querida tía Agatha por asegurarte un futuro respetable? —Observó que las encendidas mejillas de Elysia palidecían, dejando su cara lívida y tensa; sus ojos se convirtieron en dos oscuros pozos de desesperación y sus labios empezaron a temblar.

Elysia permaneció sentada y muda, mientras la cara de Agatha se contraía y su áspera risa resonaba en la habitación. La cabeza de Agatha cayó hacia atrás sacudida por unas carcajadas sin control, y su delgado pecho se agitaba sin cesar.

—Lo decidimos esta tarde, el caballero y yo, cuando íbamos camino a la aldea —dijo Agatha sin aliento—. El estaba deseoso por llegar a un acuerdo. Ya verás que es un novio muy atento, querida. Y como eres una chica muy sana sin duda darás al caballero Masters los hijos varones que desea.

Agatha clavó los ojos en Elysia mientras su mano acariciaba el pelo hasta el apretado rodete, y añadió casi como hablando sola:

—Eres también una muchacha tan bonita... como lo era tu madre. Recuerdo el primer día en que la vi, era sólo una niña, pero incluso entonces era hermosa.

Elysia miró con horror a la tía Agatha. Finalmente logró dominarse, pero su voz estaba tensa; las palabras brotaron entrecortadas de sus finos labios.

—No puedo casarme con ese caballero —dijo Elysia claramente, pese a los latidos de su corazón. No podía sucederle aquello, pensó desesperada. ¡El caballero Mas­ters! ¡Nunca! Preferiría morir antes que casarse con él.

—No tienes elección, mi querida Elysia. Todo ha sido ya arreglado.

—¡No me casaré con él, y no puede usted obligarme! ¿No entiende que no lo soporto? Me asquea... ¡casarme con él sería una tortura!

Elysia se levantó del asiento y las palabras emocionadas se precipitaron mientras suplicaba a su tía. Pero la tía no cedió.

—Tus sentimientos no cuentan en esto. Deberías estar agradecida de tener esta oportunidad de casarte. Tus perspectivas no son buenas, pero el caballero Masters ha accedido a no tomar en cuenta tu pobreza, y a olvidar la dote que se espera habitualmente —dijo Agatha con impaciencia, olvidando el buen humor anterior ante el desafío de Elysia.

—Temo que tendrá usted que presentar mis disculpas al caballero, porque está fuera de la cuestión que pueda o quiera jamás casarme con él. Ni siquiera se han consultado mis deseos... ¡vamos, ese caballero tiene edad para ser mi padre!

Elysia miró con curiosidad a su tía.

—Esto es lo que ha querido usted todo el tiempo... humillarme. Bueno, no lo logrará esta vez, tía Agatha, del mismo modo que no logró nada esta tarde cuando de manera deliberada me mandó al campo del norte.

Agatha se levantó y se enfrentó a Elysia, clavó los duros dedos en los hombros de esta y le lanzó una maligna mirada furiosa.

—¿Crees que voy a permitir que alguien como tú estropee todos mis planes? —chilló Agatha—. Al fin he realizado mi mayor deseo... y tú no vas a interferir. ¿Me oyes? —sacudió a Elysia hasta que el pelo rubio rojizo cayó en pesadas hondas sobre los hombros.

—¡No me casare con él, no lo haré! ¡Prefiero morir antes! —gritó Elysia.

Agatha soltó los hombros de su férreo apretón y, levantando la mano, abofeteó con fuerza a Elysia. Esta logró apartarse, se llevó las temblorosas manos a las mejillas y miró a su tía con expresión dolorida e intrigada en los ojos.

—No, no morirás... todavía. Tal vez al cabo de un año de estar casada con ese idiota licencioso; pero te casarás con él... la semana próxima. El apenas puede esperar para tenerte en la cama, querida —añadió Agatha provocativa. Volvió a reír a carcajadas; fue otra risa salvaje, incontrolada... triunfal esta vez.

—¡Oh, dulce, dulce venganza! Sabía que, si esperaba lo bastante, iba a saborearla algún día. ¡La hermosa Elysia, como tu madre y tu abuela! ¿Te he dicho que tu madre era bella? Bueno, también lo era tu abuela... mi madrastra. Mi padre quedó hechizado con ella, la hizo su esposa y la trajo a casa. ¡Aquí! A mi casa... para que fuera la nueva patrona de Graystone Manor. Fue un idiota al suponer que alguien podía ocupar mi lugar.

Siempre habíamos sido felices, mi padre y yo, aquí, en Graystone Manor, aunque mi madre había muerto unos años antes. Después vino ella. No tenía derecho de venir aquí y traer consigo a aquella muchachita. Las recuerdo, de pie en el vestíbulo —Agatha clavó los ojos en el vestíbulo; sus ojos ardían mientras su mente vagaba por los años transcurridos.

—Llevaban fino encaje y terciopelo y sombreritos con plumas. El sol brillaba sobre aquel extraño pelo rubio rojizo, convirtiéndolo en vivas llamaradas de fuego. Sus sonrisas eran tan falsas como sus corazones. Vinieron aquí; se apoderaron de mi casa, de mi padre, esperando que fuéramos amigas. Bueno, yo fingí al igual que ellas, pero en cuanto podía hacía saber a tu madre, la querida y pequeña Elizabeth, cuál era su lugar.

Cuando finalmente murió tu abuela, me encargué de la dirección de la casa... como debí haberlo hecho desde el principio. Mi padre no sirvió para nada después de la muerte de ella. ¡Ella lo echó a perder!

Agatha se interrumpió, momentáneamente perpleja ante sus pensamientos, y una arruga cruzó su fruncida frente. Tenía las manos apretadas con fuerza, y su respiración era entrecortada mientras miraba a su alrededor salvajemente. Gotas de sudor surgieron en sus labios cuando tendió la mano nerviosa hacia la sien, y la oprimió, como ante un dolor intolerable.

—Creo que yo tenía diecinueve o veinte años; tu ma­dre sólo tenía once. Pero yo era lo bastante crecida como para asumir la responsabilidad de dirigir la casa... y me las arreglé mejor que tu abuela.

"Dije a tu madre, la adorable Elizabeth, las cosas que se esperaban de ella, del mismo modo que te he dicho cuáles son tus deberes. Nuestro padre no se metía mucho en las cosas, y cuando lo hacía estaba tan borracho que no reconocía a nada ni a nadie. Elizabeth descubrió pronto el lugar que le correspondía en mi casa. ¡La pequeña advenediza... procurando abrirse camino como un gusano en Graystone, con aquella sonrisa dulce y ladina que tenía! Bueno, tuvo lo que se merecía.

Una sonrisa surgió en la cara de Agatha, pero sus ojos chispearon malignos.

—Nuestro padre murió poco después... de hecho fue un milagro que viviera tanto. No lo eché de menos... sólo interfería; y, además, gastaba demasiado dinero en whisky.

"¿Sabes cómo murió? Es más bien divertido —dijo Agatha mirando directamente a Elysia, como si viera su cara por primera vez—. Creyó haber visto a tu abuela al pie de la escalera. Se precipitó a zancadas y se enredó en el lazo suelto de su salto de cama. Cayó duramente... al pie de la escalera... y se rompió la nuca. No se me ocurrió que pudiera haberme confundido con ella. Yo sólo llevaba su salto de cama para limpiar un poco el polvo... naturalmente, no quena estropear mi vestido —añadió con indiferencia.

—Mi padre era un borracho débil, y su mente no sólo estaba entorpecida por su propia causa sino también a causa del alcohol. Al morir él la propiedad fue mía. Al fin fui dueña legal de Graystone, por ley. Los tribunales también me concedieron la tutoría legal sobre tu madre, una tutoría que estoy segura le pareció detestable. Nunca me agradeció siquiera que le proporcionara un hogar, cuando hubiera podido echarla, que es lo que debería haber hecho. El día en que dejé a ese marimacho mezquino, mentiroso bajo mi techo...

—¡Eso no es verdad! Ella no era... —interrumpió Elysia, con la lengua suelta al fin por la ira, tras haber quedado petrificada por las enloquecidas revelaciones de Agatha.

—Cállate y escucha la verdad acerca de tu preciosa madre, no las mentiras que debe de haberte dicho —rugió Agatha—. Tu madre vivía bajo mi techo, había aceptado mi caridad y no hacía ni la mitad del trabajo que yo le ordenaba para mantenerse, era una haragana al igual que tú. ¿Y cómo me recompensó? ¡Intrigó a mis espaldas y me robó lo que en justicia era mío!

Agatha empezó a hablar rápidamente, casi sin aliento, al recordar el pasado; sus palabras se precipitaron en un torrente de odio.

—Iba a haber un gran baile en una propiedad vecina, y recibí la invitación. Era el acontecimiento del año. Tuve que mandar decir que tu madre lamentaba no poder ir. No tenía nada adecuado que ponerse, y además era demasiado joven; ni siquiera había pasado una temporada en Londres. Pero hubiera sido demasiado caro y, además, yo ya había tenido la mía, y una temporada en Londres es bastante para una familia, ¿no estás de acuerdo?

"¡Aquella noche está todavía viva en mi imaginación! Fue un baile más lujoso que algunos de los que asistí en Londres. Había más de mil velas encendidas en el salón de baile, donde las damas, muy elegantes con sus joyas y plumas, bailaban y giraban. Había champán, caras sonrientes, música... y el capitán Demarice. ¡Era tan buen mozo, tan espontáneo.... como un príncipe! Era oficial de caballería y un brillante jinete... uno de los mejores del país... ¡tan lleno de aventuras y audacia! Era el hijo menor de un lord, y no tenía fortuna, ni esperanzas de heredar una propiedad. Pero era tan extraordinario que no importaba que no fuera rico. Era alto, con pelo negro y abundante y unos extraños ojos verdes un poco oblicuos en los extremos.

La mirada de Agatha se detuvo momentáneamente en el rostro levantado de Elysia. Palideció visiblemente al contemplar los ojos de la muchacha.

—¡Tienes sus ojos! ¡Maldita seas! Cada vez que te miro lo veo a él de pie, mirándome con desdén, la sonrisa que yo amaba borrada de su cara. Me dijo cosas que nunca olvidaré; su voz me persigue por la noche en mis sueños. No puedo huir de ella, ni siquiera en sueños... siempre está allí.

Los delgados dedos de Agatha tironearon nerviosos del pelo pulcramente peinado, hasta que algunas mechas grises colgaron sueltas alrededor de su cara.

—Volví a casa del baile sintiendo algo que nunca había sentido antes. Lo cierto es que de verdad me sentía frívola y alegre, como una persona distinta. Sabía que el capitán Demarice vendría a visitarme; lo sabía. Pero esperé, esperé y esperé. Y mientras yo esperaba, Elizabeth encontró al capitán Demarice en el bosque, junto al arroyo. Un encuentro casual, dijeron, ¡ja! Yo conocía las mañas engañosas de ella. Sabía que yo lo quería; y ella siempre había anhelado lo que era mío... desde que éramos niñas. El me hubiera pedido que me casara con él si ella no se hubiera entrometido y conquistado su afecto, del mismo modo que lo había hecho su madre con mi padre. Se hacía la doncella inocente, y se reunía con él secretamente, a mis espaldas, en cuanto podía.

Finalmente él aceptó mi invitación para venir a tomar el té; pero lo hizo con un motivo ulterior que pronto descubrí. ¿Cómo podía yo saber que ya conocía a Elizabeth? Yo la había dejado que saliera con más frecuencia, para tenerla afuera cuando viniera el capitán Demarice; pero él nunca había venido, hasta aquel día. Estábamos sentados en el salón, apenas empezábamos a conocernos, cuando me preguntó por Elizabeth. Yo le había dicho que tenía una hermanastra. "Es una muchachita joven y perezosa", le dije. El levantó levemente una ceja y con una mirada mi invitó a proseguir, alentándome a las confidencias. Comprendí que tenía que oscurecer un poco su imagen antes de que él la viera y quedara deslumbrado con su falsa belleza. Era capaz de engatusarlo, porque había heredado las mañas de su ma­dre; por eso le hablé diciéndole que era una especie de marimacho, y conté algunos hechos mentirosos que demostraban que era una pequeña ramera.

El dijo antes que yo terminara de hablar que había tenido el placer de conocer a la señorita Elizabeth, y que le había parecido una muchacha dulce, gentil y honesta. No pude creer lo que oía. ¿Ya conocía a Elizabeth? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo había podido suceder? Ella no tenía acceso a los lugares que él podía visitar.

Fue sordo a mis palabras. Ya había sido cegado por la traición de Elizabeth. Permaneció allí de pie, alto y erguido, y me dijo con voz fría, que me cortó como un cuchillo, que yo estaba hablando de la mujer con quien esperaba casarse. Dijo que había hecho averiguaciones y que había descubierto cómo trataba yo a Elizabeth.

—¡Mentira, mentira! —le grité—. ¿Qué le ha dicho esa diablesa? —exigí—. Nada es verdad. ¡Tuerce todo para sacar ventaja... le ha mentido! —Le dije que yo sena mejor esposa que Elizabeth. Recuerdo la expresión asombrada de su cara cuando le declaré mi amor; era evidente que nunca había comprendido mis sentimientos, y que no podía corresponder a aquel amor y deseo. Le dije que podía ofrecerle todo: dinero, Graystone Manor, tierras. ¡Elizabeth no tenía nada que darle... nada!

—"Para su información le diré que Elizabeth nunca ha dicho una palabra en contra de usted, aunque nunca entenderé cómo ha podido callar respecto a su persona. Es inocente de la maldad que hay en esta casa. Ella me ofrece su amor; y eso es todo lo que deseo, ni dinero ni propiedades. Dudo que usted sea capaz de entender esto, porque, en su mezquindad, no puede usted ver nada decente en nadie. Es usted una mujer cruel y egoísta, que será destruida por su propio resentimiento y odio. Usted es lo único malo en esta casa".

—¡Me dijo esas cosas! Recuerdo cada palabra como si fuera ayer. Me clavaba los ojos con tal odio y desprecio que no pude soportarlo. Y entonces llegó Elizabeth y se plantó tímidamente en la puerta, fingiendo que no sabía que estábamos allí. Nos miró a ambos, ¡y parecía tan angustiada y preocupada que me enfurecí ante la sola vista de aquella cara angelical que ocultaba tanta maldad y engaño, y me precipité sobre ella para arañarla, arrancarle la cara, para que él viera la verdad! Pero él fue rápido como un gato y la protegió de mí. Grité contra ambos. Les dije que no quería volver a verlos mientras viviera, y le dije a él que se fuera con su pequeña ramera.

Se fueron y nunca volví a ver a Charles. Elizabeth se fue con él aquel mismo día, y se alojaron en casa de unos amigos hasta que pudieron casarse. Me enteré de que, después de casarse, se habían trasladado al norte, donde él había heredado una pequeña propiedad.

Todos estos años he soñado con verlos de nuevo, quería mostrarles que estaba mejor que ambos y vengarme de este modo. Graystone Manor era mía. Elizabeth siem­pre había ambicionado lo que era mío... mi padre, mi casa, Charles. Bueno, nunca consiguió Graystone... ¡es mío, todo mío!

Elysia clavó aterrada los ojos en Agatha, y empezó a retroceder lentamente hacia la puerta al ver la expresión de locura que contorsionaba las facciones de su tía.

—No te vayas, Elysia —dijo Agatha bruscamente—. Tengo mucho más que decirte. ¿No quieres saber acaso cuan dichosa me sentí al tenerte en mis manos? Le dije a tu abogado que la hija de mi adorada hermanastra sena bien­venida en este hogar, como lo había sido su madre. El se sintió más que aliviado, ya que tus parientes de alcurnia no querían saber nada de ti.

Y ha sido una dicha tenerte aquí... haciéndote perdí algo de la arrogancia de los Demarice, humillándote teniéndote bajo mi ala y atenta a mis llamadas... ¡tú, la gran dama, convertida en una fregona!

"Oh, si Charles y Elizabeth pudieran verme ahora —suspiró Agatha, con una especie de éxtasis— con su preciosa, adorada hija Elysia, en mi casa, la casa que habían desdeñado, esperando su próximo matrimonio con... ¿puedo decir "con anhelo".

Elysia contuvo el aliento, sintiendo náuseas dentro d sí. Los ojos de Agatha enfocaron a Elysia con imbatible intensidad.

—¡ Vamos, estás muy pálida, querida! Vete a descansar un rato a tu cuarto. Creo que la noticia ha sido demasiad para ti; ¡y tan gran honor! ¡Pocas veces recibimos lo que merecemos en la vida, pero tú lo tendrás, Elysia... lo tendrás.

Elysia lanzó un sollozo y se precipitó fuera del cuarto y las lágrimas corrían por sus mejillas mientras subía las escaleras en dirección a la buhardilla; oía la risa de loca de Agatha como un eco detrás de ella.

Elysia caminó de arriba abajo en el estrecho espacio de la buhardilla, rozando con la cabeza el techo bajo cuando sus pasos la llevaban de aquí para allá. Su tía debía de estar loca, pensó Elysia. Nadie podía conservar tanto tiempo ese sentimientos de odio sin quedar trastornado. Oh, Dios mío ¿qué iba a hacer? ¿Dónde podía ir? No tenía nadie

en el mundo

a quien recurrir. Prefería trabajar en un talle penitenciario antes que hacer lo que le ordenaba Ágata, casarse e ingresar en la familia Masters.

No podía quedarse más tiempo en aquella casa opresiva. La agobiaba —procuraba quebrar su voluntad, de despojarla de toda dignidad y libertad. Se acercó a la venían desde donde podía ver el bosque y las colinas en el sur, a 1 lejos. Una súbita ráfaga hizo flotar una hoja en el aire, 1 sostuvo un momento, provocando a Elysia con su libertad antes de alejarse flotando en la luz que se atenuaba.

Elysia se decidió de pronto; dejaría Graystone y viajan a Londres, donde buscaría algún trabajo. No quedaba otra alternativa. No podía soñar en casarse con el hidalgo Masters, ni podía seguir bajo el techo de Agatha cuando aquella mujer la odiaba y seguiría queriendo obligarla a casarse con el caballero. No le quedaba más remedio que huir.

Elysia se sintió de pronto exhausta. Estaba despojada de toda emoción cuando se dirigió pesadamente hacia la cama. Se dejó caer allí, y reclinó la cabeza en la almohada. No podía hacer nada hasta que hubiera oscuridad total, de modo que... Lentamente sus ojos se cerraron y el sueño se apoderó de ella.

Elysia despertó en un cuarto ya oscurecido, iluminado sólo por una pálida media luna, cuyos rayos se deslizaban desde la ventana hasta su cama, depositándose sobre su rostro.

Se sentó de golpe, con latidos en el corazón. ¿Qué hora era? Miró por la ventana hacia la plateada luna, que asomaba detrás de rápidas nubes. Todavía no estaba muy alta en el cielo, de modo que no podía ser muy tarde. Se sintió aliviada al comprobar que la tormenta había disminuido por el mo­mento. Ello facilitaría la travesía de los campos y en medio de los bosques el no tener que luchar contra la tormenta bajo una capa empapada.

Se puso de pie de un salto, el plan de acción estaba casi hecho en su mente, borrando la modorra del sueño. Recorrió el cuarto recogiendo sus escasas pertenencias: sus vestidos, un camisón, un chal abrigado, el juego de cepillo y peine de plata de su madre, que había conservado a escondidas de Agatha. Hurgó en el rincón más lejano de la cómoda y sacó un frasquito de perfume: los jazmines y rosas que su madre había amado tanto, y después volvió a colocar la pistola que guardaba en un rincón del gran bolso de paja trenzada.

Arrodillándose y buscando bajo la cama, Elysia extrajo con cuidado un bulto. Desató un viejo chal azul descolorido y sacó su posesión más preciosa: una delicada muñeca de porcelana. La carita puntiaguda, con los ojos pintados de color azul brillante y la boquita rosada y diminuta, como un capullo, la miraron. Las manos de Elysia acomodaron con amor las arrugas del delicado vestido de encaje, adornado con hileras de lazos de terciopelo azul. Sus manos se perdieron en los redondos rizos de oro mientras recordaba el día en que su padre había vuelto tras pasar un mes en Londres, con los brazos llenos de paquetes y regalos. Mientras la divertía contando sus historias de aventuras, había colocado la muñequita en las gordas manitas de ella, y la había observado dichoso mientras ella canturreaba de placer, como una madre, con los ojos brillantes como estrellas.

Elysia sonrió con dulzura al envolver de nuevo la muñequita, que colocó encima de los vestidos, bajo el grueso chai en el bolso de paja. Había conservado aquellas preciosas posesiones de su vida pasada cuidadosamente ocultas, protegiéndolas de los atentos ojos de Agatha, porque sabía que esta las hubiera tirado... como había hecho con otros recuerdos que Elysia no había podido esconder.

Elysia lanzó una rápida mirada alrededor del cuarto mientras se ponía la pesada capa sobre los hombros. Era feo este cuarto de servicio, y se sentía contenta de dejarlo. Recogió el bolso, se dirigió a la puerta e hizo girar el picaporte.

¡No se abría! Elysia giró hacia el otro lado, pero el picaporte no se movió. La puerta estaba cerrada con llave. Agatha no había confiado en ella, la había encerrado. ¡Es­taba atrapada!

El corazón de Elysia latía tan fuerte que estaba segura de que toda la casa podía oírlo. No debía sentir pánico, se dijo. Tenía que mantener la cabeza clara, aunque sentía que esta le daba vueltas al ritmo de su enloquecido corazón. Se dirigió hacia la ventana y miró el terreno de abajo. La tierra firme parecía estar a millas de distancia. Elysia abrió con lentitud la ventana, rogando que esta no crujiera. Tendría que deslizarse por el tejado hasta el borde, y la ventana de la buhardilla le proporcionaría una plataforma para sentarse al salir.

Había una recia hiedra que trepaba desde hacía años por el costado de la casa. Las ramas eran gruesas y duras, y, si tenía cuidado, podía ayudarse a llegar sana y salva hasta el suelo.

Recogió el bolso de paja, y arrancando la cuerda de las cortinas que colgaba junto a la ventana, la ató al manubrio y pasó el bolso sobre el alféizar, deslizándolo hasta más allá del borde del tejado inclinado; luego, lentamente, lo hizo descender por el costado de la casa hasta que la cuerda ya no dio más. De mala gana la soltó y la dejó caer en la oscuridad; el bulto produjo un sonido hueco al golpear la tierra húmeda.

Elysia trepó por el marco de la ventana y se sentó en el alféizar mirando hacia abajo, cuando una idea inesperada e insidiosa se apoderó de ella... si se resbalaba y caía... Bueno, había que arriesgarse, y además no estaba demasiado preocupada, se tranquilizó tercamente, mientras seguía mirando el suelo. Después de todo había subido a muchos árboles y muros con Ian, cuando era niña. Siempre había tenido un equilibrio perfecto... ¿qué podía temer?

Dejó la ventana y se deslizó por el tejado hasta el borde, haciendo el menor ruido posible. Se agarró a una gran rama de hiedra, buscando apoyo mientras se inclinaba sobre el borde y, con un rápido movimiento, se balanceó, sosteniendo todo su peso de la rama. Era firme. Dio un suspiro de alivio y cuidadosamente buscó otros lugares seguros para apoyar los pies a medida que descendía hacia el suelo.

Con un sentimiento de exaltación al sentir la tierra firme bajo los pies, Elysia rápidamente desató la cuerda de su bolso y corrió hacia la parte de atrás de la casa. Contuvo el aliento al hacer girar el picaporte de la puerta de la cocina, sabiendo que la cocinera con frecuencia olvidaba cerrarla con llave.

Elysia sintió que la puerta se abría un poco, crujiendo suavemente. Mirando por la rendija, avanzó con sigilo por la gran cocina; tomó un pan, queso, unas tajadas de carne fría y de jamón y dos pasteles recién hechos, con relleno de frutas. Ella pocas veces probaba los dulces, y aquellos pasteles eran para el desayuno de Agatha. Sonrió al pensar en la cara de Agatha cuando descubriera el robo de li pasteles. Pero la sonrisa pronto se desvaneció ante la idea de ser atrapada por su tía, y sintió un frió hasta los hueso

Envolvió las vituallas en un gran mantel a cuadros las metió en el bolso de paja. Después se dirigió a un están donde guardaban el dinero de la cocina, para pagar li encargos ordenados por la cocinera. No había mucho, penso; Elysia desilusionada, pero sí lo suficiente para llevarla hasta Londres.

La luna se había elevado en el cielo, proyectando una luz plateada sobre los campos y los bosques cuando Elysia dejó la cocina, tan silenciosamente como unos momentos antes, cuando había entrado. Se deslizó como un duende por la ancha franja de terreno no protegido entre la casa y los bosques.

Elysia no lanzó una última mirada sobre el hombro hacia Graystone Manor al llegar al bosque, sino que siguió avanzando a buen paso hasta encontrarse entre los árbol Aspirando profundamente, mentalmente rechazó los grillos que parecían retenerla. Debía seguir marchando y poner mayor distancia posible entre ella y Agatha. No queria oir la ira de ella cuando descubriera que la presa se había escapado de la trampa.

Nunca podría volver allí, ni lo deseaba. Ya que estaba sin hogar, no le quedaba más recurso que ir a Londres Probablemente Agatha supondría que Elysia había vuelto a su casa, a los lugares conocidos, y no quería arriesgarse a que la encontrara. Podía buscar trabajo como gobernanta o dama de compañía; después de todo era instruida y ha sido educada como una dama. No iba a permitir que ninguna duda o nerviosidad la disuadiera del camino que ha decidido seguir.

Caminaba lo más rápido que podía a la luz de la luna, tropezando con espinosas matas, cuyas agudas espinas clavaban en su capa, sujetándola, hasta que ella tironeaba y se desgarraba para soltarse, con las manos arañadas y sangrantes. Siguió andando, poniendo mayor distancia entre ella y Graystone Manor. Esperaba llegar a la lindera del bosque antes del alba, atravesar el camino y las praderas abiertas hasta la protección de otro cinturón boscoso antes de que los granjeros empezaran a viajar camino del mercado. No quería ser vista, porque los rumores corrían en el mercado, de granjero a criado, de criado a amo, en el espacio de un par de horas.

Elysia llegó a la ultima parte del bosque y sintió el duro suelo terroso del campo bajo sus pies cuando la primera luz del alba se insinuaba por el este. Detrás de ella el dulce y melodioso canto de un ruiseñor se elevó en el fresco aire de la mañana, el ensueño nocturno sofocado por los dorados rayos del sol.

Elysia calculaba que Graystone Manor estaba horas y millas detrás de ella cuando corría por el campo, tocando apenas el suelo con los pies; luego lanzó miradas alrededor al deslizarse dentro de la tupida franja que bordeaba el extremo del campo.

Tenía que darse prisa si quena alcanzar la protección de los árboles, antes de que se levantara el sol, trayendo consigo su luz reveladora.

Abriéndose camino entre las gruesas ramas, Elysia estaba a punto de erguirse y echar a correr para atravesar el campo cuando quedó petrificada. A lo lejos oyó el ruido de las ruedas de una carreta, y el continuo clop, clop, clop, clop de los cascos de los caballos. El corazón le golpeteaba dolorosamente cuando se detuvo, indecisa. En cualquier momento habría luz, y tenía que atravesar aquel campo, pero no podía arriesgarse a ser vista corriendo como loca por algún granjero que pudiera reconocerla.

Elysia se irguió un poco y espió entre unas tupidas ramas de matorral. A unas escasas yardas, avanzando por el claro, venía un viejo caballo tirando de un carro lleno de cerdos que gruñían. Un muchacho picaba inútilmente a la vieja yegua. Ella mantenía su paso lento, sin prestar atención a la impaciencia del carretero. Elysia reconoció a Tom, hijo de un granjero arrendatario del hidalgo Masters. No podía dejar que la viera. ¡Pero marchaba tan lentamente! El tiempo corría. Un débil resplandor rosado había empezado a aparecer en el cielo cuando el carro cargado pasó junto al escondite de ella, en el cercado. Dejó que el carro se adelantara en e camino, después salió corriendo de detrás del cercado y huy< como loca hacia los bosques, esperando que Tom no mirara hacia atrás.

Sentía que iban a estallarle los pulmones y le dolía un costado cuando llegó a los primeros árboles del bosque Elysia se apoyó agradecida contra el tronco de un gran roble y miró hacia atrás para contemplar la belleza del glorioso amanecer. La luz inundó los campos, convirtiéndolos di grises en verdes, y el cielo fue un prisma de cambiante rosados y anaranjados, que se desvanecían en un vivo azul ¡Estaba a salvo!

Sonrió torvamente al pensar en su loca carrera a través del campo. De niña había corrido alegre por lo campos, sin soñar que un día iba a correr en serio, en busca de la libertad.

A media mañana Elysia tenía las piernas doloridas de cansancio, y sentía la cabeza vacía a causa del hambre. Oia gorgotear un arroyuelo cercano, y siguiendo un sendero que llevaba hasta la orilla se arrodilló en el borde y bebió ávidamente el agua clara y chispeante, mientras con su manos dejaba caer el agua por su brazos, mojando las larga mangas del vestido.

Trepando hasta un musgoso banco sobre el arroyo, sacó el mantel a cuadros blancos y rojos que envolvía la escás comida y, desenvolviéndolo, lo extendió sobre su regazo Cortó un pedazo de pan, puso dentro un trozo de queso mordió con avidez. Añadió un poco de jamón dulce después probó el fragante pastel, saboreando cada bocado del relleno de fruta fresca. Su hambriento estómago empezaba a calmarse cuando terminó el pastel, mientras se decía que jamás había comido nada más sabroso.

Elysia empezó a canturrear bajito, y fragmentos de una antigua canción olvidada llenaron su mente. Lo versos de una vieja balada gitana resonaban en sus oídos desbordando su estado de ánimo cuando se echó descansar en el declive de la cañada, mirando 1a efervescencia cristalina del agua.

Vagabundo soy, sin lazos que me aten, encima la plata de la luna, el suelo bajo los pies, Vagabundo soy, vagabundo soy, entre valles y colinas, doncellas miles he visto, y me apodan el Gitano...

Elysia cantaba en voz baja, demorándose en las pala­bras de la canción. Libre para vagar. Sí; ella era libre. Libre para seguir cualquier sendero que eligiera; no una dirección escogida, quizá, pero sacaría partido de ella... ahora que ya no tenía que volver.

Se permitió unos minutos más de descanso, después se levantó pesadamente y caminó bordeando el arroyo, en busca de un sitio fácil de vadear antes de meterse más profundamente en el bosque. Surgió el sol, desapareció, y después reapareció tras las nubes que habían ido formándose gradualmente a medida que avanzaba el día. Un viento frío se elevó desde el norte, agitando la capa que envolvía a Elysia, que avanzaba bajo el toldo de ramas. Al fin de la tarde calculó que había logrado bastante distancia como para detenerse esa noche.

La última tibieza se desvaneció cuando se atenuaron los débiles rayos del sol y se alargaron las sombras, trayendo una fría crispación en el aire. Elysia vio la luz que se desvanecía, un gran árbol y corrió hacia él, tanteando el suelo que era blando, con una capa de heléchos. Se sentó, sacó la comida, y comió escasamente porque ignoraba cuánto tiempo debía hacerla durar. No creía tener que andar mucho más: en algún momento de la mañana siguiente llegaría al camino principal.

Elysia sacó su abrigador chal y, quitándose la capa, se envolvió en el chal los hombros y la cabeza; después se cubrió con la capa, sintiéndose cómoda a pesar del frió que iba a envolverla al llegar la noche. Sólo esperaba que la tormenta que se había estado preparando a lo largo del día no estallara en medio de la noche.

Se acurrucó con las rodillas casi hasta el pecho, y apoyó la mejilla en un brazo. Quedó dormida instantáneamente, olvidada del frío que aumentaba, sin prestar atención a los ruidos de los animalitos del bosque que buscaban comida entre los árboles.

Elysia despertó cuando un leve aguacero cayó de el cargado cielo y, temblando de frío y mojada, se puso pie. Su cuerpo estaba rígido y dolorido por la carrera del anterior, y por el frío suelo en las largas horas de la noche.

Comió el resto de lo que le quedaba, cuando una luz se extendía sobre los nubosos cielos, convirtiéndolos negros en gris oscuro, y el trueno redoblaba amenazado lo lejos. Volvió a cargar con el bolso y empezó a camina lentamente entre los árboles hasta llegar al camino, uno entre los árboles, en línea recta hacia Londres. Pudo ver a lo lejos un cruce de caminos, y corrió presurosa hacia él cuando la lluvia empezaba a caer en heladas ráfagas contra su cara.

3 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

3

¡Querida, maldita, aturrullada ciudad, adiós! ¡De tus locos ya no me burlaré, Que este año en paz moren tus críticos, Oh, rameras, dormid en paz!

Pope

El sol lanzaba sus rayos por la larga ventana hacia la mesa de felpa verde donde había sido depositada la última carta, y el ganador juntaba sus ganancias.

—Bueno, esto me deja fuera. Soy un mendigo total después de esta mano —declaró uno de los jóvenes ca­balleros riendo miserablemente, procurando no mostrar su remordimiento por haber perdido más de lo que podía soportar de manera conveniente. Alisó el terciopelo suave de su casaca nueva y se preguntó cómo iba a pagar aquello. Charles detestaba tener que pedir a su padre otro adelanto de su asignación, y además dudaba seriamente que el severo caballero asintiera a otra demanda de fondos.

—Ha tenido usted una racha de suerte esta noche, Trevegne, pero siempre la tiene —afirmó lord Danvers en voz alta, tomando un buen vaso de coñac y tragándolo de golpe—. Hay rumores de que tiene usted acuerdos con el diablo y ahora empiezo a creerlo —gruñó, mientras hacía una cuenta mental de sus pérdidas.

Se echó hacia atrás en el silloncito dorado mientras examinaba a los otros, con la corbata arrugada y torcida, la casaca de brocado azul desabotonada para permitir que su gran estómago escapara y descansara al colgar sobre los ajustados calzones.

—¿Qué le parece otra mano? —preguntó ansioso, porque la pasión del juego sobrepasaba sus bolsillos vacíos.

—Estoy más que dispuesto a permitir que recobren ustedes lo perdido, caballeros —replicó lord Trevegne con voz cansada, arreglando los puños de encaje de su manga con un movimiento experimentado de la muñeca. Miró lentamente a cada jugador en un silencio meditativo, y un guiño brilló en sus ojos leonados.

El caballero más joven miró nervioso alrededor de la mesa, y se movió un poco en su asiento, procurando reunir coraje para reconocer que estaba sin un penique. Terminó murmurando suavemente, hacia nadie en particular.

—Demasiado cansado —y volvió a reclinarse en la silla, aliviado de haber tomado una decisión tan difícil.

—¿De verdad, querido Charles? Es una lástima—dijo lord Trevegne comprensivo, con un gesto cínico en sus la­bios sensuales.

Charles Lackton se puso colorado hasta su roja cabellera, y volvió los resentidos ojos azules hacia la alargada figura de su Señoría, sintiendo a la vez rabia y admiración hacia aquel hombre. Había admirado a lord Trevegne desde que podía recordar, las historias de las escapadas de Trevegne habían encendido su imaginación, hasta que Trevegne se había convertido para él en una leyenda.

Charles volvió de sus pensamientos al oír que mezclaban las cartas, ya que los caballeros habían optado

por una última mano. Contempló fascinado cómo las cartas pasaban rápida y expertamente por los largos y finos dedos de lord Trevegne, y el extraño anillo de oro que este usaba en el meñique brilló místicamente ante los atónitos y parpadeantes ojos azules de Charles, unos ojos tan ingenuos como los de un niño. Seguía mirando a su Señoría, que con expresión despreocupada jugaba la mano, aparentemente sin que le importara ganar o perder, aunque las apuestas hicieron que Charles contuviera el aliento, agradecido de no participar en aquella última mano. Todo aquel juego era demasiado rico para su sangre. Había jugado por apuestas menores en la mayoría de los clubes, y si había recibido una invitación para jugar en privado con lord Trevegne, esto se debía a su amistad con el hermano menor de su Señoría, Peter. Había disfrutado ampliamente de la velada, aunque tuviera los bolsillos vacíos.

La habitación estaba en silencio, excepto por la respiración de dos hombres cómodamente sentados en dos sillones de cuero junto a la chimenea. El fuego se había extinguido, las cartas yacían desparramadas con descuido sobre la mesa, y había vasos vacíos con cenizas y colillas en toda la habitación, como único signo de la juerga nocturna.

—Tiene usted la suerte del diablo, Alex —dijo el mayor de los dos hombres enfáticamente, con buen humor—. ¿Está seguro de no haber hecho un pacto con él? Ha vaciado usted los bolsillos de Danvers esta noche, y a él no le agrada perder —y tuvo una risita al recordar la roja cara de Danvers, chorreando sudor.

—Simplemente no era su noche, George. La próxima vez procure no tener ese brillo en los ojos, cuando crea que va a ganar una mano —dijo lord Trevegne riendo, mientras se levantaba, erguía su cuerpo largo y esbelto y se pasaba una mano negligente por el pelo negro como ala de cuervo.

—Siempre he creído que es usted en parte un halcón, con esos ojos tan penetrantes. Ve usted demasiado para ser un hombre mortal —se quejó George.

—No me diga usted que ha escuchado esas historias que corren por los alrededores de St. James. Había pensado bien de usted, George —dijo con naturalidad sirviendo dos coñacs. Tendió uno a lord Denet y volvió a acomodarse en el gran sillón.

—Ya sé que no es usted Lucifer o un diablo encarnado, como les gusta decir a algunos, su hermano entre otros, pero a veces su suerte parece cosa de magia —replicó el hombre de más edad.

—Tal vez tenga una estrella de la suerte, pero prefiero creer que es mi habilidad la que me permite ganar, no la Señora Suerte. Como la mayoría de las mujeres, es incons­tante, y no se puede confiar en ella. No, gracias. Seguiré creyendo en mi propia habilidad, y no me confiaré a las preciosas manos de la Señora Suerte, escurridizas como el mercurio —tomó un sorbo de coñac y, sonriendo, añadió—:

En cuanto a Peter, es un cachorro joven, que sigue a la jauría, como el joven Lackton. Pronto tocará tierra firme. Está enfadado porque no he querido adelantarle dinero de su asignación. La gastaría antes de que yo la hubiera sacado del bolsillo —aflojó la corbata y se acomodó más profun­damente en el sillón.

—Veo que está usted cansado, Alex, y sugiere que debo partir, pero hay una cosa que quiero discutir antes —dijo lord Denet, poniéndose de pie, y plantándose con firmeza, como listo para enfrentarse a un ataque contra su persona.

—No he sugerido que debiera usted irse. Vamos, George, ¿cómo puede usted pensar que soy un anfitrión tan malo como para poner a un invitado en la puerta? De todos modos es más bien tarde... o temprano... como usted prefiera. Simplemente quería ponerme más cómodo —sonrió a su viejo amigo.

—Bueno, no lo he tomado a mal, pero diré lo que debo decir y después me iré. No insistiré sobre el asunto, se lo prometo, pero... —vaciló, sin ganas de hablar ahora que había atraído la atención de su anfitrión.

—Prosiga, George, esto empieza a interesarme. ¿Supongo que quiere darme usted un consejo? —preguntó lord Trevegne con voz tranquila.

Lord Denet conocía a Alexander Trevegne desde que este usaba pantalones cortos, y sabía que su voz tranquila y lánguida engañaba a aquellos que no sabían que servía de máscara a una voluntad de hierro y un temperamento feroz. Los tranquilos tonos de lord Trevegne eran suaves y ominosos, más mortales que los de un hombre que se enfurece como un toro. Alex, cuando estaba enfadado, golpeaba de inmediato y en silencio. Había visto cómo Alex había destrozado a un hombre con su lengua sarcástica, convirtiéndolo en un animal estremecido, dispuesto a presentar el rabo y huir. Pocos hombres se interesaban —o se atrevían— a cruzar palabras o espadas con lord Trevegne, marqués de St. Fleur. Tenía una mortífera puntería con las pistolas, y era aún más mortífero para convertir en tonto a algún conocido molesto, con sus notorios desdenes y esnobismos.

Mentalmente George reunió coraje y se zambulló en el asunto.

—Creo que debería usted pensar en casarse, Alex. Sólo se lo digo porque creo que se lo debo a sus padres muertos, que, como usted sabe, eran íntimos amigos míos.

Lord Trevegne rompió en una dura carcajada.

—Es usted bueno para dar sermones, George. Usted está todavía soltero, ¿o piensa acaso unirse a otros amigos en la dicha marital?

—No se trata de eso, y, de todos modos, tengo cuatro hermanos capaces de mantener lleno el cuarto de los niños, además ya estoy demasiado viejo para ponerme a vivir con una mujer —frunció el entrecejo como si la idea fuera demasiado dolorosa para tomarla en cuenta—. Pero he actuado de manera responsable y discreta con mis queridas, cosa que, puedo añadir, usted no ha hecho. Creo que se divierte usted provocando chismorreos. No se contenta usted con un solo pájaro. No: necesita usted media docena que se disputen sus favores; regala sus dones en todas las salas de juego, desde Londres hasta París. Pero eso no lo satisface, porque también tiene usted historias con damas de calidad, a las que trata tan casualmente como a otras adoradoras. Se ha rumoreado, después de su última aventura con lady Mariana, que podrían expulsarlo del Almack. ¡Y usted no puede permitir eso! —exclamó George, con calor.

—Me importan un comino esas gallinas cacareantes del Almack —dijo lord Trevegne con disgusto.

—¿Y qué me dice usted de Peter? ¿Qué clase de ejemplo le está usted dando?

—George, si no fuese usted un amigo tan antiguo le pediría cuenta de las libertades que se ha tomado esta mañana. Nadie se ha atrevido nunca a hablarme de este modo —su voz se endureció, cargada de sentido, sus ojos dorados se oscurecieron.

—Sólo he hecho lo que considero mi deber —dijo George con un poco de vivacidad y después lanzó una mirada examinando al marqués y añadió—: Y tal vez ya sea hora de que alguien empiece a responderle. Le haría a usted bastante bien que alguien le echara una buena reprimenda.

El marqués rió, divertido de verdad.

—¿Usted cree, George? Ese hombre no existe.

—Tal vez no sea un hombre... —sugirió George de manera torva—. Tal vez encuentre usted su parangón en un diablo con faldas, que lo humillará con una mirada de sus provocativos ojos, que sólo tendrán desdén para usted. Y, si no tiene usted cuidado, la perderá... la única vez en su vida en la que deseará algo que no podrá comprar o ganar —ter­minó George, ruborizándose mientras lanzaba a lord Tre­vegne una mirada turbada, sorprendido por su propia vehemencia.

—Bueno, bueno, no sabía que se hubiera usted convertido en un adivino que mira una bola de cristal, George. ¡De modo que cree usted que encontraré un parangón... —lord Trevegne hizo una pausa, con un gesto de burla en los labios— una diablesa, ya que debe ser mi compañera... que me dará un vapuleo en regla! —rió de nuevo, la cabeza oscura echada hacia atrás—. Espero no tener esa confrontación. Pero si lo que usted predice es ver­dad, entonces la esperaré ansiosamente. Promete ser una feroz aventura... tenga cuidado de mantenerse a distancia, George, porque las chispas que se producirán podrían incendiario a usted.

George resopló con fuerza, incapaz de reprimir la son­risa que vagó por sus labios, y levantó las manos, derrotado.

—Es usted el diablo, Alex. Se burla usted de todo... nada es sagrado para usted. Pero escuche: si estuviera usted casado y establecido, la gente se tranquilizaría. Una esposa añadiría respetabilidad hasta al más curtido de los sinvergüenzas.

—Si alguna vez me caso, seguramente no será para satisfacer a un grupo de chismosos que meten la nariz en los asuntos de otros —contestó lord Trevegne, con una sonrisa torcida en los labios mientras proseguía con provocación burlona—. ¡Y pensar que me estima usted tan poco! ¡Un curtido sinvergüenza, en verdad! ¿Quiere usted que haga penitencia vestido de arpillera y cubierto de ceniza, y que me prosterne en un lecho matrimonial para pagar por haberme zambullido en la disipación?

—¡Claro que no! —exclamó George, conmovido—. Por cierto que no lo estimo a usted poco, Alex. Vamos, es usted un caballero de primera clase. Su nombre no puede ser tomado a burla por nadie... lo cierto es que jamás he oído que haya la menor mancha que ensombrezca el nom­bre de Trevegne. No hay nadie más honorable que usted, Alex, pero... bueno, tiene usted una maldita reputación de libertino; de buscar divertirse con exclusión de todo lo demás. No es que haya nada malo en eso, pero... ¿tendrá usted siempre suerte? La envidia y los celos de otros juerguistas menos afortunados, que han estado protestando acerca de sus extraordinarios éxitos, han provocado los comentarios en el Almack.

—No puedo controlar lo que digan otros, ni permitir que los chismes dirijan mi vida. ¡Dios, tendría que quedarme en casa con un libro de oraciones si lo hiciera!

—Bueno, si no quiere usted casarse, procure al menos no ser tan conspicuo en la exhibición de sus queridas, especialmente cuando son damas de calidad. Todos se han enterado de lo de lady Mariana, incluso cuando usted la dejó. Debo confesar que creí que iba a lograr convertirse en la marquesa de Trevegne, y eso me preocupaba. Lady Mariana nunca ha sido una de mis favoritas. Admito que es una belleza, pero demasiado altanera para mi gusto. He oído que anda ahora tras apuestas más altas: El duque de Linville. Pero no conseguirá mucho de Su Gracia, se lo aseguro. El risueño Lin no tiene mucho que lo recomiende, fuera del título y los bien provistos bolsillos. Nunca he encontrado un personaje más molesto, aunque sea un duque. Lo conocí de niño, ya me desagradó entonces y me desagrada ahora. Tiene la risa más maldita que jamás he oído —dijo lord Denet con desagrado—. Usted era demasiado joven, claro está, pero...

—Basta de recuerdos, George, por favor—suplicó lord Trevegne, extendiendo las manos para aplacarlo—. Creo que he expresado claramente mi posición respecto al matrimonio, y para tranquilizar su activa imaginación, le diré que jamás pensé en casarme con lady Mariana, por hermosa que sea, y ella tampoco esperaba casarse conmigo. Nunca he jugado con muchachas inocentes incapaces de entender mis intenciones... o la falta de ellas, y nunca he engañado a ninguna mujer haciéndole pensar que he buscado algo más que una aventura casual —la voz de lord Trevegne se endureció mientras proseguía, fríamente—. Y sólo ocasionalmente alguna dama ha intentado convertir lo que era un encuentro agradable en algo más permanente. Pero nunca dio resultado... —el marqués bebió un sorbo de coñac y, mirando al silencioso George, añadió, con cínica diversión—. Creo que esto aclara cualquier duda que pueda usted tener referente a mi bienestar, y a propósito: pronto dejaré Londres. —Cubrió graciosamente con la mano un bostezo.

—¡Dejar Londres! —exclamó George, como si dejar Londres fuera algo impensable—. No entiendo... ¿dejar Londres?

—Sí, dejar Londres. Por favor, George, hace usted que hablemos como loros —rió el marqués cuando George repitió de nuevo sus palabras—. Tengo asuntos de los que debo ocuparme, y estoy ansioso por cazar un poco. ¿Está ahora satisfecho? Dejemos el tema, porque todo esto me ha aburrido en extremo. Todas estas preguntas y respuestas... tendré que buscar consejo en un catecismo. —Alex fingió otro bostezo, mirando a George, con una expresión inocente en su hermosa cara.

—¡Dios, de verdad creo que lo he aburrido hasta darle sueño! Es usted un demonio Alex. Nada parece afectarlo, si no es para aburrirlo. Si está tan aburrido: ¿por qué va a dejar la ciudad? Hay aquí muchas cosas para mantenerlo ocupado. Su administrador puede ocuparse de todo lo que atañe a sus propiedades, de modo que no es necesario andar vagando por el campo, ¿no le parece? Malditamente incómodo, si quiere usted mi opinión.

—Ya se ha contestado usted mismo, George.

—Eh, ¿cómo? —George lanzó una mirada confundida al relajado marqués.

—Aburrimiento, George —Alex devolvió la mirada con sus ojos de jade dorado— simple y llanamente eso. Prefiero estar junto al mar, el aire libre, cazando, a seguir encerrado entre bailes y reuniones. Puede ser un viaje con dos propósitos: el descanso y los negocios, que podré hacer a mi total conveniencia. Y le aseguro que no tengo una séptima querida escondida en mis propiedades, ni tampoco he puesto los ojos en la mujer de mi administrador. Sin em­bargo... —añadió con malicia— tal vez tenga alguna novia bien encerrada, que espera ávidamente darme placer, en el dormitorio principal.

El marqués rió y, levantándose como si se dispusiera a partir, terminó con éxito la conversación:

—Oiga, George, venga a Westeriy cuando se canse de Londres. Será usted bienvenido en cualquier momento.

—Bueno, gracias, Alex, Me alegra ver que no me guarda rencor por lo dicho, aunque en verdad deseo que tenga usted una novia oculta en alguna parte —contestó el otro con un gruñido, porque sentía verdadero afecto por el marqués, a quien consideraba como a un hijo—. Iré entonces a verlo pronto, sospecho. Aquí todo será muy aburrido sin su lengua diabólica, Alex.

Lord Denet salió de la habitación, y sus pasos resonaron en la escalera hasta que finalmente lord Trevegne oyó voces y que cerraban la puerta. Se sirvió otro coñac y miró perezoso el diseño de flores de la alfombra de Aubousson bajo sus pies. Su boca se torció en una mueca, su cuerpo estaba tenso como un apretado resorte. Saldría a la mañana siguiente para la costa, y viajaría lenta y cómodamente. No tenía ninguna prisa... como no fuera la de dejar Londres.

Había dicho a George casi toda la verdad. Estaba harto de Londres y del interminable ir y venir entre los clubes, las reuniones y los bailes, de las mismas caras sin expresión y la misma charla tonta noche tras noche. Necesitaba aclarar su mente de las brumas provocadas por noches en vela tras beber y jugar pesadamente, sentirse libre de los pegadizos y destructores tentáculos de la sociedad londinense. Se sentía inquieto, como si en su vida faltara algo. Sentía que estaba en busca de algo, pero no estaba muy seguro de qué podía ser eso. Diablos, lo único que necesitaba era aclararse la cabeza... estaba embriagado con la alegre vida de la ciudad. Lo que necesitaba era un agua clara y fresca de manantial para lavar la amargura.

Podía encontrar esto en el campo, donde tal vez ocurriera lo inesperado, provocando al máximo sus ca­pacidades. Necesitaba algo para saciar su apetito tras la monótona rutina de la vida de la ciudad.

Alex sintió que su sangre hervía a medida que pensaba en el campo abierto, los prados y la acantilada costa de Cornwall y en Sheik, su potro árabe negro, cuando galopaba como el viento a través de la campiña.

—Te has levantado sorprendentemente temprano, viejo —dio una voz lenta en la puerta.

—Lo mismo podría decir yo de ti, Peter —contestó lord Trevegne, lanzando una mirada de desaprobación ha­cia su hermano menor, que había entrado silenciosamente en el cuarto—. ¿Dónde diablos has estado para llegar tan temprano, con aire de ser el mismo infierno? —preguntó Alex, mientras contemplaba a su hermano servirse una buena cantidad de coñac del frasco que disminuía rápidamente.

Peter se acomodó descuidadamente en un sillón, procurando parecer tranquilo, pero sin lograr ocultar su excitación a los dorados ojos que lo miraban desde el otro lado de la habitación.

—Es mejor que me lo digas, Peter, porque proba­blemente me enteraré muy pronto —suspiró resignado.

—Nunca lo adivinarás, Alex, pero he batido la marca de Teddie en tres minutos! —exclamó Peter, incapaz de contener su excitación.

—¿De veras? —dijo Alex, arrastrando la voz—. Explica eso, no soy un adivino gitano.

—¡El tiempo que se tarda desde Vauxhall Gardens hasta Regent Park... y durante el tumulto además! ¡Sus caballos negros no pudieron ante mis tordillos! Sólo pudo ver el polvo a la distancia. Nunca he visto una expresión más furiosa en la cara de un tipo —afirmó con complacencia, sonriendo para sí, mientras tomaba un gran trago de coñac, se ahogaba como si hubiera tragado mal, y tosía mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

Lord Trevegne golpeó con fuerza a su hermano en la espalda y contuvo una sonrisa mientras Peter se erguía, secándose furtivamente los ojos.

—¡No tienes que batir ningún récord para terminar ese coñac, muchacho! Y sucede que es uno de los mejores que tengo, de manera que no tomes de más, si no por tí, al menos para no herir mi sensibilidad de caballero, que deplora ver un buen coñac tragado como un balón de cerveza.

—Perdona, Alex, pero tengo que apagar una sed de todos los diablos y ni siquiera lo había pensado —dijo Peter contrito, tomando un sorbito de la copa, mientras procuraba recobrar la compostura. Se puso de pie, se acercó a la ventana y miró hacia el parque del otro lado de la calle. El sol que se filtraba jugueteaba entre su pelo oscuro, poniendo notas rojizas en la negrura como de ala de cuervo. Se volvió y sonrió travieso, antes de decir con naturalidad:

—Quisiera que me prestaras tu yunta de caballos negros. Nada puede vencerlos —sus ojos azules chispearon incontenidos al ver que su hermano fruncía el rostro, después los ojos dorados percibieron el toque de travesura en los ojos azules.

Los labios de Alex se abrieron en una sonrisa de respuesta.

—De creer que hablabas en serio hubiera supuesto que conducías tu yunta cabeza abajo. Pero me alegro que hayas decidido hacerme una visita. Creí tener que cruzar el Canal para ir a buscarte en una de esas locas buhardillas. Pero, como Napoleón desea ganar la guerra, creo que no perdería tiempo en mandarte de vuelta a Inglaterra.

—Oh, vamos, Alex, no soy tan malo. No he hecho más que divertirme un poco —se quejó el menor, alegremente.

—Bueno, no hagas que te expulsen del Almack—previno Alex, olvidando que él mismo corría peligro de que le ocurriera esto, y su propia actitud burlona.

—Tú has estado muy cerca, y si los rumores son ciertos, entonces...

—... entonces debes tener cuidado y recordar que te he prevenido —dijo Alex, cortando la respuesta de su hermano.

—Bueno, ¿para qué quenas verme? Apuesto que no es a causa de eso —replicó Peter, un poco sosegado.

—Mañana salgo para Westerly —anunció brevemente Alex.

—¡Dejar Londres! ¡No puedes hablar en serio, Alex! ¿Qué diablos vas a hacer allí? —preguntó Peter, incrédulo.

—¡Esto empieza a parecerse a una comedia de Shakespeare! ¿Acaso nadie deja Londres hoy en día? —sus­piró, y después, clavando en Peter una dura mirada de sus ojos dorados, dijo—: Puedo añadir que me ocuparé de la propiedad que mantiene bien repletos tus bolsillos.

Peter tuvo la gracia de parecer levemente avergonzado ante aquella frase, pero la intriga seguía en sus ojos en tanto que Alex proseguía:

—Londres está lleno de chismosos petimetres, sucios novatos y madres con penetrante ingenio, que exhiben sus hijas para meterlas en la cama del mejor postor. Estoy harto de todos ellos —afirmó, y había desprecio en su voz.

—¿Es acaso Mariana la que te hace tirar la toalla?

—Creo que no he oído bien, Peter. Te ruego que repitas esa frase —dijo lord Trevegne con tono tan tranquilo y amenazador que Peter sintió que se le helaba la sangre. Temió haber provocado demasiado la cólera de su hermano, y se sintió mal al recordar a otros hombres que habían aprendido demasiado tarde que lord Trevegne tenía cóleras mortales; hombres que yacían ahora en las entrañas de la tierra.

Y ahora él ya no esperaba más. El otro tipo de amor era algo que ya no existía para él.

Señor de la casa solariega a los quince años, había sido un heredero demasiado joven e inexperto de las enormes posesiones y propiedades de los Trevegne. Lord Denet había sido su tutor, y se había convertido en un buen amigo mientras lo ayudaba con la nueva y pesada responsabilidad. Con la ayuda de administradores y abogados de confianza, había aprendido a manejar West-eriy, y demostrado ser un buen señor de la casa solariega, pese a su escasa edad.

Pero la victoria no había sido fácil, y había muchas batallas en el camino. Un marqués joven e inexperto había sido considerado como presa fácil por torvos administradores, a quienes sólo les importaba llenarse los bolsillos, y por los supuestos íntimos amigos de su padre, que afirmaban que el muerto les debía dinero; nada escrito, naturalmente, las cosas se habían arreglado con un apretón de manos. Y después vino el amistoso consejo de los amigos de su padre, la mayoría de los cuales tenían hijas jóvenes y propiedades empobrecidas, que sugirieron un secreto acuerdo de matrimonio realizado años atrás; las ventajas del joven marqués lo convertían en un excelente yerno.

Pero lord Denet no era ningún tonto y, armado con su estado mayor de abogados, logró mantener alejados a los cuervos hasta que el nuevo marqués estuvo en edad de manejarse solo.

Así había crecido el joven marqués, y se había endurecido hasta convertirse en un hombre de hierro. El hecho de que nunca hubiera tenido oportunidad para ser descuidado y alegre, y que arrugas de preocupación marcaran su cara antes de los veinte años, era algo que no lo preocupaba. Compensó los primeros años de la juventud, que no había disfrutado, viviendo totalmente cada minuto los años siguientes, tanto en Londres como en el continente.

Nadie hubiera podido adivinar hasta qué punto iba a tener consecuencias la muerte de su padre. Había muerto en un duelo poco después del nacimiento de su segundo hijo... asesinado por un adversario que había disparado antes de tiempo. Alex recordaba a su padre como a un hombre de acción, a quien le gustaban las fiestas, la caza menor y, más aún, la caza mayor. Disfrutaba ampliamente de la vida, pero tenía poco cabeza para los negocios. Había dejado que las propiedades y las tierras marcharan sin control, por sí mismas, durante años. Westerly de todos modos había sido mantenido, en parte debido a los esfuerzos de su madre, y seguía siendo una magnífica casa solariega.

Pero lady Trevegne no había vivido para disfrutar de ella, ni lo bastante como para ver a su segundo hijo; un nacimiento y una muerte... la naturaleza se equilibraba.

Alex lamentaba amargamente que Peter no la hubiera conocido. Nunca existiría una mujer como ella. Era la única mujer en la que había confiado. Recordaba los brillantes ojos azules de su madre —los ojos de Peter— rientes, bromeando, mientras dejaba que él tironeara de sus rizos de oro y la despeinara tras estrecharlo con fuerza antes de acostarlo. Ella había convertido cada día en una alegre fiesta;

cada noche ante el hogar, un mundo de fantasía con hadas y elfos, piratas sedientos de sangre y valerosos caballeros, había llenado el mundo de él con un cariño y una seguridad que se habían perdido para siempre el día de su muerte. Se había sentido frustrado, pero al menos le quedaban los recuerdos. Peter no tenía nada.

Gradualmente se había acostumbrado a su estilo de vida y lo había aceptado. Rara vez iba a Londres y, cuando lo hacía, era por asuntos de negocios que tenían que ver con la propiedad. Cuando fue algo mayor echó de menos la intimidad de los amigos y los placeres de la vida que Lon­dres podía proporcionar a un joven. Pero con el correr del tiempo maduró con más rapidez que sus amigos, y empezó a llevar en Londres una vida fácil y frivola. La sana vida del campo lo había convertido en un hombre viril, de manos fuertes, esbelto y moreno, no poseía las manos de lirio blanco de los caballeros de la ciudad. Incluso al volver a Londres tras años de exilio, no había podido olvidar del todo su otro estilo de vida. Sus músculos seguían siendo firmes y duros como la roca, y era capaz de gran resistencia y fuerza: le gustaba el boxeo y la esgrima, las largas cabalgatas, y no fingía fatiga, como les gustaba hacerlo a muchos de sus amigos, después de un ligero trote.

Se hizo miembro del grupo Corintio y del club Cuatro en Mano, debido a su habilidad sin igual para manejar las riendas. Lo invitaban a muchas parrandas, fiestas y salidas de fin de semana, y su naturaleza desconfiada se afirmó a medida que participaba en el torbellino de la vida social de Londres. Con los años, los rumores empezaron a rodear su hermosa y altanera figura. a medida que se cerraba más en sí mismo con su cinismo —presentando un rostro inescrutable al mundo— las historias acerca de él aumentaban. Era una entidad desconocida. Sus locas escapadas, algunas verdaderas, otras no, empezaron a ganarle fama en Londres y, unidas a cierta aura misteriosa que lo rodeaba, esto exaltó la imaginación de la gente. No hay nada que intrigue tanto como un misterio, un acertijo, y el marqués de St. Fleur presentaba uno. Su suerte en el juego, derrotando todas las apuestas, tenía algo de fantástico. Parecía no perder nunca; ya fuera en las cartas o con las mujeres.

Cuando entraba en una habitación, totalmente vestido de negro, como le agradaba hacerlo, bastaba una simple mirada de sus ojos dorados para que palpitaran los corazones femeninos. Era indiferente, arrogante, a veces insultante­mente rudo, incluso con las mujeres más bellas, pero esto sólo añadía más prestigio a su figura de galán. Y la idea de sus propiedades, su fortuna y las famosas alhajas de los Trevegne lo volvían aún más codiciable.

—No te molesta que me quede un tiempo en Londres, ¿verdad? —preguntó Peter esperanzado.

—No, quédate todo lo que quieras, pero procura ac­tuar con un poco de decoro para cambiar un poco.

—No te preocupes. No haré nada que tú no seas capaz de hacer—prometió precipitadamente Peter, con un chispeo en los ojos.

—Eso es precisamente lo que me preocupa —replicó lord Trevegne gravemente mientras caminaba con su her­mano hacia la puerta, tironeándole con cariño la oreja;

después lo previno.

—Ten cuidado, Peter. Recuerda que no estaré aquí para sacarte de alguna dificultad.

—No te preocupes, viejo —dijo Peter con una mueca, pero sus ojos fueron graves por una vez—. Seré un modelo de la sociedad y te enorgullecerás de mí —dijo como despedida, saltando los escalones de dos en dos, porque ya había olvidado la promesa.

Alex quedó de pie meneando la cabeza, con un pliegue de preocupación en la frente, y después se dirigió a su cuarto al sueño largo tiempo esperado. Quería que Peter tuviera lo que él había echado de menos en su juventud, pero quizá fuera demasiado blando con su hermano. No quena que Peter se sintiera privado de nada. Merecía todo lo que él podía darle; y esto era en verdad un pequeño consuelo por no haber conocido a ninguno de sus padres.

—Muy bien. Señoría —contestó Dawson, el secretario de lord Trevegne, retirando del gran escritorio de caoba las cuentas y pedidos que acababan de examinar en la última hora. ¿Algo más, milord?

—No; siga como hasta ahora y nada de adelantos a Peter, a menos que yo lo apruebe. Y si surge algo urgente mándeme en seguida una misiva —contestó Alex arreglándose ante el espejo su corbata de encaje blanco—. Aparte de eso queda usted encargado de todo, Dawson. Confío totalmente en su capacidad.

—Gracias, Señoría —contestó Dawson, halagado por el cumplimiento—. Me hace usted un gran honor y le deseo un viaje agradable... aunque promete lluvia antes de la noche. Mañana será un día húmedo y sombrío para su viaje. ¿Está usted seguro de que desea galopar precediendo al carruaje, Señoría? —inquirió preocupado.

Lord Trevegne miró al hombrecillo de pelo gris, con sus hombros agobiados y sus ojos que bizqueaban. Confiaba implícitamente en Dawson, como confiaba en muy pocos hombres. Dawson se ocupaba del manejo de las tierras desde hacía años, y Dawson sabía tanto o más que él acerca de los asuntos económicos. Había dicho la verdad al afirmar que tenía en él una confianza total.

—No se preocupe, Dawson, yo... —empezó a contestar lord Trevegne, cuando se oyó un golpe en la puerta. Un criado abrió y anunció muy tieso:

—Lady Mariana Woodley, Señoría.

Se hizo a un lado y Mariana avanzó como una reina entrando en la habitación con su vestido de paseo de terciopelo rojo, capa y bonete bordeados de piel, las manos metidas en un oscuro manguito también de piel; su exótico perfume llegó hasta los dos hombres de pie en el centro de la habitación cuando avanzó hacia ellos.

Dawson se dirigió sin ser notado hacia la puerta. Nunca le había gustado lady Mariana y, personalmente hablando, se alegraba de que su Señoría hubiera terminado con ella; hubiera deseado sólo que fuera posible apartarla con un saludo. De hecho, su Señoría se habría sorprendido mucho de enterarse que esta era la opinión de casi todos los criados.

—Alex, querido —murmuró ella suavemente— has sido muy descortés en no venir a verme desde que volví del campo —hizo un bonito mohín con los labios.

Lord Trevegne la miró entornando los ojos mientras ella avanzaba hacia él, extendiendo con gracia sus largas y estrechas manos. Era ciertamente una mujer hermosa, su pelo castaño oscuro soberbiamente peinado revelaba un cuello largo y esbelto, arqueado hermosamente, como un cisne.

El miró los líquidos ojos pardos de ella, sus largas pestañas oscurecidas artificialmente, los labios levantados invitando al beso, un beso que él sabía iba a ser largo y profundo; un beso que ella devolvería enteramente. Ya no la deseaba como la había deseado antes, pero aún experimentaba admiración, y algo más, mientras seguía clavándole la mirada. Los ojos de él vagaron lentamente sobre los redondos pechos blancos, apenas ocultos por el escotado vestido de terciopelo rojo, y su memoria hizo el resto con aquel sensual cuerpo... la sensación de ella, cálida y desnuda, apretada contra su propia carne.

Se apartó bruscamente.

—¿Qué quieres, Mariana? —preguntó con impaciencia, mientras se dirigía a su escritorio y elegía un delgado cigarro de una caja de madera tallada. Lo encendió y, volviéndose, exhaló humo ocultando la expresión de su cara, mientras el aroma del fino tabaco cubría el penetrante perfume de ella—. No es apropiado, querida, que una dama sola visite el hogar de un caballero durante el día.

—¿Cuándo tú o yo hemos tenido en cuenta lo que es apropiado? —replicó ella.

—En realidad no creía que tuviéramos ya nada que decimos. Ambos hemos tomado nuestra decisión, y yo pienso cumplir con la mía. He oído que tú estás haciendo lo mismo... a menos, naturalmente, que se trate sólo de rumores —añadió provocador.

—¡No son rumores! —contestó enfadada lady Mariana, sus ojos pardos llamearon.

—Bueno, entonces, ¿qué tenemos ya que decimos? —preguntó con frialdad lord Trevegne.

—Tenemos que decimos todo, Alex —avanzó y se plantó directamente ante él, y sus ojos se clavaron suplicantes en los duros ojos dorados de él—. ¿Puedes estar aquí de pie ante mí, y afirmar que no me deseas? ¿Que no te gustaría que estuviéramos arriba...?

—Basta, Mariana —dijo él con dureza, agarrando los suaves brazos de ella con unos dedos duros, que mordían—. Te estás abaratando al proseguir con esto.

—¡Abaratándome! —chilló agudamente Mariana—. No digo más que la verdad, establezco los hechos. Estamos enamorados. ¡Al menos yo lo reconozco!

—No, Mariana. Nos deseamos: eso es todo y nada más. Ambos sabíamos que la cosa iba a terminar un día, y tú la terminaste antes con tus amenazas. A mí nadie puede amenazarme o chantajearme, querida— la hizo a un lado, asqueado, apartando la vista de su cara pálida y furiosa, y de sus agitados senos.

—Sólo amenacé dejarte por el duque... a menos que te casaras conmigo... para forzarte a que reconocieras que me amabas y que quenas casarte conmigo. No puedes soportar la idea de que yo haga el amor con otro hombre, ¿verdad?

—Mi querida Mariana, me importa un comino qué cama vayas a calentar. Lo nuestro ha terminado. Tú misma lo terminaste, aunque reconozco que hubiera terminado pronto a medida que el calor del deseo se convertía en frías cenizas —dijo él con indiferencia.

—No te creo. Estás loco por mí. Me tienes en la sangre, como tú estás en la mía —dijo ella con pasión—. Hubiera podido conquistar a Linville hace ya más de un año, pero no: dejé que el hecho de convertirme en duquesa fuera menos importante que mi amor por ti.

—Ah, sí, el duque. En verdad ha sido tu meta suprema en la vida: lady Mariana, la duquesa. No te ciegues acerca del verdadero motivo que te acercó a mí, querida. Es posible que me hayas deseado, pero también deseabas todo lo que yo poseo, incluso los diamantes y esmeraldas y otras alhajas fabulosas que adornarán a la próxima lady Trevegne, marquesa de St. Fleur.

"Sabías que no pensaba en casarme cuando empezó nuestra historia, y no pareció importarte entonces. Incluso afirmaste una vez que te gustaba tu viudez: estar libre para escoger todos los deleites sin tener un celoso marido a quien dar cuenta, creo que dijiste. ¿Por qué este súbito cambio, querida, o hemos representado todo el tiempo una charada? ¿La de meterme contigo en la cama, enamorarme y después atarme a ti legalmente?

—¡Bestia! —dijo lady Mariana, procurando conservar la compostura, la nariz palpitante, las pupilas dilatadas de furor ante aquella revelación de la verdad, que no podía negar. Había amenazado con dejarlo y prometido casarse con el duque si él no se casaba con ella. Estaba tan segura del dominio que ejercía sobre Alex que creyó que él iba a suplicarle que no lo dejara y se iba a casar con ella enseguida;

pero él le había dicho que hiciera lo que le diera la gana, que no le importaba. Ella había creído que el orgullo de él se había sentido herido y que pronto volvería a buscarla, pero él no lo había hecho. La había ignorado e incluso evitado delante de gente en el Almack, lanzándole una de aquellas miradas despectivas que ella le había visto para los intrusos que lo halagaban y procuraban conquistar sus favores. Todo el plan se le había escapado de entre las manos, y estaba desesperada por volver a poner las cosas en orden.

—¿No puedes olvidar lo pasado, Alex? Podríamos volver a como eran las cosas antes de esta pequeña disputa. Estoy ahora aquí, ofreciéndote...

—No, Mariana, es inútil. Ninguno de los dos ha cambiado, y creo conocerte lo bastante como para saber que eres incapaz de cambiar. Además, el fuego se ha apagado;

ya no te deseo. No quería ser tan brutal, pero estas conversaciones no son buenas para ninguno de los dos.

Lady Mariana permaneció en silencio; una expresión confundida en su bello rostro. Siempre se había salido con la suya, siempre había obtenido lo que quería. Era hi¿ a única de padres de edad avanzada; había sido mimada y halagada, y esperaba atención constante y cuidados de parte de sus admiradores. Criada en una propiedad de campo, había crecido anhelando la excitación y la alegría que ocasionalmente obtenía en Londres. Elogiada como sin par en su primera temporada londinense, pronto hizo un ventajoso casamiento con lord Woodley, para no tener que volver al campo junto a sus viejos padres, que no podían soportar el rigor del ajetreado Londres y las fiestas continuas. Era ahora un miembro de los nobles, y no sólo la señorita Mariana Greene: era lady Mariana Woodley. Ella y su marido se habían divertido los primeros años en Londres, viviendo loca y fastuosamente; habían vivido para la diversión más que para sí mismos, y el corazón de ella no quedó destrozado cuando él murió al caer borracho bajo las ruedas de un carruaje, porque ahora ella estaba sola para gastar el dinero, y podía proseguir adelante con sus propios deseos.

En Londres la llamaban la Loca Viuda Woodley, y de todo corazón se divertía viviendo para hacer honor al nom­bre. Luego, tras años de aventuras ligeras, de paso, había conocido a lord Trevegne y se había enamorado por primera vez en su vida. El había estado en Londres cuando ella fue presentada por primera vez, y recordaba cómo las facciones morenas y viriles de él 1a habían excitado. Después él había desaparecido. Oyó que estaba viajando alrededor del mundo. Lo olvidó hasta una noche en que volvieron a encontrarse supo entonces que no había olvidado, y el deseo estalló en­tre ambos.

A partir de ese momento ella trazó con cuidado sus planes, porque aquel era el hombre que deseaba. Sólo lamentaba que él fuera sólo marqués, y no duque. Pero dejó que la ambición fuera sofocada por la marea del deseo, y pensó que tendría que conformarse con ser una simple marquesa. Además tenía el consuelo de las joyas de los Trevegne, que valían un rescate de rey, para compensarla por esto. Sabía que él no tenía ganas de casarse, circulaban rumores de que ella iba a durarle sólo un mes, pero estaba tan segura del amor y del deseo de él y de su poder sobre los hombres, que nunca le pasó por la cabeza que Alex no iba a pedirle que se convirtiera en su esposa. Fingía que la horrorizaba la idea de un segundo matrimonio y que estaba tan ansiosa como él de conservar la libertad. No quería asustarlo, después de todo tenía tiempo por delante, y no pensaba hacer algo que tuviera que lamentar después.

Sabía que él tenía otras queridas, pero no estorbaban sus planes de una vinculación más permanente; de todos modos, como pasaba el tiempo y él no mencionaba el casamiento, decidió darle un susto diciendo que iba a dejarlo por otro. Pero él no había reaccionado como ella había

calculado.

Sin duda era el terco orgullo de él lo que impedía que e sometiera a sus deseos. Había olvidado hasta qué punto era orgulloso. Contempló la hermosa cara de él, los labios firmes y sensuales, y sintió pánico ante la idea de perderlo. Simplemente no podía perder a Alex, el único hombre que había amado. Había tenido docenas de amantes —tan hermosos como Alex— pero en él había algo distinto. Tal vez fuera algunas veces su indiferencia, o su arrogancia, que nunca la dejaban olvidar que él era un hombre. Nunca la buscaba, nunca la dejaba salirse con la suya; y sin em­bargo ella creía tenerlo dominado. Era un amante ardiente, que embriagaba sus sentidos, haciéndola sentirse una mujer total. Se sentía perdida cuando estaba con él, muerta si es­taba sin él; sentir alrededor de su esbelto cuerpo los brazos de él, sentir sus labios contra los de ella...

—Estoy seguro que debe de tener una cita que la espera, lady Mariana, no quiero detenerla más. No conviene que vean su coche parado en la puerta—dijo cortésmente lord Trevegne, con voz fría e impersonal, mientras contemplaba el conflicto de emociones en el rostro de ella—. No querrá usted ver manchada su reputación.

Lady Mariana le lanzó una mirada indecisa, se mordió nerviosa el labio inferior y finalmente encontró una solución y una sonrisa seductora curvó sus labios.

—La verdad es que Linny me espera en este momento, de manera que debo irme, pero, ¿no podríamos vernos mañana si tengo un momento? Ya sabes hasta qué punto es posesivo Linny, de modo que veré si puedo disponer de unos minutos —añadió con ligereza, procurando siempre ponerlo celoso con el duque.

—Me temo, lady Mariana, que no estaré aquí mañana.

—Oh, ¿dónde estarás? —preguntó ella curiosamente, tironeando de sus guantes de cabritilla roja, mientras su mente tramaba ya la manera de llevarlo a su alcoba.

—No estaré en Londres.

—¡Pero no puedes dejar Londres... no puedes dejarme aquí! —exclamó ella, y había sorpresa en sus ojos—. ¡Estás huyendo —añadió Mariana dramáticamente— y es tan innecesario! Si olvidaras tu estúpido orgullo y...

—Lady Woodley lo que usted pueda hacer ya no me interesa, y nunca he tenido que explicar a nadie mis acciones... cosa que parece tengo que hacer desde el mo­mento en que he decidido dejar Londres —dijo él exasperado.

—¡No dejaré que te vayas! —exclamó Mariana, con miedo en la voz. Sabía que, si él se iba, lo perdería para siempre. No iba a estar celoso de lo que no pudiera ver u oír, y tal vez, al irse tropezara con alguna otra mujer.

Le echó los brazos al cuello, apretó su cuerpo contra el cuerpo de él, lo besó ávidamente, su boca procuró separar los firmes labios de él y no recibió otra respuesta que él le arrancara los brazos de su cuello y se apartara del ardiente cuerpo que se pegaba al suyo. Quería convencerla, de una vez por todas, de que ya nada sentía, y dijo la primera cosa que le pasó por la cabeza para destrozar las esperanzas de ella:

—Probablemente estaré casado la próxima vez que nos veamos, y dudo que a mi mujer le guste enterarse de nuestra pequeña aventura —dijo, ocultando su ocurrencia ante la expresión atónita de la bonita cara de ella. No sentía piedad por una mujer que era capaz de usar su cuerpo para chantajear a un hombre. Después de todo, era probable que se casara. Sin duda eso arreglaría muchos problemas que se habían acumulado últimamente. Pensó en la joven hija del hidalgo Blackmore, su vecino más cercano en Westerly. Es verdad que hacía tiempo que no la veía, ni siquiera recordaba como era, pero pensó que debía de tener la edad apropiada, y el hidalgo siempre hacía insinuaciones sobre tal alianza. Sí: una muchacha corriente, alguien que no le trajera molestias y que no exigiera afecto.

—¿Casarte? ¿Tú? —Mañana no secamente, creyendo que era una broma—. ¿Con quién, si puede saberse? ¡No con algunas de esas boquitas ávidas que te lanzan sus enloquecidas madres! Podrías probar con la hija de Bradshaw, déjame pensar... —hizo una pausa como si meditara—. ¿Cómo se llama? Mary, sí, creo que Mary, pero la verdad es que tiene cara de caballo. Y está también Caroline no sé cuánto que tiene una fortuna estupenda, pero, querido mío, tartamudea y bizquea atrozmente... de todos modos, si estás dispuesto a tragar el anzuelo... —terminó con voz especulativa, mordiéndose la punta de su delgado índice, como si procurara recordar otras muchachas entre las que pudiera elegir, cuando él la sorprendió diciendo con voz fría y seca:

—Temo que no haya tenido usted el placer de conocer a la futura lady Trevegne, lady Mariana, ya que ella no vive en Londres.

—No puedes hablar en serio —dijo ella sin aliento—. ¿Estás pensando casarte? —miró la cara de él, sombria y austera, que no revelaba nada—. ¿Qué ha sucedido, me pregunto, con tu juramento de seguir soltero? —demandó con acidez—. ¡Esto es tan súbito tras tantos años de soltería confirmada que me perdonarás que tenga mis dudas! —Sonrió de manera desagradable—. Creeré en ese cuento para niños cuando tenga el placer... de conocer al parangón que finalmente ha logrado que le pongas un anillo en el dedo ¡Hasta entonces no lo creeré!

Alex se dirigió lentamente al escritorio y abrió un cajón, sacó varios papeles y los acomodó mientras Mariana lo contemplaba, intrigada.

—Mi licencia especial para casarme, querida —le dijo sencillamente, mirando su cara sorprendida. Ella se precipitó hacia el escritorio, arrancó el pedazo de papel de sus manos y lo miró brevemente antes de volver a tirarlo, como si le quemara los dedos.

Lady Woodley se precipitó hacia la puerta dejando una estela de pesado perfume. En la puerta se volvió y previno a lord Trevegne, que se apoyaba con descuido en el escritorio, aspirando profundamente su cigarro, y dejando salir con lentitud el humo, con una sonrisa cínica en los labios:

—No hagas nada que ambos podamos lamentar más tarde. Y no he tomado en serio ese tonto papelucho; ¡no vale un comino! —dijo confiada antes de volver con altanería los hombros, haciendo que sus rizos se agitaran provocativos.

Alex quedó mirando la puerta cerrada durante unos minutos después de la partida de Mariana, y suspiró cuando oyó que el coche arrancaba del frente de la casa. No sabía muy bien cómo había recordado la existencia de la licencia de matrimonio, pero probablemente la cosa se le había ocurrido como una inspiración para convencerla de que hablaba en serio. Se la había quitado a Peter el día anterior, cuando este había amenazado con huir y casarse con la actriz de la que estaba por el momento enamorado, a menos que le dieran un adelanto sobre su asignación... era algo que Mariana no necesitaba saber.

Rápida e impulsivamente llamó a su criado e hizo preparativos para partir de inmediato, sin esperar hasta mañana, como había planeado antes. Hizo que Dawson cancelara sus compromisos para esa noche y a toda prisa se cambió de ropa.

Dio instrucciones a un criado agitado y trastornado para que lo esperara en el "Descanso del Peregrino" por la mañana, con el coche, y una hora después salía galopando de Londres.

Miró a su alrededor hacia los prados del campo abierto y las oscuras nubes que se juntaban sobre su cabeza. Aspiró profundamente el aire fresco, con olor a pinos, mientras Sheik avanzaba en la tarde, lanzando una nube de polvo detrás de sus cascos.

—Despacio ahora, muchacho —dijo Alex con suavidad, tirando levemente las riendas— no queremos asustar al mismo diablo.

Rió a carcajadas, con una profunda alegría y con un aire de abandono. No tenía ninguna preocupación en el mundo, nada que lo detuviera. Dejando que Sheik hiciera lo que quisiera, corrieron locamente por el camino, al paso del viento y las nubes, la amplia casaca recamada de Alex flotando tras él.

4 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

4

¡Oh, villanía! Oh, dejad cerrada la puerta:

¡Traición! Buscad.

Shakespeare

El viento había soplado desde el amanecer, desparramando las hojas de los árboles contra las paredes que rodeaban la posada, amontonándolas después y haciéndolas desaparecer en las oscuras y distantes colinas, siniestras a la luz moribunda del crepúsculo. La llovizna iniciada a mediodía se había convertido gradualmente en una pesada lluvia.

Para Tibbitts, propietario y gerente de la posada "Descanso del Peregrino", simplemente era una molestia. El mal tiempo no era bueno para su negocio; significaba un trabajo extra. Con la lluvia aparecían muchas grietas y agujeros en el tejado, y el agua lograba abrirse paso hasta el suelo o, Dios no lo permitiera, hasta alguno de los clientes. La posada estaba situada en el cruce de caminos que llevaban desde el norte y desde la costa hacia Londres, y recibía todo el tráfico de ambas direcciones, incluidos los coches del correo, que se detenían regularmente para dejar pasajeros que cambiaban de vehículo, o para descansar o cambiar los cansados caballos antes de proseguir.

—¡ Ven para acá, mocoso! —rugió Tibbitts, cuando un muchacho pequeño y delgado pasó ante él en el vestíbulo. Extendió su larga mano peluda y asió al muchacho por la nuca—. En qué andas, ¿eh? ¿No te he dicho que limpies el cuarto del caballero? —rugió Tibbitts, mientras daba una fuerte sacudida al muchacho.

—Lo hice, pero el caballero dice que me ocupe de mis cosas, y tiene mala cara, en verdad. Por eso me dije que tenía que irme y lo hice —dijo el muchacho tercamente, procurando soltarse.

—¿Me dices la verdad, mocoso? Si me mientes te arranco la cabeza. No quiero mocosos chismosos que me pongan a mal con la nobleza. Los he visto cuando se enfadan y no quiero volver a verlos. No es muy agradable lo que pueden hacer cuando les da la loca. Recuerdo una vez que una dama, dienta mía, se puso allí de pie, donde tú estás, rechinando los dientes como si estuviera loca, y todo porque yo no había querido dar mi mejor carne al perrito de su Señoría. Siempre lo llevaba con ella, nunca lo perdía de vista. Incluso me golpeó con los nudillos por aquel cascajo labra­dor. De modo que no quiero, por nada, que me metas en otra, ¿oyes? —rugió Tibbitts al atribulado muchacho.

—¡Yo no digo mentiras! —gritó a Tibbitts, que lo apretaba dolorosamente.

—Bien, mocoso, vete, y no quiero oír una palabra más o... —dijo el dueño, empujando al muchacho por el vestíbulo antes de volverse y dirigirse a la sala principal de la posada.

Observó allí con ojo critico cómo la doncella preparaba la mesa para la comida nocturna. La preparaban para varios clientes, porque el comedor privado estaba ocupado en el momento por una duquesa viuda de apariencia formidable. Los dos caballeros londinenses, de aspecto próspero, que ya ocupaban dos de los mejores cuartos, tendrían que soportar esta noche su mutua compañía, y quizá con la llegada del coche correo vinieran más clientes, pero, con este tiempo, el coche podía retrasarse horas. Ya había hecho preparar varios cuartos para los pasajeros que cambiaran de coche y —por necesidad— tuvieran que quedarse esa noche antes de que llegara el relevo. Sonrió para sí, frotándose mentalmente las manos, pensando en las grandes propinas que esperaba recibir.

No era una noche tan mala para el trabajo, pensó Tibbitts, mientras añadía más lefia al fuego que ardía brillante en el hogar. Estallaron las llamas, iluminando las sombras del cuarto, destacando el techo bajo, con vigas de roble, unas vigas ennegrecidas por los innumerables fuegos que habían ardido en la chimenea. Los variados vasos y vasijas brillaron en los estantes, y grandes velas dejaron caer un cebo que salpicaba al tocar el frío metal de los candelabros de bronce.

Una amplia sonrisa dientuda llenó la cara de Tibbitts al pensar en nuevas guineas de oro que iban a colmar sus bolsillos; pero, por el momento, iba a contentarse con una comida caliente para llenar el estómago.

Sir Jason Beckingham, por el contrario, no sonreía mientras miraba de mal humor por la ventana, oscurecida por la lluvia, del cuarto que quedaba directamente encima del de Tibbitts.

Estaba furioso. Aquí, bajo el mismo techo, en una habitación en el extremo del corredor, estaba su más encarnizado y devastador enemigo, lord Alex Trevegne. ¡Detestaba hasta oír mentar el nombre de aquel demonio! No había podido creer a sus ojos al ver a Trevegne entrar a caballo en el patio de la posada hacía un rato; el gran caballo negro había raspado con impaciencia el suelo cuando Trevegne desmontó y caminó luego rápidamente para escapar de la lluvia mientras los muchachos del establo se llevaban el caballo.

Lord Trevegne... el nombre le parecía más ominoso que el ensordecedor tronar de afuera. A partir del momento en que aquel demonio había entrado en su vida, la suerte había cambiado. Antes de esto podía felicitarse de haber ganado una suma bastante elevada en una serie de apuestas afortunadas. Y también las ganancias de numerosas noches en vela frente al tapete le habían permitido, por primera vez en mucho tiempo, esperar cómodamente sentado, sin que los acreedores vinieran a llamar a su puerta exigiendo el pago,

Pero había estado demasiado tiempo con los bolsillos vacíos para sentirse satisfecho con este temporal enriquecimiento. Sabía muy bien cuan rápidamente los gastos abren un agujero en el bolso, y no tenía intenciones de volver a su anterior estado de pobreza y cercana degradación. Las estrechas circunstancias del pasado le habían causado más de una molestia, convirtiéndolo a veces en un mantenido, un comedesperdicios, no sólo despreciado por aquellos que se regodeaban con sus falsas admiraciones, sino, lo que era peor, por sí mismo: perder el respeto hacia uno mismo era la peor traición que podía cometer un ca­ballero.

Después de todo, él sólo deseaba lo que creía merecer, lo que le correspondía por herencia. Había nacido caballero y como tal, por Dios, debía vivir. Pero había tenido que recurrir a las artimañas, convertirse en un astuto picaro. Se había hecho muy hábil para maniobrar a la gente y para eludir cualquier desagrado posterior que pudiera sobrevenir. Lo cierto es que se creía con labia suficiente como para poder librarse de cualquier situación, tan versado estaba en el arte que había llegado a dominar a causa de la necesidad y para preservarse. Se defendía:

en verdad no era culpa suya que hubiera tenido que recurrir a tales prácticas.

Sus amantes padres se habían jugado entre los dos su herencia, y a él sólo le quedaron graves deudas cuando ellos murieron.

Supo desde muy pronto que debería luchar mucho y si quena mantenerse a flote entre la élite de Londres y ocupar el lugar que le correspondía en la sociedad. Sus padres eran conocidos como "la pareja regia", el rey y la reina de carreaux. Siempre se los podía encontrar ante los juegos de azar, provocando a las cartas, más que a sus contrincantes, con su habilidad.

Sir Jason no había heredado la fanática obsesión de sus padres por el juego, sino la habilidad, que lo ayudaba a aprovechar las desdichas de otros... y no consideraba que estuviera por debajo de su dignidad manipular a veces las apuestas para que estuvieran a su favor. Y también había adquirido un apodo gracias a las cartas: el Comodín.

Siempre se podía contar con Beckingham, el Comodín, para alegrar una fiesta. Nadie sabía muy bien qué podía esperarse de él, o si iba a aparecer en el lugar más inesperado, cuando las cosas estaban aburridas y se necesitaba una nueva cara que trajera algunos jugosos chismes.

Pero la cara verdadera de el Comodín estaba oculta para todos los que lo veían, y que aceptaban alegremente el rostro que él deseaba mostrar: jugador, burlón, ingenioso, chispeante... un verdadero payaso loco que provocaba la hilaridad de todos. El verdadero sir Jason quería poder y dinero a toda costa. Nunca volvería a degradarse adulando a alguna duquesa rica y ya madura, o escoltando a alguna mujer con cara de vaca y marcada de viruela a causa de su rica dote.

Rara vez había tropezado con una excepción en la que coincidieran sus deseos y su necesidad, pero Catherine Bellington era esa excepción. Que la belleza y el dinero estuvieran unidos tan limpiamente en un solo paquete era demasiado bueno para que pareciera verdad.

Debería haber recordado que la suerte pasa, que el azar se vuelve contra uno, pero se había sentido muy seguro de que nada podía interponerse en su meta: casarse con Catherine y adquirir fortuna. No se echaba la culpa por haber perdido la ocasión; ni todos los dioses del antiguo Egipto hubieran podido evitar su fracaso. Las cartas estaban contra él, y no por casualidad: el diablo había intervenido en sus planes, el diablo, disfrazado de tutor de Catherine: lord Trevegne.

Todo lo que hubiera podido conseguir casándose con Catherine estaba ahora fuera de su alcance. Todavía joven, en su primera temporada en Londres, ella había sido muy ingenua y fácil de halagar.

En realidad nunca había amado a Catherine, pero le parecía atractiva y a veces lo había divertido. Se habrían entendido muy bien, pensaba, de no haber aparecido cierto demonio que todo lo veía, con ojos color ámbar —que se presentó mágicamente— para hacer caer a Catherine y su fortuna en el regazo de otro caballero.

Catherine, su oportunidad dorada, se había casado con un hidalgo campesino. Sin duda un tipo pomposo, florido, un globo de viento, de piernas arqueadas, barrigón y bulboso, con la nariz colorada por abusar demasiado con sir John Barleycom, pensó con malicia, contemplando en espejo de la pared su hermosa e impecable figura. Catherine habría estado mucho mejor con un Beckingham que con un gañán campesino, pensó vanidosamente.

Pero Trevegne se había presentado para estropearlo todo y convertirlo en el hazmerreír de Londres. Le habían dicho que Catherine Bellington era la pupila de lord Trevegne, que él tenía autoridad total sobre ella y sus propiedades hasta que ella se casara —y sólo podía hacerlo con la aprobación de él. Otros amigos cazadores de fortunas predijeron que serviría de muy poco, o de nada, gastar preciosos fondos en aquella tarea hercúlea; y el coste sena diabólicamente alto si uno enfurecía a Trevegne durante el proceso.

Tenían buenos motivos para tener miedo, porque la reputación de lord Trevegne no se basaba en la exageración o en rumores; sir Jason lo había visto conducir su alto faetón negro y oro, tirado por una perfecta yunta de caballos árabes, con habilidad sin igual, y de hecho se decía que lord Trevegne había de tener un poco de sangre árabe, lo que explicaba la afinidad con los caballos... como si fueran compañeros del alma.

Los amigos íntimos de lord Trevegne lo apodaban Lucifer en su cara, y él reía y estaba de acuerdo. Sir Jason había oído decir a otros que lord Trevegne no era humano, y se le llamaba el Príncipe de los Demonios porque había derrotado fuerzas superiores increíbles. Sir Jason sabía que pocos hombres apostaban o jugaban contra él, porque Trevegne nunca perdía. Los que contemplaban la partida juraban que su Señoría había hechizado las cartas, que el extraño anillo de oro retorcido en su dedo meñique era un anillo mágico, que lo investía de poderes místicos.

Sir Jason creía que Trevegne había logrado que su suerte cayera bajo una mala estrella; y ahora sentía que el suelo se desmoronaba bajo sus pies, y nada de lo que hacía podía cambiar esa suerte. Las cosas no debían haber sucedido de este modo. Incluso había ido a consultar a una gitana cuando la suerte estaba en su favor, para confirmar su estrella ascendente. Una caravana de gitanos había acampado fuera de la ciudad, y él se había dirigido a caballo, para que le dijera la suerte, a una vieja pestilente y sin dientes. La ladrona gitana le había costado bastante cara, pero le había dicho que tenía un futuro brillante: que la Señora Suerte cabalgaba a su lado. Había predecido que una mujer como el reflejo del fuego antes de su triunfo, y después murmuró algo acerca de una amenazadora nube negra y un próximo desastre. El no había creído aquella sombría historia de muerte y desgracia porque estaba en una racha de suerte y todavía no había encontrado la mujer que era como un reflejo de fuego. Pero tampoco hubo triunfos, sólo desventuras y desde luego nada que se acercara a la magnitud de la muerte, aunque tenía que reconocer que, a veces, en épocas como la presente, casi le habría dado la bienvenida.

Lord Trevegne. Siempre con las mejores cartas, siem­pre triunfante. Sir Jason no recordaba una sola vez en la que Trevegne no hubiera tenido suerte y ganado, ya fuera con las cartas o con las mujeres. Había hecho que muchas mujeres perdieran inútilmente el corazón por él. Sir Jason conocía a muchas damas de calidad que habrían corrido a compartir el lecho con Trevegne, si la ocasión se presentara.

Cautivaba a las mujeres jóvenes más buscadas de Lon­dres y Europa, pero cuando comprendía que iban a capitular, perdía interés, y pronto se hartaba de sus protestas de amor. Seguía soltero y les daba su ancha espalda, dejándolas más enamoradas que nunca. Por qué Trevegne no sucumbía ante la belleza y la riqueza de algunas de esas mujeres, era algo que sir Jason no entendía. Si él hubiera estado en el lugar de Trevegne, ya tendría a su cargo una fortuna, junto con algún castillo o palacio, por casarse con alguna princesa o baronesa extranjera.

Dios, no era humano que Trevegne diera la espalda a todo esto. Si hubiera una manera de derrotarle... sin hacerse daño, claro, porque no quería ser retado a duelo por Trevegne, que tenía una puntería atroz con las pistolas. No, no quería que él supiera que tenía una enemigo mortal en sir Jason Beckingham; era mejor que el noble marqués creyera que el Comodín no tenía nada contra él. ¡Ah, la venganza sería dulce como la miel en sus labios si lograba castigar de algún modo al poderoso lord Trevegne!

Un golpe en la puerta interrumpió los pensamientos de sir Jason, mientras miraba sin ver por la ventana.

—Sí, sí, adelante —ordenó sir Jason, volviéndose ante la interrupción.

—Si sir Jason Beckingham tiene la amabilidad de bajar, la cena está lista y aguardándolo —anunció animadamente Tibbitts.

—Bueno, bajaré pronto. A propósito: ¿ha cenado ya lord Trevegne? —preguntó a Tibbitts, con tono estudiadamente aburrido.

—No, acaba de bajar —replicó Tibbitts. Tibbitts bajó con alegría las estrechas y desvencijadas escaleras, pensando que el mocoso tenía razón, que aquel tipo tenía una expresión mezquina en los ojos, sin duda alguna. Seguramente sería un cliente malo si había que enfrentarse a él. Se estremeció al recordar la expresión helada de los ojos de sir Jason. Su mirada recorrió la gran mesa redonda de tablones preparada para la cena, y se detuvo en su otro huésped, de pie y meditabundo ante el gran fuego, aprovechando el calor.

Había otro caballero a quien no le gustaría desagradar:

lord Trevegne, que con frecuencia se detenía en su posada cuando tenía que recorrer la gran distancia que mediaba hasta sus propiedades en Comwail... ¡Ay, en verdad había oído algunas cosas acerca de su Señoría, y no presagiaban nada bueno para quien lo hiciera enfadar! Pero, ¿qué podía esperarse de esos extranjeros de la inhospitalaria costa de Comwail? Una verdadera tierra de nadie, por lo que había oído.

—Malditas comentes de aire —gruñó Tibbitts mientras procuraba que encajaran mejor las ventanas, intentando sin éxito evitar las heladas ráfagas que molestaban a los clientes.

—Por aquí, sir Jason —Tibbitts sacó rápidamente una silla para sir Jason, que acababa de entrar en el cuarto, resplandeciente con una casaca de terciopelo rosa y calzones amarillos, un chaleco de rayas amarillas y anaranjadas y una corbata de encaje blanco, muy almidonada para que se mantuviera tiesa.

Lord Trevegne se volvió lentamente de su contemplación del fuego y miró entrar al otro huésped, arqueando levemente una oscura ceja al reconocerlo.

—Buenas, Beckingham —dijo con lentitud lord Trevegne, mientras ocupaba el asiento frente a sir Jason en la mesa—. ¿Tendré... el placer de su compañía para esta cordial cena que aguardamos?

—Lord Trevegne —dijo sir Jason suavemente, dominando el pánico que había sentido al atravesar la puerta y comprender que iba a estar frente a frente con el marqués—. Será un placer participar de su compañía, milord —añadió amable, mientras anhelaba clavar un cuchillo en el negro corazón de Trevegne.

Lanzó una curiosa mirada a lord Trevegne y dijo a modo de conversación:

—Está usted muy lejos de Londres en una noche infame —se puso limpiamente una pequeña patata en la boca y empezó a cortar un grueso trozo de carne, apetitoso y jugoso, que llenaba el plato.

—La verdad es que estoy camino a St. Fleur. Pero usted también está afuera.

St. Fleur, la Santa Flor. Un mal nombre para el hogar de lord Trevegne, pensó divertido sir Jason. ¿Por qué no llamarlo San Demonio en honor de su dueño?

—Estoy aquí para las peleas de gallos de Brown's Mili. Parece que va a haber algunos buenos peleadores... he oído que Rawley tiene un verdadero matón que le han mandado de York... —explicó, mientras contemplaba como Trevegne se servía una gruesa tajada de jamón del plato traído por la doncella. La escotada blusa revelaba unos hombros y pechos redondos, mientras lanzaba a Trevegne una mirada incitante con su carita llena de hoyuelos, antes de recoger el vaso vacío de cerveza para volver a llenarlo.

—No he visto su coche en el patio —dijo sir Jason—. Supongo que no irá usted a hacer todo el viaje hasta la costa a caballo con un tiempo semejante —preguntó, y su cara reñejaba incredulidad.

Sir Jason se movió incómodo, preguntándose qué habría dicho para provocar aquella chispa de diversión en la cara del marqués.

—Me he adelantado viniendo a caballo desde Lon­dres, mi coche y mi criado me siguen. Llegarán a la posada mañana por la mañana —contestó de manera poco comunicativa lord Trevegne, mientras terminaba su comida con un plato de cremoso postre, salpicado de canela.

Siguieron hablando a medida que avanzaba la noche. Tibbitts sirvió dos copas de su mejor coñac de contrabando y las ofreció a los caballeros sentados ante el fuego. Luego, antes de dejar la habitación, puso otro tronco en el hogar.

Durante una hora hablaron de trivialidades, discutiendo los méritos de las peleas de gallos, quién era el mejor pugilista en Londres y si Napoleón iba a invadir las sagradas costas de Inglaterra, hasta que sir Jason dijo de pronto, harto de vanalidades:

—Creí que iba usted al norte con su pupila, Catherine Bellington... —hizo una pausa como si recordara—. No, ya no se llama Bellington, ¿verdad? Creo haber oído en alguna parte que se ha casado, pero temo no haber entendido bien el nombre del afortunado novio.

—Sí, Catherine está ahora casada, y si no estoy con ella es porque dudo que el afortunado novio disfrute con mi presencia en su luna de miel.

—No tenía idea de que estuviera comprometida cuando estaba en Londres. Después de todo es muy joven. Estábamos citados para ir al teatro cuando me informaron bruscamente de que ella no podría venir porque iba a dejar Londres. No se me dieron explicaciones ni motivos. Se fue de manera brusca, como si la raptaran, podría decirse —prosiguió con persistencia sir Jason, impulsado por algún demonio a decir algo que sabía que iba a lamentar después.

—Estaba en peligro, no del mundo de los espíritus, sino de los buscadores de fortunas que se deslizan en la sociedad —dijo secamente Trevegne, tomando un trago de coñac, y sus ojos dorados se entornaron y se pusieron atentos mientras observaban a sir Jason—. Simplemente aparté una tentación de su camino. En realidad fue innecesario, porque nadie que se hubiera casado con Catherine sin mi consentimiento habría visto nada de su fortuna... y esto habría hecho fracasar su proyecto... y también habría tenido que vérselas conmigo... un custodio que se toma en serio este título.

—¿Y qué habría sido de Catherine si se le hubiera permitido elegir a su marido? ¿Qué habría sido de ella en caso de enamorarse de algún hombre en Londres y que él la hubiera amado? No es sólo su fortuna lo que puede atraer a un hombre. Sucede que es también una muchacha encantadora.

—¿Y qué le hace a usted pensar que Catherine no eligió al hombre con quien quería casarse? —preguntó lord Trevegne, sorprendiendo una mirada atónita en la cara de sir Jason—. Está enamorada de su marido desde que ambos eran colegiales, y estaban ansiosos por casarse. Catherine simplemente quiso probar un poco la vida de Londres antes de establecerse en el campo y convertirse en "una seria matrona", para citar sus propias palabras. Sin duda es atractiva. Pero creo que todos conocemos los nombres de aquéllos a quienes hubiera convenido esta alianza, y de sus pasadas hazañas y reputación de querer atrapar a cualquier heredera disponible. De todos modos, no entiendo de qué estamos hablando, ya que Catherine nunca estuvo libre, y mucho menos ahora, que tiene marido.

—Como usted quiera. Pero hipotéticamente hablando:

¿Qué habría pasado de no haber ella querido casarse con ese hombre, en caso de haber estado enamorada de otro? ¿La hubiera obligado usted al matrimonio, aunque el hombre le hubiese parecido repugnante?

—Si Catherine no hubiera querido casarse, yo no la hubiera forzado a hacerlo. Pero el joven, Beardsley, era aceptable para ella y para mí, y vive en una propiedad vecina, lo que permite que ambas propiedades puedan unirse y formar una. Fue una suerte que estuvieran enamorados, porque con el tiempo yo habría elegido algún joven conveniente, en caso de no haber puesto ella su atención en otra parte, y con mi aprobación. Pero, ¿por qué insiste usted en el amor en el matrimonio? Pocas personas que yo conozca... e imagino que a usted le pasa lo mismo... se han casado por amor; de hecho dudo que lo hayan tomado en cuenta o que sepan qué significa —dijo con soma lord Trevegne.

—¿Quiere decir que usted nunca se casaría por amor? —acusó sir Jason al marqués.

—Lo que quiero decir es que dudo que exista eso que llaman amor. Cuando me case será para tener un heredero, no por estar enamorado de una mujer.

—¡Entonces se casará usted con una mujer por lo que ella pueda darle! —dijo triunfante Beckingham, defendiendo sus propios motivos para el matrimonio.

—No, no en el sentido que estoy seguro está usted insinuando, Beckingham. Me casaría con una mujer porque pueda proporcionarme la única cosa que no puedo obtener solo... un heredero para mi nombre y propiedades. Todo lo demás puedo conseguirlo. En verdad ella podría presentarse ante mí tan desnuda como el día en que nació. Pero no la engañaría haciéndole creer que estoy enamorado de ella... y creo que diferimos en esto. El engaño no es mi fuerte.

El marqués levantó la copa en un brindis silencioso hacia la rubicunda cara de sir Jason, que estaba sentado frente a él, muy incómodo, y después volvió a concentrarse en el fuego, mientras una mueca marcaba sus facciones de halcón.

Sir Jason siguió con la vista fija en el perfil del marqués, y el odio ardió en sus pálidos ojos. Está de mal humor, calculó sir Jason, tamborileando nervioso con sus dedos cargados de anillos mientras buscaba mentalmente un fin apropiado para el marqués... siempre quedaba el asesinato...

Elysia sintió la ráfaga de aire helado a través de su capa de lana, al empujar la pesada puerta de roble de la posada. La lluvia se coló por la pequeña rendija de la puerta abierta, como buscando también refugiarse de la maligna tormenta de afuera.

—Cierre esa maldita puerta, ¿oes que quiere ahogarnos a todos? —gritó una voz amenazadora desde una silla de respaldo alto, frente a un amplio y brillante fuego.

Elysia rápidamente luchó por cerrar la pesada puerta contra el vendaval, pero sus esfuerzos fueron inútiles ante la tempestad que rugía fuera de la posada. La puerta se escapó de sus manos y golpeó ferozmente contra la pared, dejando que otra cortina de lluvia helada penetrara en la habitación.

—¡Infierno y condenación! ¿Es usted tonta o siente un placer sádico en congelamos a todos? ¿Y dónde está el posadero? —amenazó de nuevo la voz.

Una alta figura se levantó de uno de los sillones junto al fuego y avanzó amenazadora hacia Elysia, que seguía luchando con la puerta. Sintió que sus fuerzas la abandonaban. Había viajado en el pequeño coche del correo desde que lo había encontrado, temprano por la mañana, y estaba exhausta.

El viaje había sido interminable por el sombrío campo, en aquel coche que se bamboleaba. El avance se había visto demorado por los caminos llenos de barro y la lluvia torrencial. Había estado apretujada entre la gorda mujer de un granjero, con olor a corral en las ropas, y un alegre vicario que cumplía con los sacramentos en el altar de Baco. Entre sus constantes eructos, seguidos de risitas apologéticas, y los ronquidos de la mujer del granjero, Elysia había sentido que su resistencia llegaba a su fin, pero ahora tenía que enfrentarse a un caballero furioso.

—Mi querida señorita: ¿Quiere usted tener la amabilidad de apartarse para que yo pueda cerrar la puerta, o prefiere seguir ahí, en esa maldita corriente de aire hasta que ambos muramos?

Elysia sintió que dos fuertes manos se apoderaban de sus codos, la hacían a un lado, y la condenada puerta fue cerrada de golpe.

No queriendo provocar nuevos desagrados, Elysia avanzó en la habitación hacia la zona de donde había emergido la desagradable figura, y se plantó frente al crepitante fuego, extendiendo sus manos frías y delgadas para calentarlas. La caperuza de su capa ocultaba su rostro a la vista del caballero vistosamente ataviado que ocupaba el otro sillón, y que ella había observado al entrar. Un dandy de Londres, sin duda, pensó al pasar. Oyó que el otro caballero regresaba a su asiento, y sin volver la ca­beza para verlo siguió calentándose agradecida ante el fuego.

Tibbitts entró ruidosamente; se había entretenido en el sótano en busca del mejor ron, y en tanto había llegado el coche. Vio la figura solitaria, oculta en una capa azul oscura, plantada ante el fuego —un vaho surgía de la tela mojada al secarse— y corrió hacia ella.

—¡Bienvenida a "El Descanso del Peregrino"! —dijo con alegría, cuando la figura de la capa se dio la vuelta—. ¿En qué puedo servirla, señorita? —preguntó con su mejor voz de posadero, pensando que la capa estaba algo gastada y que no iba a obtener muchas propinas.

—Quisiera alojamiento por esta noche, porque mañana tomaré el coche para Londres —contestó Elysia, retirando la capucha de su cabeza y la capa que la ocultaba de sus hombros.

Tanto sir Jason como lord Trevegne habían estado mirando las llamas, ignorando la figura de la muchacha, hasta que el tono bajo y un poco ronco de una voz muy femenina los sacó a ambos de sus pensamientos. La muchacha hablaba con voz culta, y había en ella una inconsciente seducción. Ambos miraron cuando se quitó la capa y reveló un perfil perfecto, con una nariz recta y estrecha, y una boca bien

proporcionada. Pero los ojos de ambos se sintieron atraídos, como la polilla ante la llama, por los brillantes rizos rubio rojizo que brillaban ardientes a la luz del fuego.

Sir Jason se puso de pie con rapidez, se inclinó levemente, y dijo con su voz más encantadora:

—Si es que puede usted perdonar mi grosería por haberla dejado estar de pie, le ofrezco con alegría mi sillón, y permítame presentarme: Sir Jason Beckingham, a sus órdenes.

—Gracias —contestó Elysia fríamente, sentándose jun­to al fuego— estoy muy cansada y aterida hasta los huesos —se estremeció un poco, lanzó una mirada interrogativa ha­cia sir Jason con sus brillantes ojos verdes, mientras él seguía de pie junto al sillón, mirándola confundido.

—Tibbitts —ordenó sir Jason— traiga algo caliente para que beba esta señorita, y después la comida. ¡Dése prisa hombre! —hizo un gesto despidiendo a Tibbitts, que había seguido de pie en silencio, mientras su idea acerca de la nueva dienta cambiaba rápidamente al verle la cara. Tal vez no tuviera mucho dinero en el bolsillo a juzgar por sus ropas, pero era de la nobleza, de esto estaba seguro, y debía esperar más comodidad de la que él había pensado darle en un primer momento. Especialmente si era el caballero quien pagaba. Además, bien podía tratarse de una de esas aristócratas excéntricas que se visten como criadas para divertirse. ¿Acaso un par de jóvenes de sociedad, vestidos como cocheros, y conduciendo un cochecito de correspondencia, no se habían presentado en su posada la semana anterior? Habían bebido toda la noche y al día siguiente casi hicieron volcar al coche, con todos los pasajeros, a mitad de camino. No había que arriesgarse con esta muchacha. La trataría como era debido.

Sir Jason acercó otro asiento para él, y estaba a punto de sentarse cuando se detuvo, sorprendido.

—Esto me recuerda... —rugió, como lleno de remordimiento—. ¿Qué pensará usted de mis modales? Permítame que le presente... —se disculpó, señalando al hombre que se había portado de manera tan abominable con Elysia, y que había permanecido sentado, mirándolos tranquilamente mientras ellos hablaban—. Lord Trevegne, marqués de St. Fleur. ¿Y usted es...?

—Elysia Demarice —y tendió la mano con sus lar­gos y sensibles dedos a sir Jason, y después a lord Trevegne, que se había levantado perezosamente al ser presentado.

—Señorita Demarice —dijo con su voz lenta, tomando la mano de la joven e inclinándose elegantemente ante ella. Elysia retiró bruscamente la mano, al sentir un estremecimiento en todo su cuerpo ante el contacto de los fuertes dedos. Podían ser manos crueles, pensó, mientras miraba hipnotizada el extraño anillo de oro en el dedo meñique, que reflejaba el oro de los ojos de él —ojos de pesados párpados— que parecían penetrar en su mente, leyendo sus más ocultos pensamientos.

—Aquí tiene, señorita, un buen ponche para entrar en calor —interrumpió Tibbitts rompiendo el encantamiento que parecía haberse apoderado de Elysia. Puso el humeante vaso en manos de Elysia y miró alrededor, una mueca en su cara florida—. ¿No tiene usted equipaje, señorita?

—No, no tengo nada aparte de ese bolso de paja

—contestó Elysia, señalando el bulto que había quedado abandonado cerca de la puerta—. Viajo poco cargada —añadió, mientras una sonrisita tironeaba de los extremos de su boca al pensar que todos sus bienes terrenales estaban amontonados en aquel bolso. Tibbitts se encogió de hombros y fue a recoger el bolso.

—Viaja usted muy poco cargada y con un tiempo atroz, señorita Demarice —dijo con suavidad el marqués— y uno se siente tentado a preguntar por qué. ¿No será usted una de esas aburridas mujeres que huyen de su casa para reunirse con un raptor, perseguida por una jauría de parientes histéricos? Me estremezco ante la idea de verme acostado en la posada y ser acusado de complicidad... o incluso de ser el posible novio, ¡Dios no lo permita! —dijo burlonamente, aspirando un poco de rapé.

—Eso, milord, es un asunto privado y que sólo me concierne a mí —contestó Elysia brevemente— pero, para tranquilizarlo, le diré que no huyo de mi casa para reunirme con ningún raptor. Detestaría que usted se inquietara por esa causa, y tampoco puedo imaginar un candidato menos apropiado como novio en perspectiva —añadió Elysia, con acidez. Se sentía angustiada al comprobar hasta qué punto él había estado cerca de la verdad, y dos manchitas de color vivo aparecieron en sus pronunciados pómulos.

Lord Trevegne la miró con ojos entornados y hubo en ellos un resplandor, que Elysia afrontó, desafiante. Finalmente una sonrisa torcida apareció en la dura cara de él.

—¿Demarice? Ese nombre me suena conocido —sir Ja­son miraba a Elysia como procurando reconocer en la cara de ella algo que lo aludía, cuando una expresión la iluminó—. ¡Charles Demarice! ¡Eso es! —exclamó—. Es su padre, ¿ver­dad? ¡Tiene que serlo, con esos ojos suyos! Lo llamaban el Gato Demarice porque sus ojos se levantaban un poco en los extremos, como los de los gatos... al igual que los suyos. ¡Es como mirar a un gato!

Elysia se ruborizó turbada cuando los dos hombres la miraron abiertamente a la cara, y después sintió que los ojos del marqués apreciaban lentamente el resto de su apariencia, haciéndola sentirse fea y desaliñada al lado de la elegante casaca de raso y terciopelo, y de la ropa blanca inmaculada. Vio la intriga en los ojos de ellos: debían de estarse preguntando qué hacía la hija de Charles Demarice, vestida con harapos.

—¿Dónde está Demarice? Hace años que no lo he visto en Londres. Hace tanto tiempo que en realidad casi he olvidado todo lo referente a él —preguntó sir Jason, con curiosidad.

—Mi padre murió hace dos años, al igual que mi ma­dre. Ambos murieron al volcar su coche —dijo Elysia suavemente, y una sombra de dolor cruzó por sus ojos, oscureciéndolos, al recordar la agonía experimentada al recibir la noticia.

—Caramba, lo lamento mucho —se disculpó contrito sir Jason—. Ignoraba totalmente la pérdida. Le doy mi sen­tido pésame por tanta desventura.

—A veces pienso que fue mejor que murieran juntos, como ocurrió, porque dudo que hubieran podido sobrevivir el uno al otro, a tal punto se amaban.

—¡Qué extraordinario! Rara vez tropieza uno con un afecto semejante entre marido y mujer; de hecho, lord Trevegne, aquí presente, ni siquiera cree en el amor... especialmente en el matrimonio. ¿No es verdad, milord? —preguntó sir Jason agudamente al marqués, que parecía aburrido.

—Exacto. El amor sólo existe en la mente de poetas empobrecidos, que halagan las fantasías de los adolescentes y de las solteronas —contestó lord Trevegne sarcástico, con una mueca burlona en los labios.

—Demuestra usted su ignorancia de las cosas más bellas con una afirmación como esa, milord... pero no esperaba otra cosa de un caballero de Londres —refutó con rabia Elysia.

—¿De verdad? ¿Y supongo que habrá usted experimentado ese estado de dicha envidiado por igual por los dioses y los mortales? —provocó.

—No, no lo he experimentado, pero...

—Entonces no sabe usted nada de eso, y, si no me equivoco, tampoco conoce la pasión. Sólo sabe usted lo que ha visto o leído. Creo que la mayoría de las mujeres encajan dentro de dos categorías: o bien son románticas sentimentales dispuestas a derramar lágrimas en cualquier ocasión, o mercenarias oportunistas, en busca de lo que puedan conseguir —lord Trevegne lanzó a Elysia una mirada interrogativa—. ¿A qué clase pertenece usted? me pregunto... —y sus labios se curvaron levemente al añadir al insulto—. Con su físico no debe de tener dificultades para lograr que hasta su más mínimo deseo le sea concedido por algún tonto embelesado.

—No soy ninguna de las dos cosas, milord —replicó Elysia, rápidamente y con frialdad, mirando directamente los dorados ojos del marqués—. Soy realista. Sé que la mayoría de los hombres son bestias inhumanas, concentrados en sus deseos egoístas, sin pensar un instante en los sentimientos de los que los rodean... especialmente si una mujer tiene la desdicha de ser la esposa de uno de esos colegiales que no terminan de crecer —dijo Elysia con desdén, animándose a medida que proseguía, con su pequeño mentón redondo lanzado provocativamente ha­cia adelante—. De verdad compadezco a su esposa, milord, si esa es la opinión que tiene usted del sexo femenino. Pero, como ya he dicho, espero poco de la gente de su clase. Un caballero londinense... ¡ja! ¡Caballero en verdad! ¡Sus bribonadas sólo son sobrepasadas por su narcisismo, y yo creo que las mujeres están mucho mejor sin la presencia egoísta de ustedes, y que harían bien en despreciar a todo el sexo masculino!

Elysia se interrumpió sin aliento, escandalizada ante su propio comportamiento, y un poco confundida por su diatriba hacia el atónito marqués, que parecía casi desconcertado, cosa que a ella le parecía dudoso pudiera ocurrirle nunca. Pero se negó a disculparse: después de todo sólo se había defendido de los insultos de él.

—Touché —dijo sir Jason divertido, porque había disfrutado enormemente de aquel cambio de palabras. Aplaudió apreciativamente, haciendo inundar de rubor las mejillas de la mortificada Elysia—. Bueno, bueno, de ver­dad se las ha cantado usted al marqués, y creo que esto es algo que nadie ha hecho jamás, ¿eh, milord? —sonrió sir Jason—. ¿Me perdonará usted, señorita Demarice, por ser miembro del sexo odiado que usted tanto desprecia, y me permitirá seguir disfrutando de su encantadora compañía? —suplicó sir Jason, mientras un chisporroteo dulcificaba sus ojos azules—. ¿Conoció usted alguna vez a los padres de la señorita Demarice, Trevegne? —preguntó amable, volviéndose hacia el marqués a medida que se aflojaba la tensión.

—He tenido el placer de verme con sus padres una o dos veces, si la memoria no me falla. Creo que rara vez venían a Londres —lord Trevegne hizo una pausa—. Pero recuerdo vivamente a su madre. Tiene usted el mismo color de pelo.

El marqués la miró rudamente, haciendo que Elysia sintiera que era un crimen tener aquel color de pelo. Se acarició con placer un brillante rizo y pensó que nada podía importarle menos que el hecho de que aquel hombre odioso aprobara o desaprobara su pelo.

Se excusó amablemente cuando Tibbitts trajo comida para ella y la depositó sobre la gran mesa. Elysia se sentó y empezó a comer ávidamente el sabroso pastel de pichón, el trozo de carne y algarrobas, dulces y sabrosas, que le habían puesto delante. Le parecía una fiesta, a tal punto estaba acostumbrada a las comidas malas y sin gusto de la tía Agatha.

La tía Agatha. Se preguntó qué estaña haciendo ahora. Probablemente maldiciéndola con cada resuello de su cuerpo delgado y huesudo, pensó Elysia con placer. Pero su placer se esfumó al recordar la fuerza de aquellos largos y delgados dedos cuando habían sacudido su hombro en un apretón despiadado, y en el castigo que recibiría de Agatha si al­guna vez la encontraba.

Miró el humeante pastel caliente, mordiéndose los la­bios mientras se preguntaba si había hecho lo que más le convenía. Si en verdad podía encontrar trabajo en Londres,

—¿No le gusta? —preguntó una voz divertida, y Elysia miró hacia la sonriente cara de sir Jason. Pensó que de ver­dad era un hombre agradable, pese a sus aires y sus ropas de vivos colores. Detestaba al arrogante marqués, pero tenía que reconocer sin embargo que estaba vestido más a su gusto, con una casaca de montar color ciervo y pálidos pantalones que acentuaban sus muslos musculosos por encima de las lustradas botas negras. Nadie podía confundirlo con un dandy, pensó. Sus ropas y sus maneras rudas desmentían eso.

—Hum... es delicioso —dijo Elysia aspirando profundamente— y sé que no me comporto como una dama al comerlo todo, pero estoy hambrienta.

Sir Jason se sentó y clavó la mirada en Elysia como si viera un fantasma, una visión realmente extraordinaria, con una expresión meditabunda en sus ojos azul claro.

—Supongo que no habrá usted quedado sola en el mundo al morir sus padres —dijo sir Jason—. Sin duda tiene usted otros parientes con los que vive y que deben estar preocupados porque viaja usted sola.

—Sí, tengo parientes —contestó Elysia evasiva, mientras terminaba el pastel; deseaba que sir Jason no se mostrara tan amistoso y curioso, porque cuanto menos se dijera acerca de la tía Agatha, tanto mejor sería. Pero sir Jason pareció satisfecho con su respuesta, se puso de pie, se excusó y dijo misteriosamente:

—Mi querida señorita Demarice: esta noche se ha realizado la profecía que me hizo una gitana, y le estoy a usted muy agradecido.

Elysia sonrió ante aquella frase un poco críptica, sin entenderla y demasiado cansada para interrogar. Tras terminar la cena se levantó en silencio de la mesa y dejó la habitación, sin molestar a los dos caballeros que se habían sentado ante una mesa más pequeña para jugar a las cartas. Cuando Elysia subía por la tosca escalera, oyó que abrían la puerta principal de la posada. Mirando por encima del hombro vio entrar a un caballero rotundo, que arrojó la capa empapada sobre un estrecho banco que había contra la pared y gritó llamando al posadero; después se dirigió hacia donde estaban sentados los dos caballeros.

Elysia atravesó el oscuro corredor, pasó varias puertas hasta llegar a la de su cuarto, donde Tibbitts le había dicho que había dejado el bolso, entró y cerró con suavidad la puerta. ¡Estaba tan cansada, tan desprovista de toda emoción cuando se quitó el vestido, se puso el camisón y se dejó caer agradecida en la cama!

No había pensado pasar la noche en una posada, creyendo que el coche correo iba a seguir directamente hasta Londres. Sacó su precioso saquito de dinero, que rápidamente disminuía de tamaño. Había tenido que pagar casi cinco peniques por milla, además de las propinas para el cochero y el guardia, que galopaba al lado para custodiar el correo de los salteadores. Tenía que pagar el cuarto, la comida y el resto del viaje. Había esperado que el dinero le alcanzara hasta llegar a Londres, pero dudaba ahora que sobrara lo bastante para alquilar una habitación hasta conseguir trabajo. Bueno, ya se preocuparía de eso cuando llegara.

Elysia estaba a punto de meterse en la cama cuando llamaron a la puerta, y, al abrir una rendija, vio a Tibbitts, que traía entre las manos una vasija con un líquido humeante.

—Saludos del caballero sir Jason, señorita —dijo tendiéndosela—. Dijo que era para ayudarla a dormir bien y a entrar en calor.

—Gracias —dijo Elysia aceptando agradecida la bebida caliente— y le ruego que dé usted las gracias a sir Jason.

Cerró la puerta y, calentándose las manos en la vasija, pensó que quizás había actuado de manera apresurada. Quizá no todos los caballeros londinenses eran unos picaros a los que había que temer. Elysia bebió todo el delicioso brebaje con sabor a ron, sintiendo que recorría su cuerpo helado. Al acostarse y deslizarse bajo las mantas se sintió un poco mareada. Debe de ser el ron, pensó en medio de una niebla. No estaba acostumbrada al alcohol fuerte, pero lo cierto es que ahora se sentía bien entrando en calor. Se acomodó mejor en la cama y cayó en un profundo sueño.

5 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

5

Encontré una dama en los Prados, bella era, hija de las hadas, largo era su pelo, su pie ligero y salvajes eran sus ojos.

Keats

Elysia se sentía totalmente trastornada. Nieblas confusas giraban en su mente en perezoso torbellino.

¿Ricitos, Ricitos, cuándo serás mía?

No lavarás platos

no alimentarás cerdos.

Sentada en un cojín,

lindamente coserás

y comerás fresas, azúcar y nata...

¿Fresas? No era ahora la estación, pero de verdad le gustaban con nata y azúcar. Tuvo una risita.

La pequeña Polly Flinders

sentada en la ceniza

calentaba los deditos de sus pies.

Su madre la descubrió,

su madre la castigó,

por estropear su lindo vestidito...

¿Qué lindo vestido? Hacía tiempo que no tenía ningún vestido nuevo. Sería maravilloso comer fresas con nata y tener un lindo vestido nuevo. ¡Uff... cómo le dolía la ca­beza! ¿Qué le pasaba? Ya era demasiado mayor para aquellas canciones infantiles, de colegio. Oía la lluvia golpeando contra los cristales; no podría salir a jugar:

Lluvia, lluvia, vete de una vez, otro día deberás venir...

La lluvia que golpeaba contra los cristales se hizo más fuerte y Elysia abrió los ojos soñolienta, mirando las gotas de agua cristalina que corrían por el cristal, como diminutos duendes. Elysia cerró los ojos y procuró recobrar su sueño, pero era demasiado elusivo, no recordaba, y se sintió vagando sola, como en una nube, mientras sonreía complacida. Tenía que abrir los ojos y despertar, pero se sentía tan a gusto y descansada, los párpados tan pesados y caídos, que verdaderamente dudaba de poder volver a abrirlos. De todos modos era una mañana siniestra y fría para salir de la cama.

Se volvió hacia un costado, abrazada a la almohada, y oyó el continuo latido de su corazón. Resonaba como dentro de su oído. Y ahora oía latir dos corazones. ¿Qué tontería era esta? No tenía dos corazones, pensó amodorrada, la mente envuelta en una extraña nebulosidad.

Elysia luchó para volver a abrir los ojos, y los párpados se agitaron un poco al intentar mirar. Todo parecía indistinto.

Miró confusa la almohada bajo su mejilla. Parecía el pecho de un hombre.

Elysia contuvo el aliento y miró la cara dormida del hombre. ¡El marqués! Sus ojos se dilataron al comprender que yacía acurrucada junto a él, con una pierna íntimamente entrelazada con las de él; el marqués estaba echado de espaldas y el brazo de ella se extendía sobre el pecho desnudo y musculoso.

Se apartó con cuidado, procuró sentarse, pero sintió que su cabeza no tenía peso al mirar alrededor del cuarto. ¿Qué hacía él en el cuarto de ella? No, no era el cuarto de ella. ¡Estaba en un cuarto que no conocía! Elysia sintió que el pánico se apoderaba de ella... ¿cómo era esto posible? Anoche había estado en su habitación... de esto estaba segura... ¿qué hacía pues aquí, en la cama de un desconocido? Oh, Dios, ¿qué había pasado? ¿Cómo era posible que ella y el marqués compartieran un lecho?

Elysia arrojó a un lado la parte de la manta que la cubría, ¡estiró las piernas para saltar de la cama y se dio cuenta que estaban desnudas! Miró sus muslos largos y esbeltos, y volvió a meterlos bajo la manta, temblorosa ante la realidad.

¡Estaba desnuda! ¿Dónde estaba su camisón? Miró enloquecida alrededor, mientras se acurrucaba bajo las man­tas, pero no lo vio en ninguna parte. Se mordió nerviosa un dedo, lanzando una mirada desconfiada al durmiente marqués. ¿Era posible que hubiera hecho eso? No: ella le había sido profundamente antipática desde que se vieron. Por algún motivo supo instintivamente que él no era hombre que se prestara a aquel tipo de juego, o lo que fuera. Pero supo que tenía que salir del cuarto antes que él se despertara y... ¿y después qué? Porque, si él era inocente, seguramente iba a creer lo peor: que ella había venido a su habitación... y se le había metido en la cama. ¡ Oh, Dios! ¿Qué podía hacer?

Elysia lo oyó lanzar un profundo suspiro y estirarse, sintiendo un creciente terror ante la idea de que él despertara y la encontrara allí. En su pánico saltó y corrió hacia la puerta, después lanzó un grito aterrado cuando sintió que unas manos fuertes la sujetaban y volvían a arrojarla sobre la cama antes de haber podido dar un paso. Luchó como un gato salvaje, con las manos y las piernas, procurando arañar y patear, pero él era demasiado rápido y fuerte para ella, y Elysia se encontró oprimida bajo su duro cuerpo, los brazos tendidos sobre la cabeza en un apretón como de tuerca, sus piernas contenidas por las de él... el desnudo cuerpo de ella íntimamente apretado contra el cuerpo de él. Ambos respiraban con fuerza, los atónitos ojos verdes de ella dilatados se clavaban en los sorprendidos ojos ambarinos de él... y ninguno de los dos habló: sólo sus ojos se unieron.

Ella vio que una sonrisa torcida empezaba a asomar en la cara de él, y que los ojos vagaban por su rostro asustado; tenía los labios temblorosos y separados. Las aletas de la nariz le palpitaban. Después los ojos se fijaron en su pelo, suelto y flotante a su alrededor como un velo rojo oro, y finalmente los vio estrecharse y oscurecerse mientras le miraban sus senos, que se agitaban incontrolados bajo el cuerpo de él.

—Bueno, bueno —dijo él con lentitud— reconozco que hace años que no tenía una sorpresa tan agradable. ¡Despertar y encontrar que Afrodita ha venido a mi lecho durante la noche, y tan convenientemente ataviada! —Hizo una pausa y su mano se movió insultante por el desnudo cuerpo de ella—. ¿O debería decir tan convenientemente desvestida? Es verdaderamente inesperado. Pero que no me haya despertado... ¡eso es imperdonable!

—Por favor, por favor, escuche —suplicó Elysia, mientras los labios de él recorrían lentamente su cuello y los dientes tironeaban el delicado lóbulo de su oreja, haciendo estremecer su espina dorsal.

Aparentemente él estaba tan sorprendido como ella de que estuvieran juntos en la cama. No se había equivocado al pensar que el marqués no era hombre que hiciera una cosa semejante, pero ahora se trataba de convencerlo de que tampoco ella era capaz de hacerla.

—No sé cómo he venido a parar a su cama... Yo... estoy tan sorprendida como usted de encontrarme aquí, pero por favor, usted... —procuró decir, pero la boca de él descendió cruel sobre la de ella, cortando cualquier explicación. Sintió que los duros labios de él separaban los suaves de ella, que su lengua buscaba la de ella, sacudiéndola con el contacto y la íntima búsqueda de su boca.

Elysia estaba sin aliento cuando los labios de él se apartaron, tras explorar y sumergirse en su dulzura. Los la­bios de él se movían por su garganta en besos rápidos, breves, y sintió que la mano hurgaba en las curvas de su cuerpo, explorándolas con persuasivas caricias. Luchó desesperada contra la mano que todavía la sujetaba, mientras la boca de él jugaba con el pezón rosado de su seno hasta que se puso erecto.

¿Qué le estaba haciendo? Nunca había sentido antes nada semejante, nunca había experimentado los besos de un hombre o las caricias de un amante. Estaba asustada. Pero un fuego líquido corría por su sangre, una rara excitación ardía en lo profundo de ella... a la par de su miedo.

—Me has hechizado —murmuró él pesadamente, en­tre los besos— me has mareado de deseo. ¡Siento que me va a estallar la cabeza!

Sus labios recorrieron las sienes de ella y sus ojos enloquecidos, cerrándolos con besos, hasta que al fin la boca se detuvo posesiva sobre sus labios enrojecidos.

—¡Mi bruja helada, de ojos verdes, tan desdeñosa con su pelo de fuego! Te haré vibrar de pasión, Elysia —murmuró lord Trevegne, casi incoherente, y el nombre de ella sonó como una caricia en sus labios.

Su boca se apretó contra la de ella, hiriéndola a me­dida que sofocaba sus protestas y gemidos con ávidos besos que se volvían más profundos y rudos a medida que transcurrían los interminables minutos. Elysia sintió que él tanteaba, después la sensación de algo duro y extraño a su cuerpo femenino la tocó íntimamente. Se sintió aterrada, y volvió a la lucha con fuerza, aunque sabía que era una batalla perdida. Después oyó el ruido.

La puerta del cuarto se abrió de golpe, unas voces parecieron llenar los oídos de Elysia, y sintió que el duro peso del musculoso cuerpo de lord Trevegne se levantaba.

—Aquí estamos, Terry —dijo una voz conocida, que se interrumpió bruscamente—. ¡Caramba, mil perdones! ¡Creí que este era mi cuarto!

La voz de sir Jason sonaba sorprendida y apologética. Lord Trevegne, que se había separado de Elysia al oír las voces, estaba ahora sentado, mirando con una expresión mortífera la cara de los dos confundidos caballeros, que permanecían nerviosamente de pie en la puerta.

—Si nos disculpa usted, Trevegne... —Sir Jason hizo una delicada pausa, y sus ojos vagaron sobre el cabello despeinado de Elysia y sus hombros desnudos, mientras ella se acurrucaba bajo la sábana— ...y le ruego, señorita Demarice, que acepte usted nuestras más profundas disculpas.

La cara del otro caballero era de un intenso tono rojo cuando miró nervioso a lord Trevegne, que tenía una expresión asesina en sus ojos dorados, y después, incapaz de controlarse, miró la deliciosa criatura con el salvaje pelo rojo y los grandes ojos verdes, que estaba acostada en la cama del marqués.

—Hum, sí, sí, les pido disculpas —murmuró, dando un rápido paso para alejarse de aquellos turbadores ojos y del creciente y oscuro mal humor del marqués... un hombre a quien no convenía ofender.

Sir Jason se apartó un poco más lentamente, mirando por encima del hombro al cerrar la puerta, y una mueca amplia de triunfo se pintó con malicia en su cara, una mueca que ni lord Trevegne ni Elysia pudieron dejar de ver.

Lord Trevegne se cubrió la cara con las manos y se sacudió, como procurando ahuyentar sus pensamientos. Después volvió la cabeza y lanzó una mirada diabólica a Elysia, con ojos penetrantes y firmes, siempre oscurecidos, pero ahora por la furia, no por la pasión.

—Lamento no haber estado antes de ánimo para oír explicaciones, pero ahora quiero la verdad, sin inventos —aña­dió amenazador— porque creo que hemos sido testigos de una comedia preparada por sir Jason, y si esa entrada ha sido acci­dental, ¡venderé mis caballos al primer zafio campesino que encuentre por un mero chelín!

—Usted, milord, tiene el coraje, tras intentar violarme, de quedarse aquí e insultarme furioso, pidiendo que sea yo quien dé las explicaciones, cuando en realidad soy yo quien se las debo pedir —empezó Elysia indignada, habiendo recobrado al fin el habla, sólo para ser interrumpida por un burlón juramento.

—Cielos e infiernos, ¿no querrás ahora que haga una cortesía y me incline como un caballero, pidiendo perdón?

—preguntó él haciendo un movimiento amenazador de dejar la cama—. Creo que hemos ido más allá de las maneras cortesanas.

Elysia quedó sin aliento.

—¡Naturalmente! —concedió con rapidez, no sin ver la desnudez de él.

—Vamos, ¿cómo es que viniste a mi cama, querida?

—dijo él, los ojos dorados alerta, esperando la respuesta de ella.

—De verdad no lo sé. Después de que me despedí de usted y de sir Jason fui directamente a mi cuarto, que es el último en el extremo del corredor. ¡Ni siquiera sé dónde queda este! —Elysia miró con sus grandes ojos los pensativos ojos del marqués, que se clavaban en ella.

—Está en el extremo opuesto del corredor, frente a la escalera. Anoche vi a sir Jason entrar en su habitación en el otro lado... probablemente en el cuarto que queda frente al tu­yo... por eso dudo seriamente que haya entrado ahora en mi cuarto creyendo que era el de él —contestó lord Trevegne y sus ojos se entornaron—. Prosigue. Fuiste a tu habitación y...

—Estaba cansada por el día de viaje, y ya iba a acos­tarme cuando el posadero me trajo una bebida caliente, ron, creo, porque recuerdo que era muy fuerte y me sentí mareada. Me la había mandado sir Jason, y es todo lo que recuerdo antes de quedarme dormida. Créame, milord. Es la verdad, se lo juro —añadió Elysia al ver que la expresión feroz volvía a la cara de él.

—De modo que sir Jason te mandó un ponche caliente

—dijo él con lentitud pensando—. Y sucede que también insistió en que yo tomara uno antes de acostarme. Empiezo a adivinar, mi querida señorita Demarice, que ambos fuimos drogados anoche hasta quedar insensibles con esos famosos ponches de ron... una travesura de sir Jason.

—Pero si lo que usted dice es verdad, ¿por qué lo hizo? Sir Jason no tiene motivo para tenerme mala voluntad —dijo Elysia, intrigada.

—Ah, pero cree tener una deuda legítima contra mí, y sospecho, mi querida amiga, que involuntariamente te has convertido en el peón de la venganza.

—No entiendo cómo esto puede ser una venganza contra usted. Ha sido un insulto, una indignidad para mí... pero una venganza contra usted...

—Sí, venganza. Sir Jason ha querido atraparme en una situación de la que me resultara difícil librarme... la de ser descubierto comprometiendo a una muchacha de calidad. Uno no seduce y abandona después a la hija de los pares... si uno es un caballero —la miró burlón— y si la muchacha en cuestión tiene parientes vengativos, que sin duda se enterarán de la escapada. No cabe duda de que mañana por la noche será la comidilla de Londres cómo Trevegne y una mujer preciosa fueron encontrados abrazados y... ¿Me entiendes? ¡No necesito decir más!

—Bueno, no dará resultado porque ha fallado el plan de sir Jason —dijo Elysia con firmeza—. No tengo parientes que vengan a pedir explicaciones y que lo obliguen a casarse conmigo para salvar mi buen nombre. Dios ¿no está usted casado?

—Mi querida señorita Demarice —dijo con suavidad lord Trevegne, inclinándose sobre ella, forzando a Elysia a echarse sobre las almohadas, y colocándole las manos sobre los hombros —nadie me obliga a hacer nada que no deseo hacer. No respondo a nadie, ¿me entiendes?... Y no estoy casado.

—Sí, entiendo, ¿pero acaso no lo sabe también sir Ja­son? Si es usted tan intocable, ¿por qué le preocupa tanto la traición de sir Jason? No puede hacerle daño: su plan ha fracasado.

—¡Nadie se burla de Trevegne! —dijo el marqués furioso, mirando la cara de Elysia, como meditando algo que le interesaba.

—Entonces es sólo el orgullo herido lo que provoca su indignación —dijo ella burlona, lanzando un gemido de dolor cuando los duros dedos se cerraron sobre sus suaves hombros, como previniéndola.

—¡Bueno, a mí tampoco me pueden obligar a casarme! Usted, milord, no es el único que no será chantajeado para que haga algo desagradable.

—Oh, casarse conmigo te parece algo desagradable, ¿no?

—Sí, pero como la cuestión de matrimonio no se plantea entre nosotros, no tiene importancia lo que yo sienta.

—Hum —dijo él sin comprometerse—. Sin duda debe de haber alguien que se ocupe de ti, ¿no?

—No, lord Trevegne, no hay nadie a quien le importe si me encuentran ahogada, flotando en el Támesis;

simplemente sería la molestia de tener que mandar buscar mi cuerpo a Londres —Elysia habló amargamente—. Dice usted que se me ha utilizado como un peón, bueno, puedo decirle, milord, que no es la primera vez que me han usado para una venganza. Mi tía quería casarme con un hidalgo viejo, gordo y libidinoso, contra mi voluntad, porque sentía rencor contra mis padres, un rencor que alimentó durante treinta años.

—¿Y esa tía tuya seguramente se preocuparía en caso de estar enterada de lo que ha ocurrido? —preguntó él, curioso.

—Mi tía se sentiría más que contenta al enterarse de mis desventuras, y detesta el mero hecho de verme. Y si me permite usted levantarme, me iré y no le complicaré más la vida, milord —dijo Elysia, procurando apartarlo, pero él resistió los esfuerzos de ella, y siguió mirándola fijamente, mientras un resplandor divertido iluminaba sus ojos.

—Temo que no puedo permitir que usted se vaya, señorita Demarice —dijo con decisión, porque ya había tomado una.

Elysia lo miró con los ojos muy abiertos.

—¡No puede retenerme usted aquí contra mi voluntad! —exclamó, temiendo que él quisiera proseguir en el punto en que había sido tan oportunamente interrumpido por sir Jason y su amigo.

—¿Me provoca usted, señorita Demarice? —preguntó lord Trevegne, lleno de sentido, mientras sus duros dedos se clavaban en los hombros de ella.

—Sabe usted muy bien que no tengo ni la mitad de su fuerza, sería tonto intentar rebelarme. Pero no veo motivo para que me retenga usted aquí. El daño está hecho y, como caballero, sé que usted no... —Elysia hizo una pausa, turbada, procurando elegir con cuidado las palabras.

—No seguiré haciéndote el amor, por placentero que haya sido... si es eso lo que quieres decir... —contempló divertido la confusión de ella, y sus labios se curvaron un poco.— ¿Te has escapado de tu casa, Elysia? —preguntó, sacudiéndola un poquito al ver la expresión rebelde de la cara de ella, forzándola a que lo mirara a los ojos—. ¿Es por eso por lo que viajas sin doncella, sin nadie que te acompañe? ¿Y sin exceso de equipaje? Viajar sin peso, creo que dijiste.

—Sí, es verdad —dijo Elysia, y había desafío en su voz—. Ya no era posible seguir viviendo con mi tía. Tenía que irme. Creo que ella está totalmente loca —murmuró con voz entrecortada, recordando las facciones contorsionadas de su tía cuando se precipitó furiosa contra ella.

—¿Entonces no tienes hogar ni donde ir?

—No tengo hogar, pero voy a Londres.

—¿Y qué piensas hacer en Londres? ¿Buscar trabajo? —preguntó él, dudoso.

—Sí, buscaré trabajo como institutriz o dama de compañía.

—No lo harás, ¿sabes? —afirmó con audacia lord Trevegne—. Vas a casarte conmigo.

Elysia sintió como si le hubieran dado un golpe cortándole el aliento. Lo miró como si estuviera loco.

—¡Pero eso es absurdo! —exclamó—. Acaba usted de decirme que nadie podrá forzarlo a casarse, y yo no quiero casarme con usted.

—Nadie me obliga a casarme —dijo con suavidad lord Trevegne— había estado pensando en tomar una esposa, y sucede que tú estás aquí, disponible. Simplemente aprovecho la situación. Tienes varios puntos a tu favor, y el más atractivo es la falta de parientes, porque detestaría tener una suegra dominante entrometida, que me molestara todo el tiempo. También tienes aspecto de poder darme varios hermosos hijos —rió ante la expresión ultrajada de Elysia— y eres además una mujer terriblemente bonita —le dio un ligero beso en la nariz, muy divertido.

—¡No me casaré con usted! —dijo Elysia furiosa, y sus ojos brillaron, verdosos—. No tengo intención de aceptar su propuesta. Seguiré a Londres como lo había pensado, y buscaré trabajo —dijo con firmeza, mirándolo a los ojos—. Me insulta usted, milord. Me propone casamiento como si se tratara de comprar una yegua... ¡hablar de los puntos a mi favor!

—¿De verdad crees que alguna mujer te contratará para que seas institutriz de sus hijos o como dama de compañía? ¿No eres consciente de ti como mujer? —preguntó él incrédulo—. Nunca he conocido una mujer que no fuera vanidosa acerca de su apariencia, y tú eres sin duda una belleza, destinada a distraer a cualquier hombre... especialmente si duermes bajo su techo. Dudo que una esposa te ponga de buena gana ante los ojos de su marido. Y tampoco será un placer para una viuda verte todos los días... senas un recuerdo constante de la juventud perdida y de la belleza, cosas que nunca podrá recobrar.

Elysia lo miró fijamente, y la desesperación se retrató en su rostro al oír las palabras de él, llenas de evidente ver­dad.

—Además —prosiguió implacable— tu reputación te precederá a Londres. ¿Crees de verdad que una mujer decente podrá contratarte para que te ocupes de sus hijos? —preguntó incrédulo—. Y no dudes ni por un instante de que sir Jason no perderá tiempo para ir con el chisme, sin tomar en cuenta su duplicidad, claro está y, si no lo hace Beckingham, lo hará ese imbécil de amigo suyo, Twillington. Llegó anoche tarde. No creo que hayas tenido el placer de conocerlo hasta esta mañana. De todos los hombres que conozco él es el más charlatán de Londres. Su lengua corre sobre ruedas, de modo que puedes estar segura de que los clubes de St. James se harán eco de la historia. Sin duda la adornará y exagerará, de modo que ambos, querida, seremos pintados en negro. En caso que sea posible ennegrecer mi reputación —rió profundamente—. Pero tú, querida, serás famosa por haber sido encontrada conmigo en la cama, y no tendrás más posibilidad de conseguir trabajo... un trabajo decente, quiero decir... que los que pueda tener una bola de nieve en el infierno.

—No siente usted remordimiento ni está turbado ante la dificultad en la que me encuentro —dijo Elysia, con creciente indignación—. No creo que tenga usted un ápice de decencia.

—Así es, dudo tenerla, pero ¿quieres hacerme creer que prefieres trabajar en alguna tarea desagradable y degradante antes que casarte con un rico caballero con título, y lograr que se te concedan todos tus deseos?

—¡Si ese caballero es usted, de verdad lo prefiero! ¡Prefiero emplearme como fregona antes de aceptar su nom­bre! Usted no es un caballero, milord —afirmó Elysia con calor.

—Por nacimiento, sí. Por reputación... —se encogió de hombros, dudoso—. Pero hablas como una hembra ofendida y burlada... y si es así como te sientes... —soltó los hombros de ella, saltó ágilmente de la cama y arrancó las mantas que cubrían el cuerpo desnudo de Elysia. La agarró con un rápido movimiento y la plantó en el frío suelo de madera, en medio de la habitación, después retrocedió y dejó que sus ojos recorrieran con placer el cuerpo de ella. Elysia quedó de pie, rígida, con el largo pelo cayendo hasta más abajo de las caderas. Sus senos eran firmes y redondos sobre una cintura pequeña y esbeltas caderas, su piel blanca y suave como el alabastro. Sintió que el rubor de la vergüenza hacía hervir su cuerpo, mientras procuraba inútilmente cubrirse con las manos.

—Es innecesario, querida, porque ya he visto tus encantos... y probado algunos —dijo él cruelmente, sin ahorrarle el ridículo. Ella apartaba los ojos del cuerpo desnudo de él, mientras él seguía allí, desvergonzadamente de pie, con su ancho pecho musculoso, el vello negro y rizado hasta las estrechas caderas y los largos y musculosos muslos, su evidente masculinidad desafiante ante los ojos de ella. Nunca había visto antes a un hombre desnudo, y él la hacía sentirse incómoda, muy consciente de sí misma como mujer... y de la diferencia entre ambos.

—Ahora, si realmente eres la doncella bien educada que quieres hacerme creer, ¿por qué no haces planes para ahogarte en algún estanque barroso y profundo, con el honor a salvo? Claro que puedes esperar hasta llegar a Londres, y después tirarte desde uno de los puentes del Támesis. Mu­cho más dramático, querida, y a la sociedad le encantará. Tú, naturalmente, serás compadecida, serás la mártir joven traicionada. Después de todo, has pasado la noche con el canalla famoso de la sociedad londinense... lord Trevegne, y has elegido el único camino posible y honorable para salir

del paso.

Elysia sintió que las lágrimas desbordaban sus ojos al oír las burlas que la ridiculizaban, y sus ojos parecieron grandes y luminosos bajo las arqueadas cejas; dejó caer la cabeza, vencida, y lágrimas de desesperación rodaron por sus pálidas mejillas. Procuró valientemente, pero en vano, sofocar los sollozos, a medida que sentía que el ánimo la

abandonaba.

Algo cálido y suave fue colocado por encima de sus hombros, y en medio de las lágrimas vio que era la casaca de lord Trevegne. El la llevó hasta la cama, la ayudó a acostarse y la tapó con una manta abrigada. Quedó de pie mirándola, mientras ella lo miraba a su vez con sus ojos

verdes y líquidos.

—¿Comprendes, querida? De verdad no tienes elección —dijo él, amablemente por una vez— y debo añadir que sería criminal de mi parte permitir que una criatura tan preciosa se arrojara en los helados brazos de la muerte, cuando los míos son tanto más cálidos.

Con esta última broma se volvió y empezó a vestirse rápidamente. Mientras tiraba de las altas botas, dijo con

brevedad:

—Quédate donde estás, yo iré a buscar tus cosas.

Puedes vestirte aquí. Mi coche llegará en un momento y partiremos. Pero primero haré que te traigan el desayuno.

Elysia le lanzó una mirada cuando él salió del cuarto, su silueta alta y ancha cubrió un momento el camino y después desapareció, al cerrar la puerta tras de sí. Ella clavó los ojos en el techo. Tal vez intentara ahogarse a colgarse de las vigas, pero aquello daría mala reputación a la posada, y no sería justo para el amistoso posadero, pensó prácticamente. Debería tener ganas de matarse... pero lo tremendo era que no sentía el menor deseo de quitarse la vida. Era verdad que no le quedaba en el mundo nadie a quien amar, pero alguna chispa, alguna voluntad de vida era demasiado fuerte en ella para sucumbir al deseo de la muerte. Pero: ¿cómo sería la vida casada con lord Trevegne, un canalla, un corrompido, que reconocía tener una negra reputación?

Tal vez fuera posible huir. Debía escapar del marqués. Pensaba en varias posibilidades cuando el marqués abrió la puerta y entró, colocando el bolso de paja, el vestido y la capa sobre la cama.

—Dame ahora mi casaca —dijo, acercándose a ella. De mala gana, ella se despojó de la casaca y se la tendió, tirando las mantas hasta cubrir sus hombros mientras lo miraba indecisa.

—Mi coche ha llegado, de modo que debes apresurarte y vestirte. Partiremos en menos de media hora. Y no pro­cures escabullirte por atrás, porque estoy decidido a casarme contigo, y lo haré; y te encontraría, Elysia —amenazó él fríamente—. También he confiscado esa peligrosa amiga tuya que encontré oculta entre tus ropas —dijo, manteniendo flojamente el arma en sus grandes manos.

Elysia, humillada, se mordió el labio. No había olvidado el arma, y había planeado usarla para ayudarse a escapar.

—Una linda pistola de duelo —añadió él, acariciando el mango suavemente tallado de la pistola, el largo cañón con su brillo de plata incrustada. Miró a Elysia meditando:

—No te habrás sentido tentada de usarla contra mí, ¿verdad?

Elysia se encogió de hombros con indiferencia, ocultando su miedo con un aire de ligereza:

—No lamentaría hacer un agujero en su arrogante pecho, pero la bala rebotaría al chocar contra la roca que tiene usted en lugar de corazón.

El rió, aparentemente divertido por la venenosa

respuesta.

—Es una suerte que no lo hayas intentado, querida, porque soy duro con los que me atacan.

Se fue sin volverse para mirar, y Elysia salió lentamente de la cama y se acercó a su bolso, para ver si todo estaba en su sitio. Encontró el camisón arrugado y metido en un rincón, y se ruborizó de vergüenza al pensar que sir Jason debía de haberle quitado el camisón para llevarla desnuda a la cama del marqués.

Su mortificación fue reemplazada por la rabia y el odio cuando pensó en la indignidad y la humillación que le había causado sir Jason. De todos modos, pensó, sin duda lord Trevegne merecía aquello.

Elysia estaba ya vestida y acomodaba las cosas en su bolso cuando la doncella de la taberna se presentó trayendo una bandeja con chocolate, un grueso trozo de jamón, bollos calientes y de sabroso aroma, cubiertos de manteca derretida, y un frasquito de dorada miel. Dejó la bandeja en la mesita junto a la ventana y salió de prisa, haciendo a Elysia un guiño amistoso; y hubo una expresión comprensiva en su cara pecosa al cerrar la puerta con una risita.

Qué osadía, pensó Elysia, apenada por lo que podía pensar la doncella, mientras mordía ávidamente el bollo caliente, que chorreaba miel.

Acababa de comer cuando entró el marqués, resplandeciente, vestido de negro, con excepción de un chaleco de brocado dorado y una llamativa corbata blanca.

—Podría usted tener la cortesía de llamar antes de entrar —dijo Elysia con tono desagradable, sintiéndose como una mendiga con su viejo vesüdo de lana gastada—. Todavía no somos marido y mujer.

—No... aún no lo somos —respondió él burlón— pero se supone que las novias tampoco duermen ni se visten en las habitaciones de sus futuros maridos —y rió mientras ella se ruborizaba de un rosa intenso, furiosa consigo misma por haberle dado ocasión para burlarse de ella.

—Vamos, querida, tenemos que partir —recogió el bolso de ella y la envolvió tiernamente con la capa que le echó sobre los hombros, sonriendo de lado mientras le decía dulcemente en el oído, que su aliento cosquilleó íntimamente—: Sonríe, vas a ser una novia, no una viuda.

Cuando bajaron las escaleras, Elysia miró temerosa alrededor, alarmada ante la idea de encontrar los divertidos ojos azules de sir Jason y verse obligada una vez más a tolerar su grosería.

—No, querida, hace rato que sir Jason se ha ido de aquí, probablemente está ahora a medio camino de Londres —dijo con suavidad lord Trevegne, interpretando las nerviosas miradas de ella—. Y ya estaría muerto si hubiera tenido la audacia de ponérseme a tiro de pistola —continuó con tono mortífero— pero es un cobarde que realiza sus hazañas como los ladrones en la noche, y después da la espalda y huye durante el día.

Salieron de la posada y llegaron al patio, donde un gran coche negro y dorado los esperaba, tirado por cuatro grandes caballos negros; los arneses negros y plateados tintineaban expectantes. El cochero de librea estaba sentado en un pescante alto, las riendas flojas en las manos enguantadas, y a su lado había otro hombre envuelto en un amplio abrigo; un tercero sostenía las vivaces cabezas de los caballos, y un cuarto abrió la puerta del coche. Todos estaban vestidos de negro con botones y medias dorados, hebillas doradas brillaban en los zapatos y grandes abrigos bordeados de rojo los protegían del frío.

Elysia fue ayudada a subir al coche, pasó la puerta donde figuraba el escudo del marqués, y se acomodó en los suaves almohadones de terciopelo. La puerta se cerró cómodamente tras ella, miró por la ventanilla y vio con alivio que lord Trevegne estaba montado en un gran potro negro y que por lo tanto no la acompañaría en el coche. Miró hacia las amenazadoras nubes que parecía que iban a lanzar otro aguacero sobre los infortunados viajeros, y se preguntó cuánto tiempo podría disfrutar sola del coche antes de que el tiempo obligara a lord Trevegne a refugiarse en él.

El cielo se oscureció mientras marchaban por el polvoriento y desigual camino, y los fuertes y vigorosos caballos devoraban la distancia como una bolsa de avena, los cascos resonando sin esfuerzo en medio de los charcos. Recordaba el constante ajetreo y balanceo del coche correo, que sólo el día anterior la había traído camino de Londres. Cuan diferente era el viaje en el coche de buenos muelles de su Señoría, pensó Elysia, mientras avanzaban milla tras milla por el terreno lleno de baches, apoyándose agradecida contra los blandos cojines del asiento.

Debió de adormecerse un rato, porque de pronto el coche quedó quieto y oyó la lluvia golpear contra la ventanilla. Abrieron la puerta de golpe y una figura encapuchada entró de un salto en el coche, que se puso de nuevo en movimiento.

Lord Trevegne secó las gotas de lluvia de su casaca y se acomodó en el asiento mirando sardónicamente a Elysia.

—Estoy seguro de que habrías preferido que siguiera afuera, pero la necesidad me ha obligado a acompañarte. Supongo que no querrás que pesque un enfriamiento, ¿ver­dad, querida?

—¿Cuánto falta para llegar a su casa, milord? —preguntó Elysia, ignorando la broma de él, y su voz pareció insignificante e infantil debido a los nervios.

—Llegaremos en algún momento, al amanecer, supongo. Tendremos que cambiar de caballos. Vivo en Comwail, y creo que ya es hora de que me llames por mi nombre y me tutees, Elysia. Me llamó Alex.

—¡Tan lejos! —Elysia contuvo el aliento sorprendida, una náusea en el estómago, ante la idea de estar alejada de todo lo que había conocido antes. Sus planes de escapar a Londres eran fútiles si se encontraba en las lejanas costas de Comwail. Pero no debía sorprenderse; parecía apropiado que el marqués viviera en aquella costa rocosa—. No tenía idea que usted viviera allí... —dijo al fin Elysia, débilmente.

—No hay motivo para que lo supieras, querida. ¿Habrías pensado en escapar en caso de saber que vamos a estar tan lejos, en una comarca desierta? —se inclinó hacia adelante para mirarla a los ojos—. ¡Oh, comprendo, ya habías planeado alguna manera de escaparte! Hubieras entrado mansamente en mi casa, como mi invitada y prometida, y te habrías escabullido en la noche mientras todos duermen, creyéndote cerca de Londres. ¡Caramba, caramba, eres un diablillo decidido!

Sacó un delgado cigarro de una cigarrera de oro y plata, lo encendió, y el suave aroma flotó ante las narices de Elysia.

—Bueno, me temo que tu plan ha fracasado. Porque, ¿sabes, querida? Nos detendremos un breve rato... muy breve... el necesario para casarnos.

Elysia lo miró, los ojos enloquecidos de desesperación, los labios entreabiertos de sorpresa.

—¿Casarnos? ¿Esta noche? ¿Cómo puede ser eso? No ha tenido usted tiempo de publicar los bandos, o de conseguir una licencia. Y... no podemos casarnos tan pronto... —terminó torpemente, con la voz un poco temblorosa, cuando una sensación de temor la embargó. Sentía que daba un paso irreparable hacia algo que no controlaba. Elysia miró al marqués, suplicando inconscientemente con la mirada para que le diera más tiempo, pero él miraba por la ventana en ese momento.

—Tengo una licencia especial para casarnos, nos detendremos un momento para ver a un conocido mío que es obispo, y él oficiará la ceremonia. Probablemente será el triunfo de su vida, ya larga, el verme casado, y por su mano. Eso te asegurará la validez, mi querida. De modo que no se te ocurra dejarme con la idea de que no estamos legalmente casados, porque lo estaremos y para siempre... o hasta que muera uno de los dos —dijo con indiferencia.

—Lo ha preparado usted todo —dijo Elysia resentida—. Cree usted tenerme bien atada, ¿eh? Bueno, ya veremos.

—Aprenderás, Elysia, que soy un hombre total, y muy cuidadoso y atento con las cosas que me pertenecen —dijo él tranquilamente, con un hilo de frialdad en la voz.

El coche se detuvo bruscamente, lord Trevegne bajó de un salto y extendió los brazos para ayudar a bajar a Elysia.

Los ojos de ella se volvieron hacia la pálida luz amarilla que provenía de la casa, en resignación y sometimiento a su destino.

6 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

6

... Un halcón asió con sus garfios un ruiseñor de colores vivos y lo llevó a las nubes y el ruiseñor gimió, atravesado por las torcidas garras y dijo con arrogancia el halcón:

¿Desdichado, por qué gritas? Alguien más fuerte te tiene y deberás ir donde te lleve, aunque seas un cantor.

Hesiod

Sir Jason castigó a los caballos para que apresuraran el paso a medida que atravesaban las resbaladizas calles de Londres, mojadas por la lluvia. La lluvia se había detenido por el momento, y por una abertura en las nubes podía ver la luna que brillaba nebulosa en lo alto.

Se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento lord Trevegne, e hizo una amplia mueca, malignamente divertido al pensar en las posibilidades. Se sentía muy exaltado por su triunfo contra el invencible lord Trevegne... ¡si por lo menos pudiera contar a todo Londres cómo había logrado tener en su poder al gran marqués! Pero naturalmente no podía contar aquella parte de la historia y seguir siendo aceptado en el Almack y en otros clubes.

No era tonto, y sabía que, si lord Trevegne sospechaba alguna vez, o llegaba a tener pruebas de lo que él había hecho, su vida no valdría un penique. Se estremeció al recordar la mortal puntería de Trevegne con las pistolas. Oh, no, él nunca iba a reconocer su crimen... o realización como prefería llamarlo. Al menos no a Trevegne, aunque pensaba en alguien a quien ibas a deleitarlo contar la historia. Todavía no había terminado con el todopoderoso marqués.

Sir Jason pensó que gracias a él y a Twillington, en el White y el Watier todos habían oído el cuento. Twillington había sido una pieza inesperada o milagrosa de la suerte. ¡Tener a aquel charlatán chismoso en la posada, en el mo­mento oportuno! No podría haberlo planeado mejor.

Vagamente se le había presentado la idea de usar a la señorita Demarice mientras hablaba con ella durante la cena, pero no se le había ocurrido de qué manera. No iba bien vestida, de modo que tal vez aceptara dinero si él le proponía que hiciera una trampa a lord Trevegne, pero desgraciadamente no tenía aspecto de hacerlo. Había pensado en matarla y echar después la culpa a su Señoría, pero la cosa podía complicarse. Estaba sentado meditando en todo esto cuando Twillington empezó a parlotear acerca de la familia de un general, que exigía una reparación directa y urgente de un caballero de la ciudad, que había seducido a su hija.

Fue entonces cuando la idea se cristalizó en su mente. De alguna manera debía enredar a lord Trevegne con la virtuosa señorita Demarice. Era una lástima que ella fuera tan bella, porque le habría gustado ver al irresistible lord Trevegne atrapado por alguna solterona con cara de mona.

Drogar los ponches de ron no había sido un problema. Simplemente había tomado el frasquito de láudano que usaba cuando tenía dificultad para dormir, y tras pedir unos ponches

de ron para todos interceptó a Tibbitts con la bandeja. Lo mandó a buscar otro ponche para él, y rápidamente echó la droga en dos tazas. Después tendió una a Tibbitts para que la llevara a la señorita Demarice, con sus saludos, y él llevó el resto de las bebidas.

Fue casi demasiado fácil. Lord Trevegne se había retirado con los párpados pesados. Sir Jason siguió abajo, sentado ante el fuego, hasta que comprendió que lord Trevegne debía de estar profundamente dormido. Entonces sir Jason entró en el cuarto a oscuras de la señorita Demarice y se deslizó con sigilo hacia la cama donde la oyó respirar profundamente, porque la droga había actuado a la perfección. Encendió una vela y desnudó con cuidado a la figura dormida, haciendo una breve pausa para contemplar con admiración el cuerpo de ella. Levantó el cuerpo inerte y lo llevó rápida y silenciosamente por el corredor, hacia el cuarto de lord Trevegne, donde lo depositó en la cama, junto al marqués. Después desvistió al hombre dormido, sintiéndose momentáneamente alarmado por el éxito logrado, pero se encogió de hombros, pensando que era otra prueba de su inteligencia e ingenio.

Nunca olvidaría la excitación que sintió cuando él y Twillington entraron en el cuarto y vieron los dos cuerpos abrazados. No había esperado esto especialmente después de la manera en que la señorita Demarice y el marqués habían reaccionado mutuamente la noche antes. De todos modos, el marqués era un hombre, y encontrar una mujer hermosa y desnuda en la cama era una oportunidad demasiado buena para que la desaprovechara. La señorita Demarice tendría mucho que explicar, y no la envidiaba en lo más mínimo.

Sir Jason se preguntó de pronto qué pensaría ella. En verdad había parecido agitada y confundida esta mañana, y muy conmovedora. Era irónico para la pobre señorita Demarice encontrarse a merced de un hombre al que había despreciado, y probablemente también era muy incómodo.

No le sorprendería que el marqués la abandonara, rehusando casarse con ella, pese a todos los chismes. No: el marqués sabía apreciar la belleza: era probable que la tomara como querida, especialmente después de haber visto el deseo de su Señoría, esta mañana, por la desdeñosa señorita Demarice.

Bueno, en realidad no importaba que lord Trevegne se casara o no con ella, su reputación quedaría tan manchada que hasta las madres cazadoras de maridos lo pensarían dos veces antes de querer convertirse en sus suegras. Y sir Jason dudaba que lord Trevegne pudiera encontrar ahora una esposa adecuada y aceptable. Especialmente si lo expulsaban del Almack, como corría el rumor.

Pero su triunfo supremo había sido poner una trampa a lord Trevegne, tenerlo a su merced, bajo su poder. Le habría podido clavar un cuchillo en el corazón mientras dormía. Pero era mejor verlo retorcerse... verlo forzado a casarse contra su voluntad o a enfrentarse al ostracismo. Podía tener ya una reputación negra, pero ni siquiera el marqués podía ir tan lejos sin afrontar las consecuencias.

Sir Jason casi deseaba que Trevegne echara a la señorita Demarice. Entonces él la buscaría y le ofrecería su protección... la haría su querida. Era preciosa, pensó, recordando el fantástico aspecto de su cuerpo a la luz de la vela. Sí; debía ver qué podía hacerse con ella, y después emitió una risita mientras se preguntaba nuevamente qué estaría haciendo Trevegne.

Elysia extendió sus manos en la oscuridad, sin poder ver el anillo de oro, quitado del meñique de lord Trevegne y colocado en su dedo mayor, pero, al tocarlo, palpó la forma retorcida. Era pesado y raro en su dedo, y la marcaba como a una pertenencia, porque hacía menos de una hora se había comprometido a amar y obedecer a aquel desconocido que estaba sentado en silencio al otro lado del carruaje.

Se preguntó qué clase de hombre era aquel, el hombre con quien se había casado, mientras osaba lanzar una mirada furtiva a su tajante perfil, claramente visible por un instante cuando un relámpago iluminó el interior del coche. El es­taba descuidadamente reclinado contra los almohadones, las largas piernas tendidas y colocadas sobre el asiento vacío de enfrente.

Ella era ahora su mujer—lady Trevegne— y ni siquiera podía llamarlo por su nombre de pila. Siempre había soñado enamorarse algún día, y casarse para tener una familia a la que iba a mimar y amar... una suposición temeraria e ingenua. No podía creer hasta qué punto se había permitido ser vul­nerable.

Elysia pensó con nostalgia en sus padres y se preguntó qué pensarían ahora. Se habían diferenciado del resto de la sociedad al condenar los matrimonios arreglados. El de ellos había sido un matrimonio por amor, un éxito sin igual, y en consecuencia sólo creían en los matrimonios por amor. Nunca la habrían dejado sacrificarse en un matrimonio sin amor para asentar su posición o la de ellos, y sin embargo aquí estaba ella, casada con un desprestigiado miembro de la sociedad; rico, hermoso y completamente despiadado cuando se trataba de sus propios deseos, sin importarle un comino ella.

¿Por qué había insistido en casarse con ella? Había reconocido, brevemente, que nadie podía forzarlo a hacer algo que no deseara, y aparentemente su reputación ya era negra, y un nuevo acto de libertinaje no podía dañarle mu­cho. Había dicho que quería un heredero. Bueno, había cantidad de mujeres que sin duda considerarían un privilegio el darle hijos. Pero ella no pertenecía a aquel grupo escogido, y si creía que ella iba a darle hijos estaba muy equivocado. El no la amaba ni ella a él, pero ella sabía que la deseaba. Y juró no tener nada que ver con él.

Pero seguía sin entender. Si simplemente la deseaba, habría podido obtener lo que buscaba aquella mañana, cuando ella estaba indefensa, sin poder hacer nada contra la gran fuerza de él. No tenía motivos para casarse con ella... no era el tipo de hombre que fuera a preocuparse por haberle manchado la reputación.

Elysia se estremeció al recordar lo que casi había ocurrido aquella mañana, helada por lo cercano de la escapada.

—¿Tienes frío? —preguntó lord Trevegne desde la oscuridad del coche. Sin esperar respuesta, se inclinó, echó a Elysia sobre sus rodillas y envolvió con su capa el estremecido cuerpo de ella, mientras la estrechaba entre sus brazos.

—¿Estás mejor? —murmuró y el aliento de él fue cálido contra su cuello.

—Sí, gracias, pero estaba muy cómoda donde estaba —Elysia habló sin aliento, procurando soltarse, pero los brazos de él la estrecharon más.

—Quieta —gruñó él suavemente, mientras sus labios se movían acariciantes en las orejas de ella.

—Por favor —suplicó Elysia, sintiendo que un nuevo estremecimiento recorría su cuerpo al contacto con aquellos labios.

—¿Por favor qué... mi querida esposa? —el marqués rió en silencio, y sus labios se apoyaron en los de ella totalmente. La besó larga y profundamente, separando con su boca la boca de ella, mientras sin cesar apretaba sus la­bios en un vigoroso beso contra los suaves labios de ella, que ya no resistían. Sintió que los dedos de él se movían, buscando, hasta dar con los botoncitos del corpino, los desabotonaba con suavidad y su mano se deslizaba para acariciar la piel suave y cálida. Sus labios se apartaron de la boca de ella para recorrer su cuello, y sus brazos se apretaron cuando oprimió el rostro contra sus senos, aspirando profundamente el perfume de ella.

—Hueles como un jardín de jazmines y rosas —murmuró con voz ronca lord Trevegne, y sus labios volvieron nuevamente a la boca de ella, y la besó salvaje y apasionadamente, hasta que Elysia creyó que iba a asfixiarse al no poder respirar.

Finalmente su boca se apartó de la temblorosa de ella y hubo una lluvia de ligeros y suaves besos en su cara, estrechándola más cuando su dura mano se apoderó posesivamente de uno de los pechos. Cerró los ojos con una sonrisa de triunfo en sus firmes labios masculinos.

Después de un rato Elysia sintió su respiración acompasada bajo el oído, allí donde la cabeza de ella descansaba en el pecho de él. El es un demonio, pensó llorosa, confundida por las emociones que había despertado en ella. Debía despreciarlo, sí, lo despreciaba, pero la hacía sentirse tan débil y ardiente, tan distinta a sí misma. Era malo este extraño sentimiento en ella... cuando en realidad lo detestaba. Elysia cerró los ojos, pensando en los besos, y se quedó dormida con la mejilla apoyada contra el corazón de él.

Elysia despertó cuando el coche se sacudió y se detuvo. Miró alrededor adormecida, después se sentó sorprendida: estaba otra vez en el lado del coche que le correspondía. Se llevó con rapidez las manos al corpiño abierto: estaba bien abotonado. ¿Acaso aquellos exigentes besos habían sido un sueño? Nerviosamente se pasó la lengua por los labios, sintiéndolos blandos. Elysia lanzó una mirada interrogativa a lord Trevegne que estaba sentado observándola, con una expresión divertida en los ojos dorados que brillaban intensos a la luz que se colaba por la puerta abierta del coche. No, no había sido un sueño, lo vio avergonzada en los ojos de él, mientras el rubor se extendía de su cuello a su cara.

—Ven, querida esposa —dijo el marqués, bajando de un salto y extendiendo los brazos— al fin hemos llegado a casa.

La lluvia continuaba cayendo cuando Elysia y lord Trevegne pasaron presurosos por el arco de la entrada hacia el vestíbulo, tras las enormes puertas de madera con sus paneles elaboradamente tallados, entre bandas de metal dorado.

Elysia sintió que las grandes puertas se cerraban tras ella a medida que avanzaban por el largo y amplio vestíbulo, cuyo techo se prolongaba hacia arriba para formar una pendiente, y las ventanas con vitrales de colores reflejaban los relámpagos en radiantes azules, verdes y rojos. Una galería con barandilla de hierro forjado recorría los lados del gran vestíbulo, sostenida por gruesas y estriadas columnas que partían del fuerte pedestal en el suelo de mosaicos españoles.

Elysia permaneció de pie, en silencio, mientras lord Trevegne mandaba llamar al mayordomo, con la cara ensombrecida por el parpadeo de la luz de los candelabros que habían sido rápidamente encendidos en las paredes. Casi todo el vestíbulo estaba sumido en la oscuridad, las mesas y los armarios adquiere formas contorsionadas, como criaturas de otro mundo.

Una puerta se abrió en un rincón del vestíbulo, bajo la galena, y apareció un rayo de luz, que flotó cercano hasta que una cara arrugada con ojos chispeantes se vio por encima de la llama del candelabro que sostenía una mano sarmentosa.

—Lord Alex —dijo el viejo, y la sorpresa hizo temblar su voz—. No sabíamos que podríamos esperarlo hasta hace unos momentos, cuando llegó con la noticia el jinete que lo precedía —lanzó una curiosa mirada a Elysia, envuelta en su capa, mientras daba órdenes a los criados, que habían aparecido rápidamente, para que bajaran el equipaje, algunos todavía a medio vestir en medio de su prisa.

—Queremos la suite principal —corrigió Trevegne al mayordomo, que había dado orden de llevar el bolso de Elysia al cuarto de huéspedes. La sorpresa fue evidente en la cara apergaminada al oír las palabras del marqués. Hizo que los criados cumplieran con lo ordenado, una mirada de desaprobación en los ojos.

—No te escandalices tanto, Browne —dijo lord Trevegne riendo—. Te presento a mi mujer, lady Trevegne —hizo avanzar a Elysia, y la plantó a su lado apoyando pesadamente un brazo sobre los hombros de ella.

—¡Su mujer! —graznó Browne. Pero la expresión de sorpresa de su cara se convirtió en placer al inclinarse y, recobrándose dijo—: Es un honor, lady Trevegne, y sea usted bienvenida a Westerly.

—Gracias, Browne —dijo lord Trevegne, sonriendo con afecto al viejo, y haciendo que Elysia le clavara los ojos sorprendida, ya que había pensado que era incapaz de sentir afecto o bondad.

—Browne lleva medio siglo con la familia, prácticamente nos dirige a todos... o al menos procura hacerlo

—añadió él, lanzando al hombre una larga mirada.

—¿Y cuándo me ha escuchado usted, lord Alex? —re­plicó este, con la audacia de un antiguo criado de confianza.

—Ya tengo una mujer, ¿no? Me acordé de tí y... —fue interrumpido por un grito que provenía de alguna parte arriba, y después se vio a una figurita que corría por el cen­tro de la gran escalera en el extremo del vestíbulo.

—Lord Alex —exigió—, ¿qué es esto de presentarse de este modo en medio de la noche? Siempre ha trastornado usted a toda la casa, desde que era niño —rió, encantada de verlo a cualquier hora.

—Elysia, querida, quiero presentarte a la señora Danfield, mi antigua niñera y ama de llaves en Westerly desde que ya no necesité su devoción en el cuarto de los niños. Dany: esta es mi mujer, lady Elysia Trevegne.

Elysia miró aquellos ojos bondadosos de color pardo, y sonrió con una sonrisa tímida, pidiendo inconscientemente seguridad, sintiéndose perdida y cansada en el nuevo ambiente.

—Lady Trevegne —dijo la señor Danfield haciendo una reverencia y lanzando una mirada llena de reproche a su Señoría. —¡Se ha ido usted y se ha casado sin decirme nada! ¿Qué pensará su novia, en esta casa oscura y fría, sin fiesta ni saludos del personal? —sus ojos recoman la figura de Elysia, contemplando la vieja capa y los guantes remendados, y el esfuerzo evidente en su joven rostro.

—No esperábamos una frivolidad semejante —dijo brevemente lord Trevegne—. Mi esposa y yo queremos que las cosas sigan siendo como siempre —ordenó con seriedad.

—Bueno, caramba —dijo la señora Danfield vivazmente, lanzándoles una mirada intrigada—. No todos los días se trae una esposa a casa, y yo ya empezaba a dudar que lo hiciera usted alguna vez. ¿Cómo se las ha arreglado para encontrar a esta niña preciosa y no estropeada? —pre­guntó, lanzando a Elysia una mirada amistosa que esta devolvió. Esta no es una falsa y sucia damisela de la ciudad, pensó la señora Danfield, aliviada—. No creía que ninguna madre decente lo dejara acercarse a usted a una milla de sus hijas —frunció el entrecejo en desaprobación, porque es­taba bien enterada de la mala reputación de él.

—Oh, no había nada en el mundo que pudiera separamos, Dany —explicó lord Trevegne, vacilando antes de continuar brevemente—. Puede decirse que ambos abrimos los ojos una mañana y vimos la luz de nuestro mutuo amor. Fue una revelación, como si despertáramos de un sueño drogado —hizo una mueca maligna ante la sorprendida expresión de Elysia, provocándola para que añadiera algo—. Y ahora, Dany, lleva a lady Trevegne a su habitación. Estoy seguro de que está cansada de permanecer aquí de pie, mientras vosotros satisfacéis vuestra curiosidad... —se volvió y desapareció por una de las muchas puertas que daban al vestíbulo, mientras Browne, que había escuchado ávidamente la explicación de lord Trevegne, coma a todo lo que le permitían sus piernas reumáticas detrás de su Señoría.

La señora Danfield condujo a Elysia por la ancha escalera de mármol, dando órdenes por encima del hombro a las doncellas que quedaban abajo, mientras Elysia seguía su figurita apresurada. Caminaron por la galería hasta otra ala de la gran casa, y avanzaron por un amplio corredor. Rostros ancestrales las miraban a la temblorosa luz del candelabro de la señora Danfield, cuando pasaron bajo ellos.

En el extremo del corredor abrió unas dobles puertas, delicadamente talladas. Precediendo a Elysia en el cuarto, encendió todas las velas, y toda la habitación surgió a la luz.

Elysia miró a su alrededor, atónita. Todo en el cuarto era rojo, dorado o negro. Había un sofá de raso rojo y oro, sillas pintadas de negro y oro, con almohadones de terciopelo dorado, cómodas de laca negra y estanterías enanas para libros y, dominando la habitación, un gran biombo de seda roja y negra, pintado con hermosos motivos chinos, mientras una gran alfombra oriental cubría el suelo en un ascua de color.

—Es hermoso —logró murmurar al fin Elysia, con voz reverente.

—Sí, es un cuarto precioso —dijo la señora Danfield, encantada con la reacción de Elysia y el hecho de que le gustara la habitación.

—Son los colores de los Trevegne; negros por la venganza, rojos por la sangre, oro por la gloria. Los primeros Trevegne eran unos hombres feroces.

Elysia se estremeció, pensando que lo seguían siendo.

—Aquella es su alcoba, milady —indicó la mujer, señalando una puerta con paneles de oro— y allí está el cuarto de su Señoría.

Las dos puertas estaban separadas por una cómoda alargada que mostraba delicados jarrones de porcelana y exquisitas figuras de jade. La señora Danfield abrió la puerta del nuevo cuarto de Elysia y procedió a encender más velas cuando Elysia la siguió a la habitación. Sus ojos se deleitaron ahora ante el gran lecho con dosel, las cortinas rojas, y recordó su cama pequeña y dura en casa de la tía Agatha, con su colcha azul descolorida. En comparación, aquella era la cama de una reina.

—Ahora, querida: ¿no desea usted un buen baño caliente para descansar y aliviar todos los dolores y molestias del viaje? —preguntó la señora Danfield, quitando la capa de los hombros de Elysia y colgándola en un enorme armario con muchas puertas y estantes corredizos, para guardar todas las posesiones de una dama.

—¿Vendrá después su doncella? —preguntó, frunciendo un poco el entrecejo ante el poco convencional hecho de que lady Trevegne viajara sin la compañía de una doncella, y con sólo un pequeño bolso de paja.

—No tengo doncella, señora Danfield —dijo Elysia secamente, esperando una expresión horrorizada del ama de llaves, pero quedó sorprendida cuando la mujercita asintió, satisfecha.

—Tanto mejor, porque tengo aquí muchas chicas inteligentes que serán buenas doncellas para su Señoría, mu­cho mejores que esos baúles londinenses —dijo con disgusto—. No se puede confiar en ellas, se van cuando menos se piensa, sin decir una palabra. De modo que no se preocupe, ya le conseguiremos una. ¿Y sus ropas? —pre­guntó, mirando dudosa el bolso de paja de Elysia, y el vestido descolorido y gastado que llevaba—. ¿Llegarán pronto?

—No. Temo que tiene usted delante todo lo que poseo en el mundo —contestó con suavidad Elysia, aunque con orgullo, y mantuvo alto el mentón—. Soy huérfana, y nadie puede acusar a lord Trevegne de haberse casado conmigo por mi fortuna; al contrario, porque mucho me temo que me supongan una aventurera.

—¡Vamos, vamos, nadie en su sano juicio creería eso de usted, se ve que es usted toda una dama, y muy bonita! ¡Cualquiera puede darse cuenta de por qué se ha casado con usted lord Trevegne! —dijo comprensiva, con una sonrisa maternal, mientras su corazón se conmovía ante aquella valerosa muchacha que se plantaba tan orgullosamente ante ella—. Y no preocupe ahora con tonterías su preciosa cabecita.

—Gracias, señora Danfield —dijo Elysia humildemente, los ojos brillantes de lágrimas provocadas por las primeras palabras bondadosas que había oído en años.

—Y debe usted llamarme Dany, como lord Alex; nada de señora Danfield —vaciló insegura—. Eso me daría mu­cho gusto. Señoría.

—Gracias otra vez, Dany. Será para mí un honor. ¿Y quiere usted llamarme Elysia? —preguntó con timidez.

Dany se ruborizó de placer ante el cumplido y corrió hacia la puerta, pero allí se volvió y dijo, sacudiendo la plateada cabeza:

—En verdad no sé cómo se las arregla él siempre para ganar el gran premio. A pesar de lo mucho que quiero a lord Alex, me parece que ha conseguido una esposa que es de­masiado buena para él. Estoy pensando que será usted el ángel de este diablo, y que Dios nos ayude —añadió profética al salir del cuarto para ocuparse de las necesidades de Elysia.

Elysia sonrió para sí mientras recorría la habitación. Había estado muy nerviosa pensando en que iba a ser presentada a los criados de lord Trevegne. Había imaginado el resentimiento de estos al tener que aceptar una nueva patrona, y supuso que iban a tomarle antipatía; en lugar de esto había encontrado una amiga a la que podía amar, y confiar en ella. De pronto sintió como si le quitaran un peso de los hombros.

Elysia miró alrededor del cuarto rojo y oro, donde no había huellas de negro. Un tocador dorado estaba contra una pared, y un diván con raso dorado con una conchilla detrás, estaba frente a una ventana con cortinajes rojos. Un escritorio de delicadas patas, varias sillas pintadas de oro y rojo y algunas mesitas ocasionales, componían el resto del mobiliario, además de una hermosa chimenea de oro y

mármol blanco.

Había otra puerta entreabierta y, al abrirla del todo, Elysia vio que era otro dormitorio, pero decorado sólo en negro y oro y muy masculino. Sus ojos recorrieron los lar­gos drapeados dorados y una gran cama de cuatro postes, la cómoda de laca negra y, cubriendo el suelo, una gran alfombra negra con flores doradas: gemela de la suya en rojo y oro. Un diván egipcio con tapizado de cuero negro estaba ante una chimenea de mármol negro bordeado de oro. Por las puertas abiertas del armario, Elysia pudo ver hileras de casacas de terciopelo y raso, y la chaqueta con alamares de montar que lord Trevegne había usado antes. Rápidamente cerró la puerta de comunicación entre los dos cuartos, notando que no había cerrojo en esa puerta.

Una bañera ornamentada apareció misteriosamente ante la chimenea, y dos jóvenes doncellas trayendo humeantes baldes para llenarla. Miraron con timidez a Elysia antes de salir del cuarto. Elysia se sumergió agradecida en el baño. Se frotó con una barrita de fragante jabón francés. Extendió una esbelta pierna y se frotó el muslo, después tomó agua en las manos y la dejó caer en cascadas a lo largo de la pierna, arrastrando las burbujas. Se sentó, y se estaba pasando las enjabonadas manos por los hombros y los senos cuando percibió el aroma del tabaco, el mismo que lord Trevegne había fumado en el coche. Las aletas de su nariz palpitaron, alarmadas. Se volvió y quedó sorprendida al ver que la puerta de comunicación se cerraba de golpe. ¿Cuánto tiempo había estado él allí, viéndola bañarse en silencio? Elysia se sintió turbada y agitada al salir de la bañera, envolvió su cuerpo mojado en una gran toalla caliente y se secó rápidamente. Se puso el camisón de encaje que Dany le había traído; la fina tela era blanda y suave contra su piel, y se preguntó con curiosidad quién sería la dueña.

Elysia se metió nerviosa de un salto en la cama cuando oyó que se acercaban pasos, pero se abrió la puerta princi­pal del dormitorio y entró Dany trayendo una bandeja con una tetera de porcelana y un plato con finas rodajas de pan, mantequilla y unas delicadas pastas. Elysia suspiró aliviada, y empezó a levantarse de la cama, pero Dany le ordenó sin ceremonia que no lo hiciera.

—Una taza de té es todo lo que necesita para dormir, querida, así que no se mueva de la cama caliente —dijo colocando la bandeja sobre el regazo de Elysia mientras la miraba en la cama.

—Es un camisón precioso, Dany —dijo Elysia bebiendo su té, contenta al ver que no era un ponche de ron—. Supongo que a nadie le molestará que lo use...

—Ay, le queda a usted precioso, y no molestará a nadie que lo use. Era de la madre de lord Alex, siempre le gustaban las cosas bonitas —replicó Dany, empezando a vaciar el bolso de Elysia. Sacó la muñeca cuidadosamente envuelta, y la colocó sobre una mesita cerca de la cama.

—Es la mufiequita de porcelana más bonita que he visto —exclamó con admiración, estirando con cuidado la amplia falda larga.

—Me la dio mi padre cuando era una niña y siempre la he querido, hasta cuando no la podía agarrar con mis manilas gordezuelas. Creo que sabía ya entonces que iba a quererla siempre. Y esto era de mi madre —dijo Elysia, cuando Dany sacó el cepillo y el peine de plata y los puso sobre la cómoda, donde parecieron hechos a propósito.

—No tiene usted muchas cosas para recordarlos, querida, ¿verdad? —preguntó Dany con piedad en sus ojos bondadosos.

—No tengo cosas materiales, pero me quedan mis recuerdos, Dany, y son preciosos para mí, nadie me los quitará nunca, como hicieron con las otras cosas... la casa, los establos... mi caballo, prácticamente todo tuvo que ser vendido. Hay un viejo baúl con cosas de mi padre y otros artículos de la familia, que conservas mi vieja niñera. Están a salvo con ella, y sólo los poseo porque hubiera representado escasa ganancia venderlos. Hubieran sido para mi hermano, lan, pero él murió en el mar, en algún punto del Mediterráneo, en una batalla contra las fuerzas de Napoleón. Recibí una nota del Departamento Naval al día siguiente de la muerte de mis padres —Elysia apartó la vista, y se mordió el tembloroso labio.

—Oh, pobrecita —exclamó Dany con suavidad, rodeando a Elysia con sus brazos—. Lo ha pasado mal, ¿ver­dad? Bueno, ya no tiene que preocuparse. Ahora está en casa y Dany la cuidará. Recuerde todos los buenos y dichosos momentos con su familia y no piense en los malos. Trate de pensar que están visitando a alguien y que volverán pronto.

—Lo procuraré, Dany... he sido tan tonta... creo que simplemente estoy cansada —sonrió Elysia.

—Y tiene motivos, tras viajar toda la noche sin descanso... yo nunca... —dijo Dany, con desaprobación—. Ahora échese, cierre los ojos y duerma—ordenó, arropando a Elysia como si fuera una nifiita— y pórtese bien. —Es lo que acostumbraba a decir a los chicos.

Apagó las velas, recogió la bandeja y, dando las buenas noches a Elysia, salió del cuarto. Elysia se dio vuelta y miró la oscuridad, oyendo el tic tac de un reloj en una de las me­sas.

¿Vendría lord Trevegne? Ahora él tenía derecho a dormir en su cama, y de hacer con ella lo que le diera la gana. Esperaba que no viniera, pero podía hacer muy poco para impedírselo si lo deseaba.

Y ahora se había puesto en manos de él, un hombre que le había desagradado a primera vista, y a quien apenas hacía un día que conocía. Sabía muy poco de él o de su familia, aparte de las pocas cosas que había dicho Dany. Sabía que sus padres habían muerto, y Dany había dicho "los chicos" cuando habló de acostarlos, de manera que era posible que lord Trevegne tuviera hermanos y hermanas, pensó esperanzada Elysia. ¡Tal vez una hermana que fuera de la edad de ella y que pudiera ser una amiga! Pero era probable que fuera como lord Trevegne, alta, morena y amenazadora. Eso sería peor, pensó Elysia adormilada, cerrando los ojos mientras el sueño se apoderaba de su cuerpo cansado.

Lord Trevegne estaba sentado de mal humor contemplando las llamas en la gran chimenea de su estudio. Hacía girar el coñac en el vaso, calentándolo en la palma mientras pensaba en la muchacha que estaba arriba, en la suite principal... ¡su mujer!

Lanzó una carcajada cruel y dura, que resonó en la habitación. El matrimonio, pensó con sorna, recordando los casamientos de sus amigos. Un contrato firmado para acostarse con una mujer y plantar nuestra semilla con el beneplácito de la sociedad y de la iglesia, y si en el proceso se adquiría una fortuna, tanto mejor, y felicitaciones añadidas por ser un tipo tan emprendedor, especialmente si se las arreglaba para mantener también a varias queridas.

¿Y la novia? No había que olvidar a la encantadora novia que conquistaba una casa que dirigir y más dinero para gastar; un hombre a quien manejar y que, si era virgen, se libraba de ser solterona; y que conseguía respetabilidad si ya había sido la querida de algún hombre. Sí, todas las partes se beneficiaban mutuamente.

Bueno, ahora él era un hombre casado, y nadie podía acusarlo de haberse casado con su mujer por la dote. Ella había venido a él con lo puesto, ni siquiera eso, si llegaba a conocerse la verdad. De pronto recordó que había dicho a Beckingham que su mujer vendría a él tan desnuda como el día en que había nacido, y, Dios santo, ¡así había sido! Si no detestara tanto a Beckingham, tendría que elogiarlo por su toque maestro de tomarle la palabra y ponerla desnuda en la cama con él. Tenía que reconocer que Beckingham se había sobrepasado esta vez.

Sus pensamientos corrieron hacia Beckingham, que los había drogado y desvestido como un ladrón de tumbas que saquea a los muertos, y sintió una súbita ira que crecía en él. Sí, tendría que encontrar una manera adecuada de castigar a sir Jason Beckingham, pensó sombríamente.

El marqués contempló su vaso de coñac, y vio unas piernas largas y esbeltas, una extendida y llena de jabón, un pelo rubio rojizo sujeto en lo alto de la cabeza, rizándose en rebeldía con el vapor del baño, unos blancos hombros y unos firmes y redondos pechos enrojecidos un poco por el calor del agua y el resplandor del fuego.

Ella era una belleza, pensó, al recordar el contacto del suave cuerpo bajo el suyo y su dulce boca. Al menos sir Jason no lo había acostado con una bobalicona de cara larga, que gimoteaba llamando a su mamá. Si quería realmente castigar a Beckingham, lo mejor era agradecerle que lo hubiera ayudado a encontrar una esposa tan perfecta.

De pronto sintió una rabia ardiente e incontrolable que lo atravesaba al pensar que Beckingham había visto a Elysia desnuda, y la había tocado para desvestirla. No podía explicarlo, pero tenía ganas de asesinar a Beckingham. Elysia le pertenecía ahora, y sólo él tenía derecho a tocarla.

Elysia. Sí, era suya ahora, y él la deseaba. Se había sentido atraído por ella desde que la había visto, cuando se calentaba ante la chimenea de la posada. Era la primera mujer que no había simpatizado con él de entrada, lo que representaba una novedad. La mayoría de las mujeres pensó sin vanidad, hubieran deseado una aventura con él, pero no había pasado esto con la preciosa señorita Demarice, que lo había mirado con desdén y frialdad, una nota de censura en su voz grave... y que después había luchado como una criatura salvaje en su cama. El no había pensado en seducirla á ella, ni a ninguna otra mujer, desde aquella escena con Mariana. De hecho se había sentido claramente enemigo de todas las mujeres, lanzando su disgusto y cinismo contra la primera que encontraba. Una bruja de pelo color fuego y ojos verdes, que lo había cautivado contra su voluntad y destrozado sus intenciones misóginas con el movimiento de sus caderas.

Tal vez habría que dominar aquel feroz temperamento de ella, pero habría detestado verse unido a una mujer remilgada. Era preferible una víbora, pensó con un resplandor en sus ojos dorados, a eso.

Terminó el coñac y salió del cuarto; subió las escaleras de dos en dos, y se dirigió por el largo corredor hacia la suite principal, y sus zancadas recorrieron la distancia en menos de un minuto.

Entró en el cuarto de Elysia y se acercó al lecho, donde quedó inmóvil, de pie. Miró la figura dormida en la gran cama, mientras el candelabro que sostenía en la mano lanzaba un resplandor de oro sobre la cara de ella.

El pelo de Elysia estaba suelto sobre las almohadas, y era rojo bajo aquella luz. Su delgada mano yacía sobre la colcha, y el anillo de oro parecía extraño contra su piel blanca... una marca visible de su dominio y de que ella le pertenecía.

Se inclinó, con cuidado de no volcar la cera caliente, que se derretía, sobre la mano, y miró ávidamente los labios de ella, el carnoso labio inferior entreabierto, las oscuras y tupidas pestañas cerrando unos ojos a los que quena mirar, perderse en ellos. El hueco de la base de la garganta atrajo su mirada, y bajando la cabeza depositó un breve beso en aquel espacio que parecía hecho para sus labios, mientras retorcía entre los dedos una larga mecha, suave y sedosa al tacto.

Ella murmuraba dulcemente en sueños, y él vio una lágrima que se deslizaba por el extremo del ojo y coma por la mejilla. La tocó, la atrapó, sintiendo curiosamente su humedad en la punta de los dedos.

Sintió que se desvanecía el ardor de su cuerpo, y apartándose bruscamente de la cama dejó la habitación. No era mejor que un perro tras una perra en celo. Y desde luego no iba a actuar como un animal con aquella muchacha de pelo rojo que estaba en el otro cuarto. Que se fuera al diablo, pensó salvajemente, mientras se desnudaba y se metía solo en la cama.

7 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

7

Su falda era de seda verde hierba su manto de terciopelo fino, de las tremadas crines de su jaca pendían cincuenta y nueve cascabeles.

Balada del Siglo XV

Elysia estaba sentada mirando por las grandes ventanas empotradas el agitado y gris mar allá abajo, las furiosas olas golpeando pesadamente contra las rocas en la base del acantilado. La espuma blanca saltaba en el aire como una fuente gigantesca. La lluvia, que había sido continua desde la noche de su llegada, hacía una semana, había cesado finalmente, dejando paso a oscuros cielos amenazadores.

Elysia se estremeció y se puso de pie, cerrando el chai sobre sus hombros, y fue a sentarse en un sillón de raso a rayas verdes y azules, ante el chisporroteante fuego. Los leños lanzaban chispas anaranjadas cuando ardían brillantes en el hogar.

Había visto poco a lord Trevegne, como no fuera durante las comidas, cuando le concedía el privilegio de su compañía... un privilegio del que hubiera podido prescindir de buena gana. Aquellas escasas horas con él se volvían intolerables con sus mordientes sarcasmos y frases crueles, o la ponían nerviosa con las miradas frías y penetrantes que le lanzaba... y ciertamente no sabía cuál de las dos cosas era peor.

Desgraciadamente, siempre estaban solos, no había una hermana u otros miembros de la familia de quien hacerse amiga, sólo había un hermano menor en Londres, que probablemente era como lord Trevegne... y si ella apenas podía tolerar a uno, mucho menos a uno igual. ¿Por qué no tenía una familia grande y cariñosa? Ella hubiera podido perderse en medio de la charla de ellos, sentirse protegida del constante desagrado de él. Difícilmente hubiera podido elegirla para sus burlas en medio de una reunión de familia, como hacía cuando los dos comían en la gran mesa de banquetes, con el cristal y la plata brillando bajo los chispeantes candelabros.

¿Qué había hecho ella para desagradarle? Nunca lo veía lo bastante como para hacer algo que pudiera enfadarlo. El recorría la casa como un oso enjaulado, gruñendo ante cualquiera que cometiera el error de dirigirle la palabra. Incluso Dany no estaba inmune de su asqueroso mal humor.

Elysia suspiraba desanimada y miraba su viejo vestido de lana. Detestaba verlo, pero sus otros dos vestidos estaban en muy malas condiciones... o peores que este... y deses­peradamente pasados de moda. No era de extrañar que lord Trevegne apenas soportara verla, que volviera los ojos tras lanzarle una mirada, como si el sólo verla lo enfermara. De todos modos había percibido varias veces aquellos ojos dorados clavados en ella, con un brillo de interés, hasta que él se daba cuenta de que ella lo veía, y rezongando malamente la provocaba para que hablara.

Elysia retrocedía ante la idea de pedirle ropas nuevas o dinero para comprar telas y poder hacerse algo, pero incluso mientras reunía coraje recordaba el imprevisible humor de él, y seguía en silencio.

Dany era bondadosa, con tacto ignoraba la pobre apariencia de ella, sintiendo que Elysia no iba a aceptar ni la piedad ni la caridad, pero notaba las curiosas miradas fijas de los criados, y sabía que murmuraban y chismeaban en las habitaciones de servicio. Muchas criadas iban mejor vestidas que la señora de Westerly, de modo que podían pensar de ella cualquier cosa. La despojada esposa de lord Trevegne.

Elysia se puso de pie y recorrió la gran habitación en medio de su aburrimiento. No podía menos de recordar los largos y casi interminables días de tedioso trabajo en casa de tía Agatha, pero tenía que reconocer que nunca había estado entonces aburrida... siempre había estado demasiada ocupada o demasiado cansada. Era como si nunca pudiera ser feliz. ¿Qué andaba mal en ella? ¿Acaso nunca iba a encontrar un estado de ánimo intermedio? O bien trabajaba hasta matarse o bien se aburría hasta morir. Debía ser capaz de disfrutar el descanso... pero le faltaba algo... ¿la compañía?

Elysia descubrió que Westerly estaba bien dirigido y marchaba tan suavemente como el intrincado mecanismo de un reloj... eficientemente y con orden... y siempre había sido así durante siglos. Como marquesa, sólo se esperaba que eligiera flores para adornos y que aprobara los menúes —menúes impecables, preparados por el cheff francés de lord Trevegne. Y ella nunca había podido sentarse durante horas a disfrutar de las tan femeninas artes del bordado y la bastilla; su mente parecía siempre vagar en distintas direcciones, como las puntadas. En verdad que no había ningún trabajo agotador que hacer en Westerly, pero ella vegetaba en tierra de nadie, no formaba parte de algo, no pertenecía a nada. Dany era su amiga, pero estaba ocupada en las innumerables tareas que debía hacer en la gran mansión que dirigía desde hacía más de veinte años. Y en una casa tan grande como West­erly, con su ejército de criados, Elysia se sentía satisfecha de dejar las cosas en manos de Dany, aunque Dany la respetaba como nueva patrona, y la consultaba sobre los problemas y decisiones más importantes. Elysia comprendía por qué lord Trevegne quería a aquella mujercita: era, de verdad, una joya.

Pero no, no iba a dejarse venir abajo. Era feliz aquí. ¿Quién no lo sena en esta hermosa mansión? ¡Y el mar... el extrañamente atrayente y brutal mar que la acunaba cada noche antes de dormirse, con su recurrente canción de cuna! Cuando estaba despierta por las noches, oía a su marido moviéndose en el otro cuarto, y se preguntaba si esa era la noche en la que él vendría a reclamar sus derechos. Esto era en realidad lo que la molestaba, la preocupaba. De no ser

por ese miedo constante... de verdad hubiera sido feliz en Westerly.

Elysia recogió un pequeño jarrón de delicada forma, donde había un ramillete de flores y pimpollos formados por pétalos rosados y blancos. De hecho todo el salón parecía una extensión del mar, con sus dominantes verdes y azules de distintos matices, mezclados con los muebles dorados. En un brillante día de verano la habitación debía ser hermosa y aireada, con la luz penetrando por las grandes ventanas que llegaban al suelo y que daban sobre el mar. Casi podía imaginar el cuarto bañado con los rayos del sol poniente, las alfombras orientales enriquecidas de profundos rojos, azules y oros, las tapicerías que colgaban de las paredes cobrando vida y ganando profundidad y la ilusión del movimiento. Pero hoy, con las oscuras sombras del cercano invierno y su mente desanimada, parecía fria y austera.

Todas las habitaciones de Westerly estaban magníficamente amuebladas. Construidas sobre las ruinas de un antiguo fuerte normando, que una vez había protegido la tierra contra futuros invasores, Elysia había hecho un recorrido de inspección con Dany, y había quedado sorprendida por el tamaño y el esplendor de este antiguo hogar. No tenía idea de que lord Trevegne fuera tan rico. Había sospechado que no vivía en la miseria, a juzgar por las finas ropas que llevaba, el elegante coche y el caballo que montaba, y el hecho de que viajara con un grupo de criados de librea. También era una figura demasiado imponente para no tener riquezas: su aire de altivez y arrogancia mostraban el lujo.

Elysia había visto el Salón Dorado con sus elegancias de oro y sus muebles Reina Ana, la Sala Roja, como una seductora dama adornada con rubíes... el oscuro granate brillando regiamente contra la antigua caoba pulida. Estaba el comedor, color champán y rosa; la mesa, bastante larga como para cien personas, y que parecía insignificante ante el salón de banquetes que, sin duda, podía recibir a quinientos invitados hambrientos... pero que rara vez o nunca se usaba ahora.

Uno de sus cuartos favoritos era el de mañana que es­taba orientado al este para disfrutar del sol que surgía y calentaba la habitación en los días claros, los almohadones y cortinajes de raso amarillo crema se convertían en un reflejo de los rayos del sol cuando estos penetraban en el recinto, dando a Elysia la sensación de que de las paredes manaban mantequilla y miel.

Había perdido la cuenta de las muchas salitas y dormitorios de las distintas alas de la casa. Cada cuarto es­taba amueblado con cuidado y elegancia, de modo tal que todo huésped debía de sentirse privilegiado al dormir bajo el dosel de seda de una cama, o bajo un techo delicadamente pintado.

Incluso las habitaciones de servicio estaban bien cuidadas, adecuadamente calentadas y ventiladas en invierno y verano, muy lejos de las habitaciones de servicio abarrotadas y sucias de Graystone Manor.

Pero de todas las exploraciones desde las bodegas hasta las buhardillas, desde el ala este al ala oeste, viendo cada magnífica habitación y subiendo innumerables escaleras en aquella enorme casa que databa de antes del reinado de Isabel I, nada podía compararse con la bien provista biblioteca de lord Trevegne, con estanterías de pared a pared y una escalera en espiral que se retorcía para subir a un pequeño altillo, con grandes y cómodos sillones. Una amplia ventana se extendía hasta el suelo y proporcionaba bastante luz para leer. Elysia había descubierto este tesoro unos días antes, y ahora pasaba la mayor parte del tiempo leyendo los volúmenes bellamente encuadernados que sacaba de los estantes. Leía en la cama en las primeras horas de la mañana, hasta que le traían el desayuno, porque seguía levantándose temprano, ya que no estaba acostumbrada, tras los años de vivir con Agatha, a quedarse perezosamente en la cama. A veces, más avanzado el día, se sentaba en el saloncito del altillo... cuidadosamente oculta de los ojos de cualquier obser­vador... especialmente si esos ojos eran dorados.

Elysia había echado de menos el lujo de la lectura casi tanto como el de montar a caballo. Leer era el único pasatiempo inactivo que de verdad le gustaba, algo que, en caso de tener oportunidad de hacerlo en casa de Agatha, le habría sido prohibido. Agatha afirmaba que los libros eran el mal, y también una pérdida de tiempo, y que daban a la gente ideas malsanas acerca de su situación en la vida.

Y ahora podía disfrutar todos los libros que quisiera. Nunca había visto una selección tan grande de libros, que trataran tantos temas diversos, muchos de los cuales sin duda no serían considerados lectura adecuada para una muchacha. Pero Elysia había sido educada mucho más allá de los conceptos académicos aprobados por las mujeres, ya que había compartido el mismo profesor con su hermano lan;

no sólo había leído los clásicos griegos, sino muchas novelas populares del siglo XVin, como Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver, o el Tom Jones de Fielding.

En la biblioteca de lord Trevegne estaban todos sus autores favoritos, incluidas las obras completas de Shakespeare, y los nuevos románticos jóvenes: Byron, Coleridge, Keats y Shelley, que estaban probando el primer sabor de la aprobación del público. Había quedado sorprendida al encontrar aquellos románticos en la biblioteca de lord Trevegne, que era un desengañado reconocido hasta por sí mismo, pero Elysia supuso que hasta él era capaz de hacer algunos sacrificios para tener una biblioteca completa. También estos poetas eran todos conocidos por él, y era lo menos que podía hacer en nombre de la amistad... especialmente porque los volúmenes tenían dedicatorias de los autores para el marqués.

Elysia apoyó la frente contra el frío cristal, preguntándose dónde estaría esta mañana lord Trevegne. Encogiéndose de hombros recogió un delgado volumen de sonetos de amor de Shakespeare, se sentó ante el fuego, y había empezado a leer cuando Dany abrió la puerta y entró con las llaves de la casa tintineando en su robusta cintura.

—Bueno, aquí está usted, lady Elysia —dijo con tono desaprobador—. ¡No ha tocado usted su desayuno esta mañana, y justamente cuando yo creía que estaba poniendo al fin un poco de carne en esos huesos!

—No tenía hambre esta mañana, Dany —contestó Elysia, cerrando el libro sin echar una mirada a las palabras impresas.

—Bueno, tendremos que prepararle un apetitoso almuerzo, ¿eh? —dijo Dany, mimándola, mientras examinaba, preocupada, la pálida cara de su patrona.

¿Ha visto usted a lord Trevegne? —preguntó Elysia, fingiendo desinterés, mientras alisaba un pliegue de su vestido, sin percibir la mirada de alivio que apareció en los ojos de Dany cuando comprendió lo que preocupaba a Elysia:

al menos no era nada físico.

—Oh, sí, temprano esta mañana y rugiendo como un oso que quiere escapar —dijo chasqueando la lengua fastidiada, mientras pasaba el dedo por la repisa, en busca de polvo—. Y mucho me alegré al ver que se iba.

—¿Dónde ha ido? —preguntó Elysia, sorprendida.

—Ha salido de la propiedad en ese gran caballo negro que tiene.

—¿Ha salido a montar a caballo? —preguntó Elysia, envidiosa, deseando poder cabalgar en el aire frío sobre un caballo tan poderoso como el negro de lord Trevegne.

—¡Ay, y nunca he visto un animal más resabiado! ¡El Señor ha tenido piedad de nosotros y no ha dejado que lo mate ese diablo de cabello! —dijo Dany, furiosa contra el corcel.

—Oh, Dany —dijo Elysia con una risita— es un hermoso animal. Y, por una vez, me gustaría estar con lord Trevegne, que monta ahora mismo ese caballo —añadió alegremente, ruborizándose al comprender la indiscreción de sus palabras al ver la extraña expresión en la cara de Dany.

Se abrió la puerta del salón y un lacayo anunció la llegada de los baúles y el equipaje de lady Trevegne, provenientes de Londres. Elysia quedó atónita ante la noticia, y miró a Dany perpleja.

—Pero yo no tengo baúles, Dany. Sin duda se trata de un error.

—Bueno, creo que lo mejor es ir a ver —dijo la vieja, muy directamente, empujando a Elysia, que protestaba, ha­cia su cuarto.

Había tres grandes baúles y muchas cajas y bolsos amontonados en la habitación en el momento en que entraron.

—¡Oh, Dany, tiene que ser un error! Deben de haberlos mandados para lord Trevegne, no para lady Trevegne —dijo Elysia nerviosamente, procurando calmar la temblorosa excitación que sentía ante la vista de los femeninos baúles, color celeste, y las cajas de sombreros bordeadas de encaje. Tal vez fueran para ella... pero, ¿cómo era esto posible ya que no le habían tomado las medidas, y ninguna costurera había venido a probarle nuevos vestidos?

Lucy, la doncella que Dany había encontrado para Elysia, estaba ya abriendo los grandes baúles, y lanzó un grito excitado cuando levantó la tapa de uno de estos y se vio una cantidad de hermosos y vaporosos vestidos de los colores del arco iris.

—¡Oh, Señora! —exclamó Lucy maravillada, mientras sacaba un vestido de encaje blanco, tenue como una tela de araña, cuyo vuelo flotó alrededor como una nube al sacarlo del baúl.

—Es exquisito —balbuceó sin aliento Elysia, rozando levemente la sutil tela— ¿pero realmente puede ser para mí? —se volvió y miró casi suplicante a Dany.

—Sí, son para usted, querida —dijo Dany abriendo otro baúl, que reveló una cantidad de rasos y terciopelos. Sacó un manto color verde botella, de talle alto y bordeado de piel de zorro salvaje, ¿unto con un bonete y manguito haciendo juego, la amplia ala del bonete adornada también con piel.

—Pero, ¿cómo es posible que estas ropas sean para mí? Nunca me han tomado las medidas, no creo que me queden bien —dijo Elysia preocupada, quitándose las chinelas prestadas que de alguna manera le había conseguido Dany. Sus viejos zuecos habían chocado a Dany cuando vio a Elysia usándolos en el salón. Elysia deslizó su delgado pie en un zapato de cuero verde jade, perfectamente a su medida. Lucy empezó a colgar los vestidos en el armario. Sus otros dos vestidos, apelotonados y abandonados en el suelo, fueron retirados por Lucy con un desdeñoso gesto de su bonita nariz.

—Todo le quedará perfectamente —comentó Dany

mientras observaba a Elysia contemplando el zapato verde— porque yo tomé las medidas de uno de sus viejos vestidos y de sus zapatos.

—Dany, ¿usted hizo eso? ¿Usted ha conseguido todas estas cosas para mí? —Elysia corrió hacia la mujercita y la abrazó en un impulso, estrujando el vestido de terciopelo azul polvo que Dany estaba sacudiendo.

—Bueno, no, yo sólo tomé las medidas. Fue su esposo, lord Alex, quien los mandó hacer... y fue muy explícito en lo que quería que le mandaran de Londres. "Colores vivos" dijo, "verdes y oros. Todo lo que se necesita para un guardarropa completo". Oh, sí, lord Alex sabía lo que quería. Y lo mejor para su esposa —y Dany sonrió orgullosa ante la cara atónita de Elysia radiante como un mago encantado con sus tretas.

—¡Lord Trevegne ordenó estas cosas para mí en Lon­dres ! —exclamó Elysia, dejando caer un leve camisón, como si le quemara los dedos. ¡Había conseguido todas estas cosas para ella, y en tan poco tiempo! Debía de haber tenido cosiendo hasta la medianoche a todas las costureras de Lon­dres para completar su guardarropa... y todo debía de haber resultado muy caro, pensó Elysia, al ver los vestidos desparramados por la habitación. Vestidos de mañana, vestidos de tarde, vestidos de paseo, todos con zapatos y bonetes haciendo juego, capas y mantos, y la mejor ropa interior y camisones de fina batista. Dany abrió otro baúl que reveló, en gloriosos colores, un vestido de baile de raso turquesa, y una túnica verde mar, literalmente salpicada de estrellas. Pudo ver las faldas de otros vestidos asomando por debajo, en un caleidoscopio de colores y telas.

Elysia contempló todos los hermosos vestidos exten­didos sobre la cama, incapaz de decidir, ahora que podía hacerlo, cuál era el que iba a ponerse. De pronto vio un vestido de terciopelo verde oscuro. Lo tomó rápidamente, y lo apoyó excitada contra su cuerpo.

—Vamos, ¿que piensa usted ponerse, lady Elysia? —preguntó Dany eligiendo un precioso vestido de mañana violeta, de muselina floreada, con largas mangas estrechas y cantidad de volados en el borde—. Este es un vestido precioso.

—No, me pondré este —dijo Elysia decidida, mientras elegía el traje de montar—. ¡Saldré a montar a caballo!

—¡Lady Elysia! —Dany quedó momentáneamente cortada—. No puede usted salir con uno de los caballos de lord Alex. Sólo permite que los monte Peter, o alguno de sus amigos más íntimos —dijo escandalizada ante la idea.

—Puedo montar igual o mejor que cualquier hombre, y soy lady Trevegne. Tengo derecho —dijo Elysia con terquedad, agradecida por primera vez de ser lady Trevegne y poder darse un placer—. ¿Y qué podrá hacerme lord Trevegne? ¿Acaso no soy su mujer? —preguntó con arrogancia, buscando la confirmación de las dos mujeres silenciosas que la miraban aterradas, con una sombra de preocupación.

—Ayúdeme a vestirme, Dany —pidió Elysia, empe­zando a desabotonar su vestido—, por favor —añadió suplicante, y un hoyito se formó en el extremo de su boca.

—Está bien, lady Elysia. No puedo negarle nada cuando me mira de esa manera. Es usted capaz de hechizar al mismo diablo... y quizá lo está haciendo ahora —añadió extrañamente la otra, ayudando a Elysia a ponerse un traje de amazona soberbiamente cortado, que se ajustaba a su cuerpo a la perfección, desde los hombros. Elysia lanzó un chillido de placer cuando Dany extrajo un par de botas de montar de la profundidad de uno de los baúles—. ¿Cree que me quedarán bien? —preguntó, dejándose caer sobre la cama, en postura poco digna. Tironeó para ponerse las botas, y después lanzó triunfantes exclamaciones al recorrer la habitación, con una sonrisa traviesa en la cara—. ¡Perfecto!

—Y aquí está el sombrero —una sonrisa curvó la comisura de la boca de Dany al colocar un sombrerito ridiculamente pequeño, con una pluma color lavanda, picarescamente ladeado sobre una de las arqueadas cejas de Elysia—. Ya está. Está lista, de lo demás no sé nada —afirmó Dany resignada, porque sentía que Elysia iba a provocar un desastre.

Elysia se contempló en el gran espejo de la cómoda, estudiando su imagen, pero no encontró nada que reprochar a la figura alta y esbelta, vestida de terciopelo verde oscuro que la contemplaba. El sombrerito de castor y su pluma y las botas hasta la rodilla, con cordones verdes, completaban el atuendo. Apenas se reconoció a sí misma, ahora que no estaba en harapos. Elysia no pudo evitar una sonrisa de satisfacción en sus labios cuando se volvió y vio la admiración de Dany y Lucy, en medio de los vestidos de colores desparramados en la habitación como flores de primavera en un campo.

—Estoy lista —dijo, con una risita mientras pasaba por encima de uno de los baúles para alcanzar un par de guantes. La tintineante risa de Elysia resonó en la habitación antes de que partiera, y Lucy y Dany quedaron mirándose, nerviosas ante la acción precipitada de la joven patrona... pero ninguna de las dos expresó sus temores.

Elysia bajó corriendo la gran escalera y atravesó rápidamente las amplias puertas dobles de la entrada, ante la consternación de Browne, que tranqueaba por el vestíbulo con una bandeja llena de cristales recién lavados y chispeantes. Elysia le lanzó un alegre saludo y desapareció, y la pluma color lavanda fue lo último que vio Browne, que se había detenido moviendo en un gesto negativo su cabeza blanca.

Elysia aspiró la excitante brisa salada que llegaba del océano. Pudo ver aún las tremendas olas mientras marchaba hacia el establo, y al acercarse oyó los apagados relinchos de los caballos, más allá de las anchas puertas del establo.

Elysia entró y quedó en silencio observando la agitada actividad de los palafreneros y caballerizos, notando que el establo era impecable, y con muchos compartimientos. Ya que se trataba de un establo tan grande, sin duda podría encontrar un caballo cuyo uso no molestara a lord Trevegne. Miraba alrededor, esperando dar con el caballerizo mayor, cuando vio una figura baja, nudosa, plantada firmemente en medio de un compartimiento vacío. Daba órdenes a varios muchachos que escuchaban atentamente. Elysia marchó con decisión hacia el hombre con el mentón firmemente en alto.

—Perdone, pero deseo un caballo —dijo, con voz arrogante, creyendo que mostrar autoridad era la mejor acti­tud que podía adoptar, aunque temblaba por dentro. El hombrecillo se volvió sorprendido al oír detrás de él una voz femenina.

Elysia retrocedió atónita, abriendo varias veces la boca sin poder articular palabra, hasta que, finalmente, de manera casi inaudible, murmuró:

—¡Jims!

El hombre de revuelto pelo gris se frotó los ojos con las manos, y miró incrédulo la figura ataviada de verde.

—Señorita Elysia...

—Oh, Jims, ¿de verdad eres tú? —preguntó Elysia, los ojos pendientes de la pequeña figura, como si temiera que fuera una visión.

—Señorita Elysia. Qué alegría volver a verla —habló con voz entrecortada, los ojos sospechosamente brillantes—. Creí que mis ojos nunca la verían de nuevo.

Elysia sonrió, trémula.

—¿Qué haces aquí, Jims?

—Trabajo aquí, señorita Elysia. Soy el caballerizo prin­cipal, y no hay mejor establo en toda Inglaterra —dijo con orgullo.

—Si tú lo diriges no me sorprende —dijo Elysia, mirando alrededor, con admiración.

—Bueno, es su Señoría quien tiene ojo para los pura sangre. Nunca he visto un ojo más acertado... con excepción quizá de su padre, señorita Elysia —añadió con reverencia, siempre leal a su primer patrón y amigo—. Pero, ¿qué hace usted aquí? Su Señoría acaba de casarse, y ha sido para to­dos una sorpresa, porque creíamos que iba a morir soltero. ¿Esta usted aquí de visita?

—No, Jims. Vivo ahora aquí... ¿sabes? Soy la nueva lady Trevegne.

Jims quedó petrificado ante la noücia.

—¡Se ha casado usted con su Señoría, señorita Elysia!

—su arrugada frente se frunció. Conocía la reputación de su Señoría, y estaba seguro de que este matrimonio no habría contado con la aprobación de los padres de Elysia... aunque personalmente opinaba que su Señoría era recto y jugaba limpio.

—Sí, Jims, lo soy —contestó Elysia, sorprendida de que Jims no pareciera demasiado asombrado al saberla casada con el marqués.

—Bueno, me alegro de que haya usted dejado la casa de aquella mujer —dijo, escupiendo, al pasar la mascadura de tabaco de un lado a otro de la boca—. No es falta de respeto, señorita Elysia, pero nunca la pude tragar. La trataba a usted muy bien, ¿verdad? —preguntó Jims, con expresión feroz ante la idea de que alguien pudiera maltratar a su señorita Elysia.

—Todo ha pasado ya, Jims, y nunca volveré a verla

—contestó Elysia, no deseando explicar más acerca de lo que había vivido y sufrido.

—No puedo creer que vuelvo a trabajar otra vez para usted. Debe de ser el destino lo que la ha traído aquí, señorita Elysia —lanzó una mirada hacia los muchachos que muy atareados limpiaban las caballerizas, y añadió, vacilante—:

Su Señoría no es exactamente como el padre de usted, señorita Elysia, pero le aseguro que en el fondo es un hombre bueno. Trata bien a sus caballos, nunca usa el látigo. Nadie que quiera a los caballos puede ser malo —dijo, aprobando en cierto modo el matrimonio de ella—. Es un hombre raro a veces, pero es honrado.

Elysia, en silencio, estuvo de acuerdo con él. En verdad estaba casada con un hombre raro, ya fuera obra del destino o de la mala suerte, no lo sabía. Ahora era demasiado tarde para cambiar nada, y empezaba a experimentar la verdad del hecho: era lady Elysia Trevegne, la esposa de lord Trevegne, y ya nunca volvería a ser simplemente Elysia Demarice. No podía ignorar este hecho, y tenía que vivir con él.

—¿Así que quiere cabalgar, eh, señorita Elysia? —dijo Jims muy feliz, contento de tener otra vez bajo su cuidado a su protegida favorita—. Ah, ya veo el chisporroteo de sus ojos —añadió riendo.

—¡Si supieras hasta qué punto he esperado y anhelado volver a cabalgar, Jims! Es para mí una fiebre —añadió, siguiéndolo por la hilera de compartimientos.

—¿De manera que hace tiempo que no monta? ¿No ha encontrado buenos caballos para usted? —comentó Jims, comprensivo, sabiendo que no había otra caballeriza que pudiera igualar a aquella... o la de la señorita Elysia.

Elysia rió.

—Encontrar un buen caballo fue la menor de las dificultades, Jims. De hecho no había caballos de montar. Sólo un par de viejos mostrencos para tirar de una carreta pasada de moda.

—¡No ha montado usted entonces! —graznó atónito Jims.— ¡Que Dios ayude a esa mujer... no dejarla montar! Sí, ha sido mezquina, en verdad —gruñó, murmurando maldiciones sobre la cabeza de Agatha.

Elysia sonrió. Si Jims supiera la mitad de las cosas que le había hecho Agatha...

—¿Ha dicho el marqués que eligiera usted algún caballo en especial? —añadió, observándola con cuidado.

—No, la verdad es... que no he pedido permiso a su Señoría para montar —dijo Elysia con sinceridad.

—No lo ha hecho, ¿eh? —dijo él, frotándose el mentón.— Bueno, no sé entonces si se lo puedo permitir, señorita... o lady Elysia. Es realmente muy quisquilloso cuando se trata de que monten sus caballos.

—Jims —dijo Elysia, con reproche—. Tú, mejor que nadie, sabes que puedo montar mejor que cualquier hombre. Entre tú y mi padre he tenido los mejores maestros del país —añadió, directamente.

—Ah, eso es verdad —asintió Jims, con orgullo, porque conocía muy bien la habilidad de ella, de la cual él era responsable en parte.

—Quiero montar ahora, Jims. No puedo esperar y, además, lord Trevegne está lejos de la propiedad. Cuando vuelva ya será mediodía, o más tarde. Por favor, Jims —dijo, insistente—. Incluso montaré una vieja yegua, si no puedo disponer de otra cosa —añadió Elysia desesperada... y un tanto demasiado inocentemente.

Jims irguió su escasa estatura, y pareció ofendido.

—Vamos señorita... lady Elysia —se corrigió, porque le costaba trabajo adaptarse al nuevo tratamiento— me conoce usted lo bastante como para saber que sólo la dejaré montar lo mejor.

—Sé que no te gustaría... pero si no puede disponer de otra cosa... lo prefiero antes que crear molestias, Jims —contestó Elysia, para aplacarlo.

—Veamos qué podemos encontrar para usted —dijo él, inspeccionando varios caballos de piel satinada, que a Elysia le hubiera encantado montar, pero no se detuvo. Ciertamente su marido sabía elegir buenos caballos, tuvo que reconocer, mientras pasaban junto a caballos que podían ser campeones. Sin duda Jims iba a encontrar alguno para que ella montara, pensó preocupada, cuando llegaron al último compartimiento... algo separado de los otros.

—Bueno, no sé si le gustará este, pero puede probarlo si quiere —dijo Jims, con una expresión de duda en el rostro.

Elysia miró el compartimiento, curiosa por ver el que finalmente Jims había elegido, y contuvo el aliento al ver los flancos blancos, lisos, musculosos.

—¡Ariel! —exclamó Elysia, abriendo el portal y yendo hacia el gran caballo que volvió la cabeza al reconocer su voz. Al recordarla relinchó suavemente, puso la cabeza contra el cuello de ella y resopló con fuerza.

—¡Ariel, oh, Ariel! —murmuró ella, mientras las lágrimas inundaban sus mejillas. Acarició la aterciopelada nariz y estrechó entre sus brazos el musculoso pescuezo.

—Bueno, veo que no se han olvidado el uno del otro

—exclamó finalmente Jims, con voz sofocada por la emoción.

Elysia soltó a Ariel y se volvió a mirar al hombrecillo con una expresión de gratitud en sus ojos verdes. En un impulso lo abrazó, plantando un beso en la correosa mejilla, incapaz de expresar sus sentimientos con palabras. Ariel se frotaba contra su espalda, relinchaba otra vez para llamarle la atención, y ella se volvió hacia el animal y murmuró suavemente en su oreja levantada.

—Ah, los dos se pertenecen y nadie ha podido montarlo, ni siquiera su Señoría, que sabe tratar a los caballos como rara vez he visto. Pero Ariel no quiere dejar que lo toque... desde hace ya dos años. De todos modos, el marqués no ha querido destruirlo o venderlo... dice que es un animal demasiado hermoso para mandarlo fuera del mundo, aunque al parecer sea caballo de un solo amo. Y como sabe que yo lo conozco y lo cuido, ha dejado que el animal se salga con la suya. Lo hemos dedicado a la reproducción, ya hay un par de lindos potrillos por aquí, y su Señoría está verdaderamente orgulloso de ellos.

—No lo puedo creer, Jims —logró decir Elysia, entre lágrimas— veros a los dos de nuevo, cuando creía que el pasado estaba muerto, habitado sólo por los fantasmas de la gente, y de las cosas que he amado —Elysia suspiró profundamente—. ¡Si supieras cuántas veces he pensado en ti y en Ariel! Me preguntaba qué habría sido de ambos, y si el nuevo amo de Ariel sería bueno con él. Y ahora aquí está... mi Ariel. Parece demasiado fantástico para creerlo.

—No, no es fantástico... después de todo, el marqués tiene las mejores caballerizas de Inglaterra, y no es de extrañar que quiera a Ariel... que es un caballo tan bueno

—explicó Jims—. Pero reconozco que estaba muy preocupado el día que partimos para Londres. Llegamos bastante bien, pero fue la subasta lo que me tuvo con el corazón en un hilo. No quería separarme de él, con todos aquellos jóvenes ansiosos de tratarlo a látigo, que lo examinaban, y comprendiendo que Ariel no iba a dejar a ninguno montar sobre su lomo. Pero entonces se presentó su Señoría, y lo compró enseguida. Me había visto trabajando con Ariel antes de la subasta y le gustó mi estilo, de modo que, como quien dice sin darme cuenta, me encontré trabajando para él, y trayendo aquí a Ariel. Le dije que no tenía referencias, porque mi último patrón había muerto, pero él dijo que lo único que necesitaba saber era lo que me había visto hacer con el caballo.

—¡De modo que tú y Ariel habéis estado aquí... a salvo todo este tiempo! Me siento aliviada —Elysia dio la espalda al gran caballo y plantó un beso en la nariz de Jims—. ¿Sabe lord Trevegne que Ariel es mi caballo... que lo fue? —pre­guntó Elysia.

—Bueno, cuando Ariel no dejó que lo montara, preguntó a quien había pertenecido antes, pero cuando le dije que a una mujer... bueno, puso una sonrisa torcida, se burló un poco y dijo: "Entonces no me sorprende de que sea tan difícil" , aunque quedó un poco sorprendido de que una mujer pudiera manejar un potro tan grande. Recuerdo que dijo que debía de tratarse de alguna feroz amazona, o lo que fuera. Y después no hizo más preguntas.

—¿Una amazona, dijo? —preguntó Elysia, sintiéndose extrañamente impresionada. Se encogió de hombros rechazando aquel sentimiento... ¿acaso le importaba lo que él pudiera pensar de ella?—. ¿Damos una vuelta, Ariel? Apostaría que la has echado tanto de menos como yo en mi exilio. ¿De acuerdo, Jims? —Elysia esperó el asentimiento.

—Sí, señorita Elysia, vamos a ensillarlo. Se detuvieron ante un compartimiento cerrado y, al abrirlo, Jims mostró a Elysia un potrillo recién nacido, con la piel revuelta y húmeda, balanceándose sobre las vacilantes patas. Ariel resopló detrás del hombro de Elysia, y la yegua que protegía con su cuerpo a la cría relinchó suavemente en respuesta. Elysia miró el potrillo con nuevo interés.

—Tendrá que tener mano firme con Ariel, ahora que es un padre orgulloso —dijo Jims con una risita.

—Entonces este es hijo de Ariel —dijo Elysia suavemente, enamorada de inmediato del débil potrillo que apenas se tenía en pie.

Elysia sentía diferentes emociones cuando sacaron al brioso Ariel al patio de las caballerizas. Exteriormente eran iguales, pero el tiempo los había cambiado. Ariel y ella ya no estaban tan unidos como antes. Habían corrido descuidados por los campos formando un solo ser, pero ahora Ariel tenía su yegua... y ella, Elysia, pertenecía al marqués.

Jims ensilló el caballo con los peones del establo y los asistentes que estaban alrededor, embobados ante el gran potro blanco a quien nadie podía acercarse, y que acariciaba ahora con suavidad la cara de la hermosa dama de verde.

Jims ayudó a montar a Elysia y la previno:

—Con cuidado, señorita Elysia. Tienen ambos tiempo de sobra para volver a ponerse de acuerdo, no hay prisa, no quiera correr más que el viento.

Elysia saludó con la mano, y ella y Ariel salieron trotando tranquilamente del patio, pero no engañaron a Jims, quien supo que saldrían corriendo en cuanto dejaran aquel lugar.

Elysia se dirigió hacia el este, galopando por el camino que unía Westerly con la aldea de St. Fleur, y con el camino principal que iba tierra adentro. Se detuvo en un promontorio, procurando decidir hacia qué lado seguir, y miró hacia la gran casa en forma de H donde el Gran Salón formaba la barra de esa H. Westerly parecía atisbar el mar, plantada sobre su promontorio de rocas. La bandera del marqués flotaba en la brisa, proclamando que residía allí en aquel momento: y los colores negro, oro y rojo brillaban en el cielo.

Lanzando una última mirada al mar, Elysia marchó tierra adentro, galopando salvajemente por los senderos en­tre los prados, mientras el aire fresco acariciaba sus mejillas. Los anaranjados y amarillos del paisaje otoñal se mezclaban en una confusa mancha de color, ante los cascos que pasaban.

Saltaron un muro de piedra en un ágil movimiento;

los cascos de Ariel lo dejaron muy por debajo, y siguieron recorriendo la gran extensión de terreno, arrojando el barro tras las pesadas patas. ¡Se sentía tan libre... tan segura, al galopar sobre el lomo del gran caballo blanco, y sabiendo que su querido Jims la esperaba en el establo! Fácilmente se imaginaba volviendo a su hogar tras un trote mañanero, su hermano corriendo a su lado para alcanzarla, reprendiéndola con una sonrisa por su tonta audacia.

Elysia casi podía oír los cascos resonando furiosos tras ella, e involuntariamente miró por encima del hombro, sólo para ver que un jinete disminuía la distancia entre ellos. Por un instante pensó que su sueño se había hecho realidad, al contemplar la figura familiar, después reconoció el gran caballo negro, y supo que no era su hermano, sino el marqués, que trataba de alcanzarla. Elysia sintió una chispa de desafío y excitación corriendo por sus venas cuando instó a Ariel a apresurar el paso, la crin flotante a medida que aumentaban la distancia. Pero lord Trevegne seguía ganando terreno, hasta que finalmente se puso a la par. Extendió el brazo y tiró de las riendas de Ariel, disminuyendo la marcha hasta que ambos se detuvieron, uno al lado del otro.

—¡Infierno y condenación! ¡Qué diablos...! —empezó lord Trevegne, pero se interrumpió de golpe al ver quién era el jinete—. ¡Elysia! —exclamó incrédulo, y sus ojos llamearon en su cara pálida—. ¿Qué diablos haces en este caballo? Nadie lo monta. Es peligroso —se estiró y trató de levantar a Elysia de la montura, tomarla entre sus brazos, pero ella le arrebató las riendas e hizo corcovear a Ariel, quedándose fuera del alcance de él y dejando que el caballo se irguiera, amenazador, con los cascos en el aire.

—Evidentemente está usted equivocado, milord, porque, como puede usted ver claramente, yo lo estoy montando —dijo Elysia, tremendamente divertida a costa de lord Trevegne.

—Sí, lo puedo ver claramente, aunque es un misterio cómo has logrado hacerlo. ¡Podrías estar en el suelo, con el cuello roto! —dijo tersamente, haciendo un esfuerzo evidente para controlarse. Su caballo negro pateó nerviosamente el suelo, al sentir la furia de su amo.

—No es un misterio, lord Trevegne, puesto que usted dijo una vez que yo era una bruja... si no recuerdo mal, de manera que estoy utilizando mis poderes —dijo Elysia, sin poder resistirse a la broma.

—No supuse que hubieras olvidado esa ocasión, Elysia —replicó él, ambos muy conscientes de la referencia. Siem­pre se las arregla para tener la última palabra, pensó ella, resentida.

—¿Cómo lo has sacado de las caballerizas? He dado órdenes estrictas de que nadie debe acercársele —dijo él severamente, pero intrigado por la hazaña de ella.

—Asumo toda la responsabilidad por haber elegido el caballo que me ha dado la gana —explicó ella rápidamente, en defensa de Jims, sobre quien iba a caer la culpa.

—Caramba, no tienes derecho a pasar por encima de mi autoridad. Mi palabra es ley. Ese Jims te ha dejado sacar a Ariel, sabiendo el peligro y que lo he prohibido, debe de estar loco... y haré que...

—No hay ningún peligro, y Jims lo sabe.

—¡Que no hay peligro! Por Dios, si alguien conoce este caballo, ese es Jims. Concedo que te mantienes sobre él, pero es peligroso. Jims ha sido un tonto en permitir que lo montaras. Dios, él ha entrenado a esta bestia y...

—...y yo era su dueña —reconoció Elysia tranqui­lamente, observando la sorpresa en los ojos de él, cuando los pesados párpados se levantaron un momento para lanzar todo el efecto de aquellos ojos dorados.

—¿Era tuyo? —preguntó incrédulo. El marqués la miraba como si le hubieran crecido cuernos, pensó Elysia divertida.

—Sí, Ariel era mío, hasta que me vi forzada a venderlo en subasta, junto con todo lo que poseía mi familia, para pagar las deudas cuando murieron mis padres.

El marqués miró fijamente a Elysia, y sus ojos se achicaron como si pensara, mientras contemplaba la cara desafiante de ella.

—¡De modo que tú eras la dueña de Ariel! Ahora comprendo por qué ha sido tan terco y difícil. Se parece a su dueño cuando rehusa ser montado —añadió suavemente.

Elysia contuvo el aliento ante la cruda comparación, sus ojos lo miraron despectivos y dijo con acidez:

—Parece que ambos somos muy escogidos en nuestros gustos.

—Qué tremenda circunstancia para lady Trevegne, ya que yo soy el amante esposo —dijo él amenazadoramente, bajándose con rapidez y levantando a Elysia de la montura con un movimiento inesperado. La sostuvo firmemente en­tre sus brazos, dominándola con su fuerza.

Elysia luchó inútilmente, mirando furiosa la expresión furiosa de él, temiendo haberlo provocado demasiado.

—¿De modo que no te importan mis caricias, mis besos? —murmuró con voz ronca, antes de que su boca se posara en los labios de ella, oprimiéndolos con furia, lastimándolos. La dolorosa presión se suavizó sobre los labios de ella, hubo un movimiento persuasivo... separándolos, invadiendo su dulzura. Este alterado y amable ataque fue más devastador que la brutalidad an­terior. Ella estaba acurrucada contra el duro pecho de él que seguía besándola decidido, hasta que sintió que el cuerpo de ella se aflojaba y Elysia lanzaba un débil suspiro de entrega.

—¿Estás segura de que no te gustan mis besos, Elysia? —preguntó él, contra la boca suavemente temblorosa. Ella tenía los ojos cerrados, se negaba a mirar los ojos dorados de él... sabiendo que iba a encontrar burla en ellos—. Mírame, Elysia —insistió, sacudiéndola un poco.

Elysia abrió al fin los ojos y lo miró, con una mirada que reflejó el odio que sentía por él en las doradas profundidades.

—Algún día tendrás que reconocer tus verdaderos sentimientos, Elysia... te obligaré a hacerlo —dijo él con arrogancia, su orgullosa cabeza oscura muy erguida mientras miraba hipnóticamente la ruborizada cara de ella.

Se acercó hacia donde Ariel estaba pastando y volvió a colocar a Elysia en su montura, lanzando una carcajada profunda y violenta ante el evidente alivio de ella al sentirse libre de sus brazos. Elysia le lanzó una mirada asesina e hizo girar a Ariel, forzándolo al galope en dirección a la casa. El marqués la siguió, manteniéndose fácilmente a la par de Elysia.

—Ariel es ligero, Elysia, pero Sheik lo es más. No puedes adelantarle, ¿sabes? —hizo una mueca ante el mentón firme de ella, pero Elysia sintió la intención en su voz.

Logró contestar con tranquilidad:

—Sheik es un hermoso caballo, y probablemente es más rápido que Ariel. Aunque Ariel tiene fibra... ¿puede usted decir lo mismo de Sheik? —preguntó.

—Puedo forzarlo mucho, y rara vez se resistirá, o se encabritará. Se defiende, no temas. Me doy cuenta de que has aprendido a montar bien. No cabe duda de que Jims era caballerizo en tu casa desde que tú eras una niña. En verdad debo admitir que jamás he visto a nadie montar mejor sobre una silla que tú, querida —se vio obligado a reconocer al ver cabalgar a Elysia... con una nota de admiración en la voz.

—Sí, Jims fue un maestro soberbio, al igual que mi padre. Gracias, milord, por el cumplido —replicó Elysia, exaltada por el elogio, y añadió con un poco de mala gana—: También he notado que maneja usted extremadamente bien a Sheik.

El marqués lanzó una gran carcajada, verdaderamente divertido.

—Es el primer cumplido que me hace mi mujer. Realmente es una ocasión histórica... no sólo descubro que mi esposa casi monta mejor que yo, y en un caballo que nadie más puede montar, sino que también su acerba lengua puede tener un poco de dulzura cuando lo desea.

Elysia le lanzó una mirada desdeñosa bajo sus cejas contraídas, pero él siguió riendo profundamente, ignorando el mentón erguido de ella y su boca en un gesto malhumo­rado. Galoparon hacia la casa que se veía a lo lejos donde las empotradas ventanas reflejaban la luz del pálido sol matutino, que luchaba por dominar el cielo nublado.

Elysia respiró con sorpresa y maravillada al mirar ha­cia Westerly, inconsciente de ser observada por lord Trevegne, hasta que él preguntó, interesado:

—¿De verdad te gusta mi casa? A la mayor parte de la gente le parece demasiado aislada y desolada para visitarla por un tiempo... ¡mucho más para vivir!

—Es aislada, pero siempre he vivido en el campo, y en lugares menos poblados que los Home Counties. Prefiero los grandes espacios abiertos a la abarrotada y ruidosa vida de la ciudad.

—Hay ciertas ventajas, como las diversiones, que sólo pueden encontrarse en la vida en Londres.

—Sí, estoy segura de que ha aprovechado usted todas las "diversiones", milord —Elysia hizo una intencionada pausa sobre la palabra—. Pero si uno sólo puede permitirse un tipo de vida... prefiero mil veces la vida en el campo a la existencia en Londres. Los que pueden permitirse ambas cosas pueden viajar cuando se aburren, cosa realmente envidiable, porque entonces se disfruta lo mejor de ambos mundos.

—Mi mujer no envidiará ninguno de los dos —dijo lord Trevegne con arrogancia— porque poseo muchas propiedades, y una casa en Londres que utilizaremos durante el año.

—Echaré de menos Westerly —confesó Elysia, un poco de mala gana. No deseaba admitir que le agradaba algo que pertenecía a él—. Es una casa muy interesante, especialmente el Gran Salón, con sus mosaicos y ornamentos españoles.

Lord Trevegne sonrió ante el elogio.

—Casi puede decirse que el salón es nuestro cuarto de los trofeos. Mis antepasados disfrutaban de estos ob­jetos con añadido entusiasmo... son saqueos del siglo XVL También era un poco audaz adornar el salón con cosas españolas y con su arquitectura, cuando Inglaterra estaba en guerra con España. Uno de mis antepasados dijo a la reina Isabel que disfrutaba regodeando sus ojos en los trofeos de los vencidos... trofeos de un pirata de éxito... En verdad creo que admiraba y quería esos trofeos españoles... y que reconocía algunos como obras de arte sin igual —el marqués se interrumpió, con deleite, al ver la expresión de disgusto de Elysia cuando él describía a sus antepasados—. Me pregunto cómo habrían tratado mis antepasados a una muchacha tan briosa como tú, querida. Dudo que te hubiera gustado. Aunque he oído que mis antepasados eran encantadores en la corte, y que rivalizaban quizá con sir Walter Raleigh en cortesía caballeresca.

—Al parecer, en ese sentido ha heredado usted muy poco, y quizá demasiado de los instintos piratas —dijo Elysia con sarcasmo.

—Ya sabía que era demasiado buena... que no podía durar esa falsa dulzura tuya. Tendré que prescribirte una cucharada de mil cada mañana para dulcificar esa agria disposición de ánimo —dijo lord Trevegne, amenazando un poco— porque no estoy acostumbrado a que me hablen de manera tan irrespetuosa. Tienes que mostrar un poco más de afecto cuando estemos delante de gente, querida. Procura presentarte como una esposa amante, y yo fingiré ser tu devoto esclavo.

Elysia se salvó de contestar con furia por la llegada al patio de las caballerizas, donde lord Trevegne desmontó con rapidez y levantó a Elysia para que descendiera, antes de que ella pudiera protestar. Sus manos fueron duras y crueles en la pequeña cintura, mientras la sostuvo un momento, y ambos se miraron a los ojos, contemplando su drama. El echó hacia atrás la pluma color lavanda del sombrero de ella con un dedo descuidado, y la soltó mientras lanzaba una mirada de reprimenda a Jims, que estaba de pie en silencio, temeroso, en la puerta de los establos.

—De no haber sabido de antemano hasta qué punto mi mujer es una bruja, Jims, estarías ahora fuera de West­erly, y de Cornwail, por desobedecer mis órdenes. Elysia sabe cómo dar vuelta a un hombre con el meñique para salirse con la suya, y supongo que tiene años de práctica contigo. Pero de ahora en adelante espero que mis deseos sean lo primero. Contesta, Jims.

Jims se adelantó, con el alivio escrito en la cara.

—Ay, Señoría, no creí que a usted le molestara que ella montara a Ariel, ya que la señorita Elysia lo ha criado desde que era un potrillo. Y parece que a ambos les gusta el ejercicio—contestó, sonriendo a Elysia—. ¿Han disfrutado usted y Ariel del paseo?

—Eso puedo contestarlo yo —dijo lord Trevegne sombríamente—. La vi a ella y a ese maldito caballo corriendo locos por el páramo, apenas pude creer con mis ojos... y fue infernal alcanzarlos. En lo futuro saldrás con un caballerizo o conmigo... nunca sola. Y puedo preguntar, Jims, ¿por qué estaba ella sola? —preguntó suavemente, volviéndose hacia Jims con el entrecejo fruncido.

—No me pareció que tuviera sentido. Señoría, porque la señorita Elysia no iba a perder el caballo —contestó Jims en tono práctico.

—Razonable como siempre, Jims, pero lady Elysia es ahora mi mujer, y saldrá siempre con un caballerizo... o no saldrá —previno a ambos.

Jims soltó una risita moviendo negativamente la ca­beza, mientras los veía marchar hacia la casa, formando una pareja muy notable. Era probable que los Demarice no hubieran deseado al marqués como marido de su hija, pero él empezaba a creer que su Señoría tenía exactamente lo que necesitaba Elysia: una buena mano firme que la guiara. Era probable que él fuera un poco loco y tuviera mala reputación, pero estaba por encima de los demás, pensó Jims, aunque no fuera el tipo de hombre jovial a quien le gustan las bromas. Se había sorprendido al enterarse del casamiento de su Señoría, pero, como la esposa era la señorita Elysia, podía entender por qué su Señoría había abandonado la soltería. No había nadie más preciosa que la señorita Elysia. Debía de ser un caso de amor a primera vista, porque él sabía mejor que nadie que la señorita Elysia no tenía dinero, y su Señoría era de lo más rico... de todos modos se notaba, por la forma en que la miraba, que estaba loco por ella. La señorita Elysia es una muchacha de mucha suerte, pensó, silbando alegremente mientras volvía a los establos.

Elysia se estremeció al entrar en el Gran Salón con las glorias obvias de la guerra y de la sangre, y algo de la belleza que había admirado antes se borró ante sus ojos al mirar alrededor.

Como adivinando sus pensamientos, lord Trevegne dijo:

—Esas cosas pasaron hace mucho tiempo, y no hay fantasmas dentro de estas paredes.

—Ya lo sé, pero me entristece pensar que estos obje­tos fueron arrebatados a otros —comentó ella, señalando una hilera de cálices de oro incrustados con joyas, exhibidos en brillante despliegue sobre una mesa de mármol que se apoyaba contra una de las paredes.

—En cualquier confrontación siempre hay un vencedor... y un vencido. Tú, especialmente deberías darte cuenta —dijo él, tomándola firmemente del codo y conduciéndola por la gran escalera.

Cuando entraron en su salón, Elysia recordó que no le había agradecido el nuevo vestuario enviado desde Londres, y se volvió bruscamente para mirarlo de frente, con una tímida sonrisa que curvaba sus labios.

—Olvidé, en la excitación de montar a Ariel, agradecerle las ropas que me hizo usted confeccionar tan rápidamente en Londres. Ha sido muy amable de su parte —añadió, vacilante.

—¿Amable? En modo alguno, querida. Simplemente no he querido que me avergüences delante de mis amigos, vestida apenas un poco mejor que si fueras una criada. De hecho, el personal de mi casa estaba mejor vestido que tú, y ya deben de haber chismorreado bastante sobre esto —explicó con voz cansada.

—¡ Oh, qué hombre tan insufrible! ¡ Creo que lo detesto más que nunca! —exclamó Elysia, y le ardieron incómodamente las mejillas—. Nunca volveré a darle las gracias por nada. Señoría —le apartó con fuerza y salió corriendo de la habitación, golpeando la puerta tras de sí, y dejando a lord Trevegne inmóvil, sin palabras.

Elysia se arrancó el sombrero de la cabeza y se arrojó sobre la cama, hundiendo la cara entre los brazos cruzados sobre la almohada. ¡Qué bestia! pensó furiosa. ¿Acaso podría entenderlo algún día? En un momento bromeaba con ella, en otro la besaba, y le cortaba la cabeza al minuto siguiente. Ciertamente la vida no era fácil, pensó con desánimo, al recordar los besos apasionados que él le haba dado en el páramo. El tenía razón, pensó con disgusto. Ella quería que él la besara... al menos a veces experimentaba aquella extraña necesidad, pero casi todo el tiempo se sentía capaz de asesinarlo despiadadamente... sin sentir después remordimientos.

Elysia se frotó fatigada la frente y se puso de pie. ¿Cómo era posible que deseara ser besada por un hombre tan cruel?, pensó exasperada. Se despreciaba a sí misma por su debilidad. Debería ponerse uno de sus viejos vestidos de lana y ver qué tenía que decir su Señoría ante esto, pensó desafiante. Elysia buscó entre las hileras de vestidos, pero no pudo encontrar los que quería entre aquellos colores de pavo real, y tampoco encontró sus viejos zapatos ni su capa. Dany debía de haberlos tirado cuando acomodó los nuevos vestidos.

Bueno, lo cierto es que tampoco tenía ganas de volver a usarlos, aunque lo hiciera para enfadarlo. Tironeaba para quitarse las botas cuando apareció Lucy con un par de doncellas, trayendo una bañera y baldes de agua caliente.

—La señora Danfield ha pensado que usted querría refrescarse después de la cabalgata, lady Elysia —dijo la muchacha tímidamente, mirando a Elysia como si se tratara de un fantasma.

—Gracias, ¿quieres ayudarme a quitarme las botas? —preguntó esta, cuando Lucy y una de las muchachas avanzaron, con aire asustado.

—¿Qué pasa? —preguntó Elysia, mientras las dos doncellas miraban con ojos desorbitados.

—Oh, nada, lady Elysia—masculló Lucy, ayudándola a desatar los cordones de las botas con dedos temblorosos.

—Dime, Lucy —insistió Elysia, al ver que la muchacha temblaba ante el contacto de su tobillo.

—¡Oh, Señoría! ¡Ha montado usted el caballo! ¡El caballo que ni siquiera milord puede montar, y él es casi el mismo diablo! —giró los ojos nerviosamente.

—Oye, Lucy, y oíd vosotras dos: no quiero que andéis con cuentos de brujerías en esta casa —dijo Elysia a las doncellas que estaban de pie, encogidas, juntas—.

Ese caballo era mío antes de que lo trajeran aquí. Yo lo crié desde que era un potrillo de patas vacilantes y piel suave. Sólo me ha conocido a mí, y no permitirá que nadie más lo monte —explicó con impaciencia, observando el alivio en las tres caras—. ¿Conocéis a Jims, no? Y confiáis en él? —ellas asintieron bajando la cabeza, con sus cofias—. Bueno, me conoce a mí desde que yo era un bebé, y puede garantizar que carezco de poderes mágicos —dijo Elysia, extendiendo las manos en ademán de súplica.

Las tres muchachas sonrieron y soltaron unas risitas mientras preparaban el baño, y Lucy la ayudó eficazmente a vestirse después.

Si realmente tuviera poderes mágicos encontraría la manera de salir de la situación en la que se encontraba, disponiendo de una vez por todas de su Señoría, pensó Elysia con deleite, mientras descendía lentamente la escalera. Llevaba un vestido de muselina blanca, bordado con flores azules y verdes, y sujeto con lazos de terciopelo verde bajo los pechos. Los extremos de la cinta caían por su espalda hasta el borde de la tela, y llevaba unos lazos similares en las mangas largas y en el cuello alto. La habían peinado en alto, al estilo griego, y los abundantes rizos rojizos caían en cascadas sobre su hombro. Era raro que los vestidos nuevos pudieran dar una sensación de confianza y de respeto por uno mismo. Ya no tenía por qué sentirse avergonzada de su apariencia... ¡ni la de nadie!

Elysia caminó sin ruido atravesando el suelo de mosaicos del gran Salón con sus zapatos de cabritilla verde. Un lacayo abrió la puerta del salón y, al entrar, Elysia vio al marqués conversando con un robusto caballero sentado cómodamente en uno de los sillones junto al fuego. Se pusieron de pie cuando entró Elysia, y los ojos dorados de lord Trevegne recorrieron su figura con un gesto de aprobación cuando ella avanzó.

—Mi esposa, lady Trevegne —dijo el marqués, con algo que casi sonaba a orgullo en su voz. Pero ella lo conocía demasiado bien para creer en esto—. Elysia, permite que te presente a nuestro vecino más cercano, el hidalgo Blackmore.

El caballero tomó la mano de Elysia y se inclinó torpemente.

—¡Un placer, lady Trevegne, y lo felicito a usted, lord Trevegne, por la belleza de su esposa!

El marqués asintió inclinando la cabeza con arrogancia para agradecer el cumplido, mientras Elysia se preguntaba qué podía importarle la belleza de ella. Se sentó muy compuesta, con una sonrisa serena en los labios, y escuchó los locuaces comentarios del caballero Blackmore.

—Apenas pude creer a mis oídos cuando me enteré en Londres de que finalmente lo habían pescado, Trevegne. A Louisa se le romperá el corazón —afirmó en voz alta, como si todavía le resultara difícil creerlo.

—¿Y cómo se enteró usted de la noticia? —preguntó lord Trevegne con curiosidad.

—Bueno, apareció en la Gazette, pero primero me enteré en las tiendas —dijo blandamente.

—¡En las tiendas! —exclamó lord Trevegne, sorprendido, y después rió.

—Bueno, encargó usted un ajuar completo para su novia, y lo exigió con una prisa desusada, según he oído. Tenía que saberse —explicó elogioso a Elysia, que estaba furiosa ante la expresión divertida del marqués.

—¿No oyó usted nada más... aparte del hecho de que me había casado? —preguntó Trevegne tranquilamente.

El hidalgo Blackmore pareció incómodo un momento, sus ojos hundidos miraron la habitación nerviosamente.

—Bueno, no mucho en realidad. Ya sabe que siempre hay rumores acerca de su Señoría —rió de manera inmoderada, lanzando a Elysia otra mirada de alabanza.

—Todavía no puedo creerlo —dijo a Elysia—, esperaba que su Señoría se casara con mi hija, Louisa. Está loca por él. Naturalmente que entiendo perfectamente por qué se ha casado con milady; en verdad lo entiendo.

Se puso de pie rápidamente, como si de pronto hubiera recordado algo.

—Bueno, debo irme, de todos modos quería darle mis felicitaciones e invitarlo a cenar con nosotros una noche. He llegado de Londres hace unas horas, junto con varios huéspedes que descansan del largo viaje. Le ruego que venga, aunque entiendo que desee quedarse solo —dijo amable, inclinándose de manera exagerada—. Lady Trevegne, ha sido un placer... lord Trevegne...

Lo vieron escabullirse, dejando la habitación antes que el lacayo que lord Trevegne había llamado pudiera acompañarlo hasta la puerta.

—Realmente no ha tardado mucho la noticia en llegar a Londres —comentó lord Trevegne, encendiendo un cigarro—. Sin embargo esperaba al buen caballero antes. Estoy un poco desilusionado.

—¿Por qué esperaba al caballero Blackmore?

—Porque, mi querida esposa, ese caballero tenía la esperanza de casar a su hija... creo que se llama Louisa... conmigo desde hace unos años. De hecho, en caso de no haberte conocido tan... inesperadamente, hubiera pensado en esa muchacha. Tiene algunos buenos puntos a su favor, si es que la recuerdo correctamente. Es muy tranquila, nada pretenciosa, uno apenas se da cuenta si está presente. Todo lo contrario de ti, querida; el único inconveniente, claro, hubiera sido tener al caballero como pariente... es dema­siado; incluso como conjetura.

—Qué lástima que yo no tenga intenciones de quedar bien con usted y de volverme manejable —dijo Elysia sonriendo dulcemente, pero la sonrisa no llegó a sus ojos verdes.

—No temas haberme desilusionado, querida, porque generalmente no hago apuestas a largo plazo, y sólo cuando son una cosa segura. Contigo, querida, nunca estoy seguro de nada —sonrió de lado—. Aunque debo decir que el ca­ballero ha logrado ocultar bastante bien lo que debe de haber sido una desilusión que lo ha trastocado todo, teniendo en cuenta que sus ambiciones se han visto arruinadas por tu presencia.

—Creo que a usted le agrada destruir las esperanzas de los otros.

—No, realmente no. Pero el caballero se había vuelto una molestia, procurando meterme a su hija por los ojos, sólo para lograr su ambición de tener un yerno con título, y añadir mi dinero a sus propiedades. Desgraciadamente para él, mis propiedades serán para mis herederos... no podrá tocarlas.

—No entiendo. Tiene usted dinero, buen físico y salud. Y desprecia a todo el mundo. ¿Por qué? Tal vez sea que se desprecia a usted mismo y en lo que se ha convertido —dijo Elysia audazmente, mirando fijo los llameantes ojos dorados.

El tomó los brazos de ella en un apretón fuerte, y casi fue insultante al decir:

—Vas demasiado lejos, Elysia, porque, después de todo, estás casada con esa cosa en la que dices que me he convertido... —la apartó de sí y salió a zancadas de la habitación, dejándola sola y temblorosa.


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